lunes, 18 de mayo de 2009

La prima

La semana pasada un jurado integrado por Juan Ignacio Boido, Juan Forn, Rodrigo Fresán, Alan Pauls, Sandra Russo, Guillermo Saccommano y Juan Sasturain dió a conocer la obra ganadora del Premio Nueva Novela Página/12. La autora de Las Primas resultó ser Aurora Venturini, una mujer de 85 años, licenciada en psicología, viuda del historiador Fermín Chávez, amiga de Eva Perón, exiliada durante la Revolución Libertadora, compañera de parranda de la troupe existencialista de Sartre, Camus y Simone de Beauvoir, autora de mas de treinta libros, incluidas novelas emparentadas con Las Primas y trabajos críticos sobre poetas como Lautreamont, y una larga lista de premios en la Argentina y en el extranjero. Pero lo mas sorprendente es, sobre todo, la singularidad de su estilo, cargado a la vez de humor negro y candor. En esta entrevista, ella misma recorre su vida, y habla del libro que será publicado proximamente por Página/12 en las próximas semanas.

La primera conversación fue por teléfono:

–¿Aurora Venturini?
–Sí, señorita.

–¿Usted se presentó con el seudónimo Beatriz Poltrinari al concurso Nueva Novela de Página/12?
–Sí, señorita, me presenté con Las primas.

–¿Sabe que está entre las 10 finalistas?
–No. ¡Ay! Sería muy importante que esta novela ganara. ¿Sabe por qué? Porque Las primas soy yo.

Silencio. La voz ronca de esta mujer de 85 años, autora de una novela inquietante, amenazaba ahora con algo más, una declaración. Las primas ya había traído bastantes problemas, el jurado lo resume bien: “Novela única, extrema, de una originalidad desconcertante, que obliga al lector a hacerse muchas de las preguntas que los libros suelen ignorar o mantener cuidadosamente en silencio”.

Ahora, la misma que había engendrado la voz de la protagonista, Yuna –esa candorosa presentadora de un espectáculo sórdido, sobreviviente del error, visitadora de la demencia que se aturde y pierde el hilo ante los signos de puntuación y por eso los evita en cuanto puede– trataba de agregar otra pieza a su perturbadora construcción. ¿No era bastante ya con la voz de Yuna y su fragilidad ante la gramática, dolor por la sintaxis, voz hambrienta que intenta superar su debilidad mental buscando palabras en el diccionario para completar sus frases?

Un brutal y excesivo gesto de honestidad impulsa a la protagonista a consignar la fuente (el diccionario) cada vez que pone una palabra que no usó antes. Desmesurada y otra vez cándida respuesta a las discusiones últimas sobre el plagio, la intertextualidad y otras apropiaciones.

Y ahora, Aurora Venturini se apropiaba de la famosa falsa frase de Flaubert. El abogado del escritor lo había salvado argumentando que el narrador de la obra acusada de inmoral no suscribía la conducta irregular de su protagonista, dramatizaba un problema social, las palabras de Bovary eran de ella, Flaubert era el autor de una transcripción. “Madame Bovary soy yo”, la declaración teatral que pretende un rapto de soberbia, de hartazgo y de definición de literatura en tiempos de modernidad, aparecía de nuevo, ahora por teléfono, para justificar el valor de un premio literario. ¿Para quién era muy importante que ganara Las primas? ¿Para la autora? ¿Para la literatura? Por fin, la voz ronca continuó:

–Las primas soy yo, señorita, es mi familia. Nosotros no éramos normales. En casa todas mis hermanas eran retardadas... Y yo también.

La idiotez, divino tesoro

La segunda conversación puede esperar. La tercera no. Fue en su departamento de La Plata. Lo primero que señaló fue el aparador donde ya estaba instalada la escultura de Adolfo Nigro y también un cheque de fantasía, de esos gigantes que se dan en los concursos, hipérbole de los 30.000 pesos que se ganó. Ambos trofeos recién llegados a un elenco de vetustos triunfos: el Pirandello de oro de Sicilia, medallas, placas, distinciones locales, premios municipales, recuerdos de la SADE, el premio iniciación que le dio Borges en 1948 por su libro El solitario, honoríficas menciones, el título de la Facultad de Humanidades de La Plata que consiga que está recibida en Filosofía y Ciencias de la Educación.

En la pared de enfrente, una biblioteca. Cada cinco o seis libros ajenos uno es de su autoría. Hadas, brujas y señoritas; Nosotros, los Caserta; Pogrom del cabecita negra; Las Marías de los Toldos; Jovita la osa; Lamentación mayor; Alma y Sebastián y más.

De pronto, sobre todo después de haber leído Las primas, un deseo incontrolable de ser impertinente. Decirle allí mismo: Aurora, ¿por qué tantas ediciones de cabotaje? ¿Por qué ninguna novela en alguna editorial importante? –Porque no me gusta pedir. Y mucho menos, que me digan que no.

Ibamos a estar mejor en el escritorio, ofreció amable, entonces seguimos adelante por la casa que amenaza constantemente con patios internos, con luces verdes que vienen de los toldos, retratos de ella joven, retratos de Eva, de Fermín Chavez, su esposo, que pobrecito, murió hace poco. Ya estamos ubicadas. Entran cómodamente dos personas que siempre son su secretaria y ella. “Yo escribo dos o tres hojas y después se lo leo a Marta”. Marta Darhanpé Baliño dice que cuatro ojos ven más que dos, pero que igual, con Las primas, no tuvo que corregir nada porque Aurora esta vez eligió las palabras justas. Y cuando dice eso mira mecánicamente hacia la máquina de escribir. Ahí está la culpable del aspecto anticuado, los espacios corridos, el liquid paper, atributos misteriosos con los que la novela se presentó al concurso.

¿La escribió acá?
–Sí. Siempre escribo acá. O si no, en la otra que está allá en el patio. Igual, es la primera vez que escribo una novela completamente a máquina. Hasta ahora había escrito llenando cuadernos y cuadernos, borrando y tachando, reescribiendo varias veces. En cambio a ésta la hice de un tirón. ¿Computadora? No. No quiero nada de eso acá. Les tengo temor. Soy medievalista. Algo adentro habita en las máquinas. ¿Vos creés en Dios? Tenés que creer, nena. ¿Porque así la vida es más fácil, porque te vas a hacer más buena? No. Tenés que creer, porque es. Nunca usé computadora. Yo compré tres y las regalé. Vino un señor a enseñarme. Pero no entendí nada. No es mi idioma. Ya no.

¿Hace mucho que escribió Las primas? ¿La había presentado a otro concurso?
–¿Mucho? No. Está fresquita. La empecé cuando Marta vino con el recorte de Página/12. Ella me dijo: “Acá tenés un concurso importante, es ideal para tu novela”. Y ahí entonces la empecé. La terminé dos días antes de entregarla. La mandamos con un remis. Tardé un poco más de dos meses. ¿Cómo la voy a presentar a otro concurso? No. Es una novela tan virgen como mi tía Nené.

¿Existe tía Nené?
–¿Cómo no va a existir? Vos leíste la novela. Todos los personajes que están en la novela existieron.

Hábleme de su familia.
–Mi padre tenía seis caballos. Era un gran jugador. Acá en La Plata es raro que los hombres no sean jugadores. Tenemos el hipódromo, que es muy importante. Y papá se vino abajo jugando. Perdió todo y se fue. Mamá se quedó con nosotras, que no éramos gran cosa. Ella, pobrecita, era maestra. Se vino abajo la casa, todo se vino abajo. Tuvo muchos hijos y muchos murieron. En aquella época ella creyó que salvaba lo mejor.

Siguiendo lo que dice en la novela, se diría que no tuvo una buena relación con sus padres.
–Mi familia era radical. Mi papá me echó de casa, me expulsó de todo cuando supo que yo estaba con el peronismo. El nos había dejado y volvió un día solamente para eso. Después volvió a irse. No sé dónde ni cuándo murió. A mi madre tampoco la vi morir. Yo estaba de viaje. Yo no lloro. Nunca he llorado a nadie.

¿Qué hizo cuando su padre la echó de casa?
–No. Para ese momento ya era universitaria y además tenía mi departamentito, ese que aparece en Las primas, que me había comprado en Miraflores frente al bosque. Mejor para mí. Yo quería irme. Además, tenía unos ochocientos novios. No era ninguna santa. Me parecía una estupidez la virginidad, yo era como las chicas de ahora. Es que en la facultad éramos muy pocas... Igual, con los compañeros de la facultad nunca tuve nada. Nos portábamos muy bien ahí adentro.

¿Cómo se le ocurrió escribir una novela con párrafos enteros sin signos de puntuación?
–Porque estoy loca. Si pongo el signo se me va la idea.

Eso le pasa a Yuna, el personaje, no a usted...
–También me pasaba a mí. Es cierto eso que digo ahí de que yo no sabía la hora, tenía horror a los relojes, me espantaban.

¿Dónde está el límite? Tal vez ésa sea una de las preguntas incómodas a las que el jurado hacía referencia. Habla Yuna parece, y si no es, habla alguien que escribe todo el tiempo, incluso mientras habla. Da esa sensación cada vez que se refiere a la novela o a su familia. Aquí está la materia de su ficción: la infancia hostil, la deformidad, la locura, el desamor filial, una clase acomodada que la pone incómoda. Hay que leer Nosotros, los Caserta o Alma y Sebastián, por ejemplo, para saber que todos los fantasmas vuelven. Que la gramática también es un fantasma. Donde antes había una deficiencia mental, hay una niña prodigio, donde una prima ejercía la prostitución, ahora se ha instalado un abuelo que rescata a la más bella de los Venturini y se la lleva a Italia a que se rehabilite, a ver si se puede sacar algo sano de tanto infierno. Si hay que creer, con la torpeza que aporta lo literal, que Las primas es ella, de un momento a otro tendrá que hacer su entrada Petra, tal vez una de los más atractivos personajes de esa novela. La traicionera, la falsa vengadora del género, la carroña, la enana prostituta que se gana la vida con el sesoral. Pero Petra no aparece. Los personajes y las palabras van de un libro a otro y ya están también en el próximo que piensa escribir. “Las primas soy yo” parece una definición, parentesco literario y no precisión autobiográfica: eso que llama broncar y escribir durante 8 horas por día durante tantos años.

No hay dudas, la última pregunta tuvo un tono desafiante. Fue más impertinente que la primera, la de la edición de los libros. Aurora por suerte, hace una concesión, me temo que por única vez, y me dice en un susurro:

–Fijate cómo ponés que yo digo de que en casa éramos todos retardados. Tengo algunas hermanas que viven todavía y que no piensan como yo.

La muchacha peronista

¿Cómo fue que se hizo peronista?
–Por hartazgo. Me harté de la platería, de los chismes, de esto está bien y esto está mal. Hay que hacer así para que no se diga que hiciste asá. Mirá, mi tía Nené por ejemplo, te agarraba la muñeca. A ver, mostrame la tuya. Bueno, ¿ves? a vos te habría dicho: “Ay, qué linda, tenés una muñeca bien chiquita. Eso significa que tus antepasados no han tenido que yugar para ganarse el pan, no han trabajado. Querida, pertenecés a una casta superior a la que no pertenece la gente que tiene la muñeca regordeta”. ¿A vos te parece tener que escuchar esas pavadas? Por eso me hice peronista. Además siempre me gustaron los pobres.

¿Cómo conoció a Eva Perón?
–Yo trabajaba en Minoridad. En esa época estaba Mercante de gobernador. Llamé a la señora de Mercante, a quien yo le hacía los discursos –sí, yo escribí discursos para otros y escribí hasta poemas para señoras ricas que querían sentirse poetas, qué querés, hay que vivir– y le pedí que me presentara a Eva, que yo quería trabajar con ella. Teníamos la misma edad. Ella tendría 85 si viviera. Qué lástima. Tan bella era, tenía un cutis increíble, yo la quería mucho a esa mujer. Nos hicimos muy amigas e hicimos mucha obra. Soy amiga de las Duarte también. Todo lo que dicen de las muchachas no es cierto. Las Duarte fueron: Elisa de Arrieta, que era contadora y trabajaba en el correo, después venía Blanca, que era maestra, Juancito, que no era lo que dicen (qué bien bailaba), la que sigue es Erminda que con Evita, que venía un año después, parecían mellizas. Evita se le escapó a la madre. Cuando se vino a Buenos Aires se vino sin que supiera. Se quería morir la vieja.

¿Qué hacía usted en el Instituto de Minoridad?
–Yo era asesora en el Instituto de Psicología y Reeducación del Menor. A los sobresalientes, los sacábamos y los mandábamos a la escuela. Evita es la que me permitió eso. De ahí salieron maestras, abogados. Médicos ninguno, no sé por qué. Lo malo era que los chicos no tenían que decir que eran de Minoridad, tenían que inventar que vivían en una pensión. Eso era tremendo y Evita no pudo con eso, estaba muy enojada por eso.

¿Cuál era entonces para usted el mejor recurso para integrar a los chicos?
–El cariño. Había chicos que habían matado. Comía con ellos, charlábamos de cosas. Y los viernes, los dejaba salir. Nunca me falló ninguno. Porque sabían que era verdad lo que les decía: “Si no venís el lunes, yo pierdo todo”. Si se enteraban de lo que hacía, me mataban. Ellos siempre me cuidaron. Había maestras, preceptores, médicos. Si alguien llegaba a tocar a un chico, yo lo dejaba cesante enseguida. Evita me ayudó mucho con esto. Los chicos ahí tenían una familia y sobre todo, comían bien. Hasta los médicos comían ahí con ellos.

La secretaria se inquieta. Sabe que Aurora puede decir cosas mucho más interesantes, conoce muchas anécdotas que nadie sabe y que seguramente a ella le ha contado hasta el cansancio. “Contá la de los dientes”, dice Marta desde la otra habitación. Y entonces Aurora empieza:

–Ah, sí. Estábamos en la Fundación. Si hay algo que Evita no podía ver era gente sin dientes. Enseguida les decía: “Che, vos tenés mal el comedor, te faltan sillas”. Una vez, estábamos ahí, y se aparece un viejo de acá de La Plata, le faltaban casi todos los dientes. Evita en cuanto lo ve, inmediatamente lo manda a arreglarse la boca. En la Fundación había de todo, mecánicos, dentistas, así que enseguida el viejo tuvo su dentadura nueva. Pasaron unos meses que no lo veíamos y entonces yo le dije a Evita: “Lo voy a ir a ver”. Cuando llego a la casa, me sonríe y veo que está igual que antes. “¿Cómo es posible que siga sin dientes, hombre?”, le digo, “¿qué pasó con la dentadura?”. Y entonces me señala con el dedo la pared. ¿Vos podés creer? El tipo los tenía colgados de recuerdo. ¡Los había enmarcado!

¿Cuál es la escena que sigue recordando cuando se acuerda de Eva?
–Me quedaba con ella hasta la noche. Pobrecita, no daba más y seguía. Fue una gran mujer. ¿Me vas a preguntar por Perón después? De él no puedo decir nada ni nunca diré nada. Cuando estaba muy enferma yo me acostaba al lado de ella. Y siempre lo mismo: Aurorita, contame un cuento verde. Soy muy buena para los cuentos verdes. (Aquí accede al pedido y luego de ofrecer un menú con chistes verdes criollos, polacos, judíos y franceses opta por el que empieza “iba un padre y sus dos hijos arriba de un burro”.) Y cuando no me pedía que contara un chiste, me decía: Aurora, hablame de Heráclito. Le encantaba que le hablara de Heráclito y el tiempo. Yo le decía: “El tiempo es una entidad, una cosa, metafísica, más allá de la física. Eva, el tiempo no corre, el tiempo está tenso. En cambio nosotros y las cosas nos vamos”. “Ay Aurora –me decía Eva– cómo me gustaría ser heracliana para no irme tan pronto.”

VIOLETTE, JEAN-PAUL, SIMONE Y UNA COPA MAS DE PERNOD

¿Por qué se fue a vivir a París?
–Cuando me fui a París yo volvía de París, de un viaje de placer que hice en barco con unas amigas. Estaba la Libertadura. Me tuve que ir para que no me mataran.

¿Cómo se integró con tanta facilidad?
–¿Cómo no? Los franceses eran muy amables con los argentinos educados que sabíamos hablar francés y que tenían tipo francés.

¿Por qué estudió Psicología y no Literatura?
–Yo no quise Literatura porque eso ya sabía. Quería entrar en las cosas misteriosas. Siempre me gustó el ocultismo. La psicología en parte es eso, ¿o no?

¿Mucha vida loca en París?
–Me atacó la fotofobia porque vivíamos encerrados trabajando en el Instituto de París. Pero sí, mucho descontrol. A la noche salíamos de juerga. Camus, por ejemplo, era un jodón. Natalie, la hija de Sartre, que cargaba con la desgracia de que le mataron a su novio judío, después se casó con Camus, tuvieron una nena. ¡Y el pernod! Aquí la Ley Palacios dijo basta. Pero allá no llegó la Ley Palacios. Tomábamos cantidades, a tal punto que nunca volví a tomar alcohol. Me acuerdo ahora de Juliette Greco con el pelo larguísimo cantando completamente desnuda a pesar del frío. Qué linda era. Éramos gente muy divertida. No hay libro más gracioso que La náusea, ¿o hay?

¿Ud. fue amiga de todos estos monstruos existencialistas?
–No, amiga no. Los conocí. Con la que compartí cuarto es con Violeta (Leduc). Era tremenda, desordenada, muy triste, pobrecita, me perdía las llaves constantemente. Desaparecía días enteros. Vivía su propia obra. La bastarda, por ejemplo, es ella misma, era hija ilegítima, su padre nunca la reconoció. Se había enamorado como loca de un albañil. Desapareció varios días de casa y cuando volvió supe que la habían agarrado entre varios, el albañil y otros más. Creo que fue su fin. Yo me vine para acá porque me dijeron que mi madre estaba enferma y al final no era nada. Cuando volví a París Violeta ya se había muerto. Yo estoy segura de que se suicidó.

¿Simone?
–Simone era una señora. Me acuerdo que tenía un amante norteamericano y que Jean Paul lo sabía. El se quiso casar con ella y ella le dijo que no. Aunque pienso que lo quería. Una vez me dijo: “Jean Paul se conforma con una hoja y un lápiz, no me necesita a mí”. Y era verdad. Yo también soy así. Lo único que quiero son las letras. No he amado a nadie. Con Fermín nos llevábamos bastante bien. Con mi primero marido estuve 30 años casada. Igual que en Las primas, ella nunca siente nada.

Los hombres de Las primas son una porquería...
–Los hombres son una porquería. El macho piensa que la hembra es inferior. Si una mujer es un intelectual, el hombre tiene un erizamiento, por no poder ser como ella. Si no sabe cocinar, peor. No conozco ningún hombre, salvo Fermín, que no haya hablado mal de las mujeres y más de una vez. Si no es machina, es tonta, si no, es fea. No todos son iguales, claro. Fíjese. Los radicales tienen a la mujer en la casa y ellos salen de juerga; los conservadores han tenido empleadas a las que luego las han hecho sus esposas; los socialistas, no se casan.

¿Y los peronistas?
–Ah, no, nosotros tenemos de todo.

LAS MALAS PALABRAS

El teléfono suena constantemente. La secretaria pone horarios para las entrevistas. “Mirá lo que han logrado ustedes, la caja del teléfono no para de sonar. Hasta la semana pasada era una tumba. Amigos y enemigos, llaman por igual. Qué hijos de puta. A mí me gusta Página/12 porque he visto que no tienen ningún problema en decir malas palabras.”

Nos tenemos que despedir. La fotógrafa, que mientras hablábamos le ha sacado infinitas poses, promete volver por más. Ella nos retiene un instante: “¿Ustedes se vieron? No son muy normales. No se crean... Ustedes también son las primas”.

Cambiamos de tema, le decimos que su novela está generando muchas expectativas, que los elogios del jurado fueron muy contundentes. Que una mujer de 85 años se lleve un premio que se llama “nueva novela” es, como mínimo, desconcertante.

¿Que piensa usted que va a pasar cuando la lean?
–Y, yo creo que se van a caer de culo.

Liliana Viola

Cuatro fragmentos de la novela gandora

1

Mi mamá era maestra de puntero de guardapolvo blanco y muy severa, pero enseñaba bien en una escuela suburbana donde concurrían chicos de clase media para abajo y no muy dotados. El mejor era Rubén Fiorlandi, hijo del almacenero. Mi mamá ejercitaba el puntero en la cabeza de aquellos que se hacían los graciosos y los mandaba al rincón con orejas de burro hechas de cartón colorado. Raramente un malportado reincidía. Mi madre opinaba que la letra con sangre entra, en tercer grado la llamaban “la señorita de tercero” pero estaba casada con mi papá que la abandonó y nunca volvió a casa a cumplir obligaciones de pater familia. Ella asumía tareas docentes turno mañana y regresaba a las dos de la tarde. La comida ya estaba hecha porque Rufina, la morochita que oficiaba de ama de casa, muy consecuente sabía cocinar. Yo estaba harta de puchero todos los días. En el fondo cacareaba un gallinero que nos daba de comer y en la quintita brotaban zapallos milagrosamente dorados soles desbarrancados y sumergidos desde alturas celestiales a la tierra, crecían junto a las violetas y raquíticos rosales que nadie cuidaba, ellos insistían en poner la nota perfumada en aquel albañal desgraciado.

Nunca confesé que aprendí a leer la hora en las esferas de los relojes a los 20 años. Esta confesión me avergüenza y me sorprende. Me avergüenza y sorprende por lo que ustedes sabrán de mí después, y vienen a mi memoria muchas preguntas. Especialmente viene a mi memoria la pregunta: ¿qué hora es? Verdad de verdades. Yo no sabía la hora y los relojes me espantaban como el rodar de la silla ortopédica de mi hermana.

Ella, más cretina que yo, sí sabía leer la esfera de los relojes aunque ignorara leer en libros. No éramos comunes, por no decir que no éramos normales.

Rum... rum... rum... murmuraba Betina, mi hermana paseando su desgracia por el jardincillo y los patios de laja. El rum parecía empaparse en las babas de la boba que babeaba. Pobre Betina. Error de la naturaleza. Pobre yo, también error y más aún mi madre que cargaba olvido y monstruos.

Pero todo pasa en este mundo inmundo. Por eso no es lógico afligirse demasiado por nada ni por nadie. A veces pienso que somos un sueño o pesadilla cumplida día a día que en cualquier momento ya no será, ya no aparecerá en la pantalla del alma para atormentarnos.

(...)

2

Y así fuimos cumpliendo años, pero yo asistía a clase de dibujo y pintura que el profesor de Bellas Artes opinó que sería una plástica importante a causa de que por ser medio loquita dibujaría y pintaría como los extravagantes plásticos de los últimos tiempos.

El profesor me dijo: Yuna –así me llaman– tus cuadros son dignos de integrar una exposición. Hasta puede ser que alguno se venda.

Me alborozó tal alegría que salté sobre el profesor con todo el cuerpo y quedé adherida al cuerpo del profesor con los cuatro miembros: pies y piernas, y nos caímos juntos.

El profesor dijo que yo era muy bonita, que cuando creciéramos íbamos a noviar y que me enseñaría cosas tan bonitas como dibujar y pintar pero que no divulgara nuestro proyecto que en realidad era sólo su proyecto y yo supuse que se trataría de exposiciones más importantes y entonces volvía a saltarlo y lo besé. Y él también, con un beso de color azul que me repercutió en lugares que no nombro porque no estaría bien. Y entonces busqué una tela grande y sin dibujar pinté en rojo dos bocas presionadas, enganchadas, unidas, inseparables, cantarinas y dos ojos arriba, azules, de los que desmayaban lágrimas de cristal. El profesor, de rodillas, besó el cuadro y ahí se quedó, en la sombra. Y yo volví a casa.

Conté a mamá de la exposición y ella que no entendía de arte contestó que esos mamarrachos informes de mis cartones harían reír a los concurrentes pero que si el profesor quería, a ella no el iba ni le venía. Cuando expuse, me compraron dos cuadros. Lástima que uno fue el de los besos. El profesor lo bautizó: “Primer amor”. A mí me pareció bien. Pero no comprendí del todo el significado.

Yuna es una promesa decía el profesor y esto me gustaba tanto que cada vez que lo decía, me quedaba después de hora para saltarle. El nunca me retó. Pero cuando me crecieron las tetitas me dijo que no lo saltara porque el hombre es fuego y la mujer es paja. No entendí. No salté ya.

(...)

3

Carina me rogó que me quedara con ella ese día y esa noche hasta la mañana siguiente porque tenía miedo. Me quedé. Confieso que los seis dedos y la estupidez de ella me asqueaban. Me contó que cuando estaban en la cocina de la casa, que era como ya conté yo a mi vez, grande y solariega, venía el vecino de la otra quinta y empezaban a besarse (me daba cada beso...) y después se desnudaban por la mitad y él la apretaba y ella sabía por qué le dolió la cotorra la primera vez, y le salió mucha sangre, pero no avisó a la madre, que era mi tía Ingrazia. Ahora se daba cuenta de que debió avisarle porque la tía Nené le gritó: “loca embarazada” y que la llevaría a un lugar donde la desembarazarían y además me pidió consejo. Pero yo no le dije nada porque todavía no me ubicaba en el problema. Ella me abrazó.

Cuando llegó Nené a las once del otro día, ya estábamos arregladas y salimos con ella en un coche de aquellos encapotados tirados por un caballito, a las afueras del centro. Bajamos en un barrio pobre. “Infernal”, titularía al próximo cartón mío que ya llevaba dentro como Carina llevaba al bebé, pero dijo Nené que todavía no era un bebé a los 3 meses del pecado original cometido por la sobrina Carina y el vecino de la quinta de al lado, el floricultor, casado y viejo que bien pudo ser padre de la deshonrada Carina y que no había que contar esto a nadie ni siquiera al tío Danielito. Agregó que aunque Danielito era un badulaque por ahí le agarraba la fieraza y sumábamos a esta porquería una tragedia familiar.

Noté que Carina lloraba sin lágrimas y pasaba sus deditos acariciándose la barriga cuando tía Nené dijo “porquería” y me di cuenta de que Carina quería al nene que llevaba adentro y me hizo piel de gallina.

Bajamos sobre el barrial del barrio pobre y de una casa más pobre salió una mujer vieja de batón y delantal secándose las manos, invitándonos a entrar, que ya venía la doctora. Nos sentamos a esperar en un sofá que exhaló polvo porque estaba sin sacudir y yo estornudé, porque el polvo me da alergia.

(...)

4

Para esto, tía Nené se fue caminando y aunque miró varias veces al coche, no la invitamos. Algo susurró con su bocaza desdentada, repito, porque la prótesis se la tiré al inodoro en circunstancias que no repetiré para no cansar a quienes tengan ocasión de leerme y digo repitiendo “a quienes tengan ocasión de leerme”, y paciencia al mismo tiempo, porque yo misma me oigo, y si la palabra escrita es tan fatigantemente bobalicona como la hablada por mí hacia adentro, quien termine esta melopea absurda me maldecirá por el tiempo que le hice perder sin poder negar que no pudo dejarme a un lado porque encontró entre mis estúpidas amarguras de amor y muerte una de las vividas por sí mismo, o sí misma, si se trata de una dama.


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