lunes, 18 de mayo de 2009

El mundo según Ides

Detrás de la puerta se adivina una silueta menuda. Una mano sobre el marco, otra a la cintura, la mirada vuelta hacia el ascensor que no llega, que no se abre, que no da indicios de vida. Ha habido un error y la persona que ella espera llega desde otro lado. Ides Kihlen sonríe con la esplendidez de sus 90 años. No lleva el delantal colorado lleno de manchas, pero una vincha salpicada de lentejuelas doma su pelo lacio, los eternos anteojos esfumados ocultan unos ojos intensos como el cielo. Cuando espera gente, se toma un rato para prepararse; sacarse la pintura pegada no es tarea fácil, dice, y muestra dos manos pequeñas, maravillosas, que acompañan sus palabras con un vaivén musical.

–Todos los días lo primero que hago es venirme acá... esto nunca está mejor –y las manos maravillosas abren la puerta para dejar ver un taller sembrado de colores por el piso, ensayos sobre paredes, trabajos terminados, trabajos por terminar, un caballete; las pruebas de una vida que empieza y termina cada día en la pintura–. Es que acá tengo muy buena luz.

Ides es la mujer que empezó a pintar de muy chica y ya nunca se detuvo. Con 13 años soportó que el legendario Pio Collivadino le impidiera el acceso a la Escuela de Bellas Artes, que él dirigía, porque la encontraba demasiado joven; un año después volvió a presentarse y lo logró. Es también la alumna de Kenneth Kemble que luego se convirtió en su amiga; la insaciable que fue de taller en taller, de Batlle Planas a Quinquela Martín, de Petorutti a Vicente Puig, porque necesitaba desesperadamente aprender, devorar, ver; la que, cuando fue preciso, aprovechó las vacaciones de verano para dejar a sus hijas adolescentes con su madre y viajar a París sólo por estudiar una temporada con Andre Lothe. Ides es la que pintó toda su vida y sólo accedió a mostrar su obra cuando había cumplido 83 años.

–Un día vino un galerista a ver un cuadro que había comprado mi hija, para decirle qué le parecía. Resulta que la puerta del taller estaba así, como entreabierta, y él dijo: “¿Y esos cuadros? ¿De quién son?! “Ah, son de mamá”, le dijo ella. “¿Pero quién los pintó?”

Fue el principio del vértigo: el stand que la Galería Arroyo tenía en Arte BA. Era el año 2000. Allí se vieron por primera vez esos paisajes de colores juguetones sobre fondos leves, ese espíritu festivo de banderines y trazos azarosos, esa magia hecha de música vestida como imagen, los pasos de collages que le llevan los días, le dan ganas de levantarse a la mañana y soñar por las noches. Ahí estaban, colgados, casi, contra la voluntad de una vida que todo lo que buscó, todo lo que busca es pintar más allá de las consecuencias.

–Cuando los vi, me gustó cómo quedaban, pero yo no sabía... o sea, era muy importante pensar que me habían colgado, pero ver tantos cuadros... Un poco de miedo tuve. Y vendí ahí, el primer día, un montón de cuadros. Jamás había pensado que iba a ganar plata con mi pintura. Yo no había ganado un centavo nunca. Mi padre me mantenía, los padres de antes eran distintos, te heredaban la casa. Después trabajaba mi marido. La vida era diferente, ¿no?

Por que nunca habias expuesto antes?

–No pensaba exponer yo. Nunca se me ocurrió. Claro, sí hice la carrera, estudié en todas las escuelas que pude, tengo los títulos nacionales... Pero trabajé así.

Vivía en medio del campo. El Chaco era entonces zona de quebrachales, de fábricas que extraían tanino, de pueblos formados a la vera de trabajos intensos. Su padre, ingeniero industrial, sueco, migraba de una a otra fábrica; ella, su hermana y su madre le seguían los pasos. Pero el mundo de los adultos, en realidad, quedaba lejos.

–Tenía mucho espacio, jardines, árboles, árboles frutales. Era una casa colonial, andá a saber de qué época, de esas que tienen la cocina con un fogón grande. Y veía la puesta del sol. Cada nochecita, cuando veía que empezaba a caer, corría, corría, corría, hasta llegar a la tranquera. Un sol rojo, enorme. Me encantaba ese color. Agarraba una piedra, un poco de pasto y raspaba, probaba cómo se veía el verde con esa luz roja. Mi madre tocaba el piano y bordaba muy bien, hacía unas maravillas de bordado. Mi padre era un gran dibujante: hacía fábricas, motores, esas cosas. Dibujaba con facilidad, así nomás.

Con el quinto cumpleaños llegó la obligación del colegio y el fin del paraíso, la mudanza a la ciudad, “porque mi madre siempre decía ‘tienen que seguir una carrera, algo que sea título nacional, porque hoy están bien, no necesitan, pero el mundo puede cambiar. No se sabe qué es lo que pueda pasar’. Claro... el mundo cambió? Al llegar, se cambió el nombre por decisión propia: “Dije me llamo Ides y todo el mundo me empezó a llamar Ides, también mis padres. ¿De dónde lo saqué? Lo inventé”. La ciudad era tan otra que en Belgrano no había más que casas bajas y esquinas donde esperar ómnibus y tranvías, como el que solía tomar con su amiga Nelly años después, para llegar a la Escuela de Bellas Artes.

–Nos encontrábamos en la esquina de Arredondo y Cabildo esta chica Nelly, Perón y yo. Porque Perón vivía al lado de la casa de ella. Así que nos saludábamos con él. Yo tenía 14 años, Perón era capitán y era muy amable. A las 12 y cuarto pasaba el ómnibus 25 de Mayo y ahí subíamos. El siempre bajaba en el 1º de Infantería, era muy amable, jamás se sentaba, un caballero. Nosotras bajábamos en el Congreso, porque la escuela estaba en la calle Alsina. Digamos que lo conocí de cerca, un año estuvimos viajando con él todas las mañanas, ¿te das cuenta? Después, más adelante, la conocí a Eva Perón.

En un segundo salta del sillón al piso, arma un revuelo de libros y catálogos de arte, corre fotos de ella pintando la pieza con que participó, hace dos años, en la Cow Parade de Puerto Maderno, un libro en inglés sobre La Forestal (“los otros días me lo regaló alguien que sabe que mi padre trabajaba en el tanino”), abre un tomo grande al lado de su taza de café y saca victoriosa unos papeles manuscritos.

–Acá lo escribí, por si me olvidaba alguna cosa. No sé si querés leerlo.

Mejor contalo vos.

–Bueno, la conocí a Eva Perón en el círculo militar. Se acercó a mí con una linda sonrisa –dice, y deja caer el papel, porque las imágenes son más fuertes que cualquier machete–. Te voy a decir por qué se acercó ella a mí y no yo a ella. A mí no me conocía porque mi marido era teniente, era un pinche, pero resulta que un poco antes habían hecho una fiesta en el regimiento de Campo de Mayo, y yo no fui. Yo no fui porque no iba a ningún lado, la verdad, me quedaba en casa, pintando, haciendo mis cosas. Pero se enojó el jefe del regimiento, y le dijo a mi marido “¿cómo no vino su mujer?”, y él le inventó un cuento de que estaba resfriada. Al poco tiempo, lo vuelve a llamar y le dice: “Mire, aquí hay una invitación de Eva Perón para su mujer. Es una fiesta en el Círculo Militar”. ¡Eva me quería conocer a mí, yo era la mujer de un simple teniente, no era nada importante! Pero fui ahí: estaba con su traje de marta y las aves del paraíso. Fue muy amable. Me preguntó qué hacía, le dije que pintaba, me habló de arte, que le encantaba el arte. Cosas muy lindas dijo, conversé mucho rato con ella. Y de repente fijate vos que se cayó desmayada. Fueron ahí gente de la custodia, a levantarla, y yo me agarré de la mano de Eva Perón porque quería ayudarla. La vi así la última vez; al poco tiempo murió. Agarré el auto que tenía en el garaje y me fui a hacer la cola inmensa esa que había, ¿te acordás que había una cola?

Fuiste al velatorio?

–Sí, fui hasta el lugar donde me dejaron pasar con el auto. Después caminé y me puse en la cola, una lluvia tremenda había, llovía a cántaros. Estuve como dos horas, pero después no tuve ganas de verla muerta, no alcancé a hacerlo. Me fui. Porque me dio que si yo la había visto poco tiempo antes tan bien, ¿no? Tengo un muy buen recuerdo personal de ella. Después, fijate vos que en las primeras elecciones me nombraron presidenta de mesa, ahí, en Belgrano, en un colegio que quedaba cerca de las vías del tren. Y me desenvolví bien, eh.

En sus cuadros se esconden pianos. Silvia, su hija, se acerca a la charla y dice que ella lo descubrió mucho después, que si no hubiera sido porque la crítica Mercedes Casanegra pasó un año visitándolas para hacer un libro sobre su madre, nunca habría sabido qué eran esas hileritas oscilantes de rayas blancas y negras que trafica en algunas pinturas.

–¿Por qué no tocás algo, mamá?

Y ella dice “¿quieren?”, y se levanta sin ceremonia pero cumpliendo un rito privado, tan íntimo que las teclas obedecen a esos dedos que engañan pareciendo frágiles. Toca Ides, con una concentración que nadie se atrevería a quebrar, ni siquiera Sully, la yorkshire terrier que acompaña las rutinas de la casa y suele avisar cuando el trabajo en el taller hizo olvidar algo sobre las hornallas de la cocina y la casa se llenó de humos misteriosos. Toca Ides, con la vista perdida más allá de la sala y la compañía de sus cuadros en las paredes. Sobre un fondo melancólico, una melodía llena de notas saltarinas van narrando una historia, ¿cuál?, difícil saberlo, pero en cualquier caso no importa, allí está, dejándose oír mientras la tarde empieza a huir con complacencia.

–¿Les gustó? Es mío.

La risa es más fuerte que el rubor, la alegría de compartir, mayor que el temor de incurrir en la vanidad, y agrega: “Porque también estudié en el conservatorio y me recibí, lo que pasa es que siempre me importó más la pintura”.

Hubo un tiempo en que estuvo a punto de abandonar los estudios de Bellas Artes. Adolfo de Ferrari era estricto: sus alumnos debían usar solamente una paleta de marrones, y ella venía de conocer la sensualidad de los coloristas, los mundos narrados sin limitaciones de pincel. “Usted es muy desobediente, señorita”, decía él cada vez que la pescaba en infracción, contrabandeando otros colores sobre la tela, que era casi siempre. Ides se aburría.

–Un día, José Alonso, un modelo de la escuela que salió siendo un gran artista, me dijo “¿por qué dejaste?”, y entonces le expliqué. En eso viene Fernando López Anaya, que era el director de la escuela, lo oíste nombrar, un gran señor, me dice: “hola, señora, ¿cómo le va?, hace mucho que no la veo, ¿qué pasó”. Y Alonso enseguida le dijo: “Se cansó de pintar con marrón con de Ferrari” –estalla en risas, con ganas y un placer intacto, como una nena que hubiera hecho la travesura de su vida–. ¡Todos se empezaron a reír como locos! Y entonces me dice López Anaya: “Venga de nuevo, cómo se va a ir por eso. Además, el año que viene hay un gran maestro nuevo, le va a gustar”. Y entonces fui de nuevo.

Y el maestro nuevo quien era?

–Kenneth Kemble. Ahí ya en la clase éramos mujeres y hombres, no como en la otra escuela donde a la tarde íbamos nosotras y a la noche los hombres. Lo que pasa es que mis compañeros eran muy machistas, nos criticaban todo a nosotras y se creían que lo de ellos, porque eran hombres nomás, estaba perfecto. Y entonces Kemble oía eso y de repente entraba en la clase, miraba lo que estaba colgado y decía: “¿Qué son esos tres mamarrachos? ¿De quiénes son?” El sabía quiénes los habían pintado, y por eso lo hacía. Entonces mis compañeros decían: “Yo”, y él: “Descuélguenlos, por favor, y no vuelvan a hacer algo así”. Tenía razón, claro, pero también lo hacía para que ellos vieran que no eran tan buenos. Con nosotras era muy distinto, muy amable. Y siempre me decía que mostrara mis pinturas, pero yo no le hacía caso.

Nunca te intereso formar parte de grupos esteticos o no te dejaste tentar por el informalismo?

–No participé en grupos, pero sí iba a las clases de Romero Brest cuando estaba en Van Riel, antes del Di Tella. Fui y le dije: “Mire que estoy estudiando con Vicente Puch –que era un figurativo, un retratista–, pero quiero interesarme por esto otro”. El me dijo que sí, que no había problemas. Me enseñó un montón de cosas. Claro, estaba en otra línea, me decía “déjese de hacer eso” –la risa la gana, ella se deja llevar–, pero cada uno en lo suyo, ¿no es cierto? También estudié un tiempo con Batlle Planas, en la misma época, también con Petorutti. En la misma época estudié con todos. Eran todos figurativos en esa época, y yo también. Pero igual quería saber. Romero Brest me dijo: “Le voy a enseñar a pintar un cuadro. Primero coloque un alto así de ladrillos de cada lado, y encima una tela, con un bastidor bien fuerte. Llénelo de colores”... Claro, esto hay que hacerlo en un lugar libre, ahora no tengo espacio, he tenido una quinta, pero en ese momento no me interesó lo que me ha dicho y no lo hice –empieza a tentarse–. “Después desparrámele toda la cantidad de colores que quiera arriba. Ponga un cohete debajo de los ladrillos, así. Y usted se va lejos y los hace estallar. Entonces va a ver, van a saltar los cohetes, va a ver el cuadro que le va a quedar.” Debe quedar divino el cuadro... no lo hice yo. ¿Y los agujeros?, le pregunté, “un cuadro bárbaro”, me decía él. Una crítica a la que le conté esto me decía que debía ser un chiste, pero no, lo decía en serio.

Deja pasar un instante, una risa, un momento para pensar en la técnica radical y los colores sublevados por lo inesperado.

–Un día lo voy a hacer, vuela todo...

La sala da un balcón y el balcón a un mundo de plantas y flores entre las que se esconde, con timidez, una planta de lechuga. Antes, en ese balcón que da la espalda a la avenida Alvear había zanahorias, chauchas trepando por la baranda, “la mitad era huerta... ahora no porque a mi hija no le gusta, pero esa lechuga está bien, ¿no?” Antes, este balcón era el más alto de la zona.

–Hace 50 años que estoy acá, y todas esas casas que ves ahí no estaban. Estaba nada más el hotel ahí, al lado. Enfrente veía la calle Posadas, veía los árboles de la calle Posadas, y todo el río hasta el club de pescadores. Todo esto no existía. Allá estaba el Italpark y se veían desde acá todas las luces, no sabés lo que eran, la vista que tenía. Si yo vine a vivir acá por la vista. De noche, se iluminaba todo. Parecía un collar de estrellas. Imaginate el cambio.

Pero en 90 años vos te fuiste adapatando a los cambios.

–Sí, me adapté siempre mucho.

No hay lugar para la melancolía, el lamento. Todo cuanto se despliega en las palabras de Ides pareciera ser narración, todo alegría de ver el mundo transformarse y estar en medio, como esos cuadros de felicidades exquisitas. Si se buscara una moraleja en sus relatos, seguramente tendría que ver más con atesorar experiencias que con lamentarlas.

–Yo creo que me casé porque todas se casaban, nomás. Yo decía: “No debiera haberme casado”.

Por que?

–Porque notaba esa falta de libertad que te da un compañero, por mucho que te comprenda. Yo siempre era de levantarme e irme a mi lugar de trabajo, y de no salir. Por ejemplo, de noche era muy raro que yo saliera, a menos que fuera una cosa muy especial. Me acostaba temprano y me levantaba temprano, tenía que pintar. Eso únicamente me hacía pensar que no debía haberme casado, porque casarte te corta ese tipo de libertades.

Y como conociste a tu marido? Por que ademas, el era militar, no se dedicaba al arte.

–Bueno, a él lo conocí, a ver cómo... en la casa de unas amigas. Vivía cerca de casa, lo conocía de chico, así, del barrio, y después en la casa de unas amigas que yo no frecuentaba nunca, la que más iba era mi hermana. Yo estaba muy entregada a lo mío. Pero un día fui y lo conocí. Después lo veía muy poco, primero estaban la pintura, mi trabajo, mi estudio, y si tenía tiempo iba al cine con él, y para acompañar a mi hermana, porque entonces no se podía salir sola. Andá a acompañar a Tití, decía mi madre, y yo iba. Si ella conseguía otra amiga, yo no iba, fijate vos. Muy encerrada con mis cosas yo. Después me casé y seguí pintando. Pero claro, las cosas eran diferentes entonces, se podía. Yo alquilaba una casa chiquita pero muy cómoda, él no era un hombre rico, pero mis padres me ayudaban. Y cuando nacieron mis hijas fue igual.

Con el tiempo, Ides y su marido se separaron; él siguió con su carrera y ella pintando, viajando a Europa como cuando tomó el barco para estudiar con André Lothe (“murió poco después, era muy buen maestro”) durante un verano (“sola fui, porque si iba con una amiga ya sabía, tenés que acompañar un poco, ir acá, allá, donde quiera la otra persona, y yo lo único que quería era estudiar”).

–Mi ex marido ahora tiene una novia, nos vimos el otro día en mi exposición. Me saluda, la saludo a ella. Se la presenté a un amigo: “Mirá, ésta es la novia de mi ex marido”.

Que moderna.

–El la quiere mucho, están bien.

A Ides eso de ocultar o disimular la edad nunca le interesó. Cuando fue su primera exposición, a los 83, le preguntaron si quería o no revelarla. “Y pensé: si no digo cuántos tengo, me van a ver y van a andar pensando andá a saber cuántos tendrá, ¿será verdad?, y así. Entonces dije la verdad y listo. Total, ¿qué ganaba?” Por eso hace unos días pudo darse el gusto de inaugurar una exposición con la excusa de cumplir los 90. Delicias de los años.

–En el grupo de amigas de mi madre estaba la madre de Borges, Leonor Acevedo. La veía cada tanto. Una de las últimas veces que fui a visitarla, ella tenía 80 y tantos años. Y me acuerdo que pensé: qué viejita es... ¡y ahora tengo 90!

De niña, allá, en el campo, en el mundo de las maravillas y los colores rabiosos, inesperados, supo tener un ciervo como mascota. ¿De dónde había salido, cómo había llegado al monte? Misterio, responsabilidad de su padre. Lo adoraba Ides. “Iba, lo abrazaba, así, me colgaba, era hermoso y buenísimo ese animal.” Desde que tiene memoria, y todavía hoy, prefiere el rigor del suelo a las dulzuras de las camas.

–Me acostumbré por el campo, sabés, a dormir sobre la gramilla. ¿Dormiste alguna vez así? Es hermoso. Cuando vivía en el Chaco, imaginate vos. Ahí llueve poco, pero cuando llovía se formaba como un laguito. A mí me encantaba tirarme en ese laguito. Mi madre me decía, cuando me veía en el piso, “pero andate al dormitorio, ¿cómo te vas a quedar a dormir ahí?” –y aunque intente replicar un gesto de severidad la risa, otra vez, siempre, Ides, la risa puede más–. Era bohemia, bohemia, bohemia... ¿sabés lo que era yo? Me encantaba... esa libertad, ¿sabés?

Te sigue gustando ver la puesta del sol?

–Sí.

Soledad Vallejos
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