lunes, 18 de mayo de 2009

“Yo apuesto a la inteligencia del autista”

“Cuando nos enfrentamos a un niño autista tenemos que apostar a su inteligencia”, sostiene Laurent Mottron, quien desde hace más de 20 años investiga el tema en el Hospital Rivière des Prairies de Montreal, Canadá, que fundó y dirige. Sus investigaciones sobre percepción, memoria e inteligencia en el autismo lo condujeron a un nuevo enfoque. Sostiene que los niños autistas poseen habilidades especiales, que la familia y el entorno deben fomentar. “Lo que nos interesa es convencer a la familia y a los maestros de que se puede intentar lograr el nivel de adaptación más fino, desarrollar sus potenciales”, sostiene Mottron. El destacado especialista visitó la Argentina, donde dictó una serie de conferencias.

–¿Cuál es el enfoque de sus estudios sobre el autismo infantil?

–La mayoría de mis trabajos se refiere al procesamiento de la información en el autismo. Lo hacemos a través de la observación de sus conductas en lo visual, lo auditivo, lo verbal y también lo no verbal, como por ejemplo la discriminación de sonidos o las dimensiones físicas del espacio y objetos que rodean a la persona. Otra manera de ver cómo procesan la información es a través de las interacciones sociales, como el reconocimiento de rostros y voces familiares, y la relación con sus pares. Esto último es de interés especial porque el autismo suele ser definido como una dificultad primaria en el procesamiento de la información social. Sin embargo, desde hace 20 años, la mayoría de mis trabajos están dirigidos a demostrar que el autismo no es un problema primario en el procesamiento de la información social, sino que su conducta social es el resultado de un modo distinto de procesar la información.

–¿De qué modo la conducta social puede derivar del procesamiento de la información?

–Nuestras primeras investigaciones mostraron que los autistas funcionan de manera diferente en varias áreas cognitivas no sociales. Teniendo en cuenta que los seres humanos somos seres sociales, las pequeñas diferencias que pueda haber en el procesamiento se hacen muy visibles en la interacción social. Lo que encontramos es que esta diferencia en el procesamiento va generando una cadena, y lo que uno ve en el comportamiento social es un efecto –subraya Mottron– de esta cadena. Así como, por ejemplo, en la diabetes existe un gen que altera el primer funcionamiento y lo que uno ve como resultado, al final de la cadena, es la enfermedad, en el autismo pasa algo similar. La conducta de los autistas es el resultado de las diferencias en el funcionamiento de la cadena, generadas por una forma diferente de procesar la información inicial. Así planteada, mi investigación llegó a un punto complejo, donde tuve que asociarme con otros grupos de investigación para ver los correlatos físicos o neurofisiológicos de los hallazgos en el procesamiento. Estos hallazgos me ayudaron a encontrar conocimientos sobre la base de la inteligencia en general.

–¿Qué entiende por inteligencia?

–Para responder sobre esto, hay que tener muchos recaudos. Considerando que el 75 por ciento de los autistas tiene retraso mental, en la mayoría de las investigaciones científicas que se han hecho sobre autistas de alto funcionamiento se estudiaba el 25 por ciento restante; se consideraba que aquel 75 por ciento era muy difícil de estudiar. Nosotros utilizamos un tipo de test de inteligencia no basado en el lenguaje, el test de Raven, justamente para evaluar a autistas que habían sido considerados con retraso mental según el test de Wechsler: esto nos permitió medir la inteligencia en otras áreas, sin que los resultados sobre el nivel de inteligencia se viesen reducidos por las grandes dificultades verbales que tenían muchos de ellos. Pudimos encontrar que sus habilidades se elevaban, daban muy por encima de lo que hubiéramos pensado. El personaje de la película Mi pie izquierdo no podía escribir con la mano, pero cuando lo hacía con el pie demostraba su real nivel de inteligencia.

–¿Cómo prosiguió la investigación?

–Esos hallazgos están siendo replicados en grupos de autistas puros, es decir, sin otros problemas neurológicos. Los resultados muestran que, cuando se sobrepasan las dificultades verbales, los niveles son más altos en aquellos autistas que no tienen enfermedades neurológicas, los cuales representan el grupo más importante. Es fascinante, porque tratamos de trasladar los resultados de los tests a estudios de resonancia magnética funcional y de encontrar los correlatos de inteligencia en este modo diferente de procesar que tienen. En la elección del modo de medición es muy importante tener en cuenta que son personas; uno no puede ignorar sus particulares formas de procesar o sus destrezas. Desde el punto de vista ético, es importante desarrollar los trabajos sobre inteligencia tomando en cuenta que las personas no pueden ser jerarquizadas en base a un prototipo. Por mi parte traté de estudiar, en los distintos subgrupos de autistas, cómo era su inteligencia. Dejando de lado por un momento al grupo de autistas con enfermedades neurológicas, hay otra proporción, sin compromiso neurológico, en quienes evaluamos su forma diferente de funcionar.

–¿Cómo es, de acuerdo con estas investigaciones, su propuesta de trabajo?

–Cuando nos enfrentamos a un niño autista tenemos que apostar a su inteligencia. Al observar las conductas repetitivas y las grandes dificultades para comunicarse que tiene un niño autista de dos a cuatro años, uno tiene que tener en cuenta que, sin embargo, puede estar realizando un procesamiento lateral. Mientras demuestra una conducta que parece meramente repetitiva, puede estar atendiendo a un cuento que se les presente: pero no nos pueden demostrar ese procesamiento. Y su forma de jugar puede parecer totalmente diferente de la de los niños típicos: no parece interesarse en lo novedoso, lo cual es habitual en los niños, sino en las formas de utilizar cada objeto. Por ejemplo, si a un chico que no es autista le damos una varilla, puede quebrarla, pegarnos con ella, esconderla en algún lugar. El chico autista, si está interesado, por ejemplo, en lo que da vueltas, la hará girar, y de este modo va a filtrar su visión: clasificará las posibles formas de dar vueltas en distintas maneras y hará girar todos los objetos que pueda, también esa varilla. Un chico típico también puede estar interesado en esas cosas, pero jugará en una perspectiva más social; hará girar el objeto para que uno lo mire. Las formas de jugar son diferentes en el sentido que los autistas eligen primero una dimensión determinada de juego y éste es otro modo de aprender. El chico autista utiliza categorizaciones o perspectivas que señalan otro modo de procesar. Será exitoso en procesar de esa manera el mundo, en la dimensión en la cual es sistemático.

–¿Cómo es el trabajo con el entorno del niño?

–El trabajo principal es convencer a la familia de que el chico está haciendo efectivamente todo ese trabajo. Lo que nos interesa es convencer a la familia y a los maestros de que se puede intentar lograr el nivel de adaptación más fino, desarrollar sus potenciales; enseñarles que no sirve romper sus formas de ver las cosas sino aprovechar la forma de procesar para llevarlos para adelante.

–¿Cómo es la devolución a la familia?

–Les decimos a los padres que no tienen que asustarse por el hecho de que los chicos autistas no entiendan el modo en que ellos les expresan sus emociones. Es mejor que los abracen lentamente, que no se les tiren encima, y quizá ser menos expresivos, para que de a poco ellos puedan comprender la emoción y acercarse. La mayoría de los padres de un hijo autista, como ven que funciona diferente, terminan dejando de hacer todo lo que harían con un chico típico. Por ejemplo, cuando alguien besa a su hijo, espera que devuelva el abrazo, que sea recíproco. En los niños autistas, cuando son chiquitos, eso no sucede y muchos padres se desalientan porque creen que no tienen emociones, que no sienten. Es similar a lo que pasa cuando uno habla con un sordo y éste no contesta; no es que no sienta, sino que no puede codificar lo que uno le está diciendo. En el caso de los autistas, a ellos les cuesta codificar los modos que tenemos nosotros de expresar las emociones.

–¿Hay rastro orgánico en el autismo?

–Hay consenso en la ciencia en cuanto a que el autismo tiene origen genético. Estas atipicidades genéticas son de dos tipos fundamentalmente que resultan de la misma expresión. En un grupo existe una predisposición familiar; éste no es el grupo más grande; uno en veinte chicos autistas puede tener un hermano o hermana con autismo. Y, a raíz de las mutaciones genéticas, puede suceder también que el autista que uno vea sea el primero en la genealogía familiar. El grupo de autismo primario, sin enfermedad neurológica, tiene un origen genético.

–¿Qué futuras investigaciones tiene previstas?

–El trabajo de los próximos cinco años será sobre los correlatos neurofisiológicos y de neuroimágenes que tiene ese modo diferente de procesar, hallado en los estudios previos. Incorporamos en esto una gran cantidad de colaboradores especializados en autismo, particularmente a personas autistas como investigadores. Esto es porque los autistas tienen un modo de procesar más sistemático y estructurado, por lo cual son buenos científicos. Recientemente se le otorgó un Premio Nobel de Economía a un autista. En matemáticas, dos personas autistas recibieron premios equivalentes al Nobel. En este momento, integran nuestro equipo cuatro personas con distinto grado de autismo; lo que aportan a las investigaciones tiene un valor incalculable. Una de ellas, Michelle Dawson, proviene a su vez de una familia de científicos. Claro que es buena, no simplemente por ser autista, sino que su autismo, combinado con su gran inteligencia, la lleva a procesar la información de una manera que está por fuera de las normas. Ella sola multiplica la producción del laboratorio.

Carolina Duek

La persona con autismo no es "deficitaria"

El célebre investigador canadiense Laurent Mottron, en su visita a la Argentina, criticó fuertemente la caracterización del autismo que sostiene la psiquiatría oficial, tal como la precisa el Manual Diagnóstico de los Desórdenes Mentales (DSM-IV). Esa caracterización sería “normocéntrica”, centrada en una norma prejuiciosa o ideológica, y “defectológica”, al rechazar, como “déficit”, las diferencias con los comportamientos priorizados por una sociedad o grupo de poder. Para Mottron, el autismo no es una enfermedad, sino una manera diferente de procesar la información. Claro que las consecuencias de ese procesamiento diferente merecen ser atendidas, mediante abordajes que resaltan el trabajo con la familia. En Buenos Aires, Mottron tuvo a su cargo la Conferencia Magistral Inaugural del X Congreso Latinoamericano de Neuropsicología,

En los principios de su investigación, Mo-ttron advirtió el hecho de que, en niños diagnosticados como autistas, eran muy distintos los resultados cuando se les aplicaban dos reconocidas pruebas de inteligencia: el Test de Wechsler y el Test de Raven: los autistas medían más bajo en el de Wechsler –cuya evaluación apela sobre todo a la inteligencia verbal– que en el de Raven (ver nota principal). Los chicos no autistas, en cambio, suelen obtener resultados similares en ambas pruebas. La disparidad registrada en los chicos autistas, el hecho de que chicos que rendían bien en un test no lo hicieran en el otro, le sugirió a Mottron la idea de que su procesamiento cognitivo fuese, no ya deficitario, sino distinto del de los no autistas.

Un paso siguiente fue sistematizar, en autistas, una serie de funciones cognitivas que se desarrollan mejor que en los no autistas. Por de pronto, personas autistas son capaces de hacer cálculos matemáticos con increíble rapidez. También, suelen ser mejores para la categorización y discriminación de los tonos auditivos –por ejemplo, distinguir un la de un la bemol o de otro un sonido a menor distancia tonal–. También pueden ser mucho más veloces que los no autistas para discernir palabras en las “ensaladas de letras”. Si se les presenta una figura humana descompuesta en los rasgos que la conforman, son más rápidos que los no autistas para recomponerla.

Los autistas también suelen ser mejores en la “memoria semántica”, que permite adquirir conceptos nuevos; y en ellos esta memoria es menos susceptible a las falsas memorias introducidas por elementos distractores. Un ejemplo clásico en el estudio de estas falsas memorias es el de la joven de, supongamos, 15 años, a quien se le pregunta qué vestido tenía puesto cuando cumplió 10: ella no se acuerda; veinte días después, un familiar cercano (a requerimiento del investigador) le dice a la chica, como por casualidad, que aquella vez tenía puesto tal o cual vestido; veinte días después, el investigador vuelve a interrogarla y, ahora, ella “recuerda” que tenía puesto el vestido aquel. Bien, los autistas son menos susceptibles a las falsas memorias.

En esta fase de su investigación, Mottron ya planteaba la necesidad de diferenciar claramente el autismo del retraso mental. Hay autistas con retraso mental, como hay personas no autistas con retardo mental. Pero el autismo y el retraso con cosas distintas; y Mottron desarrolló su teoría a partir del trabajo con personas autistas de alto rendimiento intelectual. Por lo demás, suele suceder que personas con autismo y sin retardo mental no sean (afortunadamente) catalogadas como autistas, sino, a lo sumo, como tipos un poco raros.

A esa altura de su trabajo, Mottron pasó a enfrentarse decididamente con las definiciones de autismo que él denomina “normocéntricas” o “defectológicas”. Así considera las que ofrece el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Desórdenes Mentales (DSM-IV), publicado por la Asociación de Psiquiatras de Estados Unidos y tomado como referencia por la psiquiatría oficial en el mundo. Para el DSM-IV –criticó Mottron en Buenos Aires–, tratándose de personas diagnosticadas como autistas, “si un comportamiento no está presente, quiere decir que es ‘deficitario’; si un comportamiento sólo está presente en ellas, quiere decir que ‘está en lugar de otros comportamientos, socialmente aceptables’”.

En cambio, de acuerdo con Mottron, los altos rendimientos encontrados en personas autistas, al igual que sus innegables dificultades en el lazo social, obedecen a que sus modalidades de aprendizaje siguen estrategias diferentes; procesan la información de manera distinta. En especial, su estrategia de aprendizaje apela a la repetición: hacen lecturas repetidas de cada fenómeno a fin de obtener las reglas que lo rigen.

En rigor, también para la población no autista se han señalado diversos estilos en el procesamiento de la información: por ejemplo, estudios de resonancia magnética señalaron diferencias, registrables por mapeo cerebral, entre estilos predominantes en hombres y en mujeres. En un orden similar se ha señalado la existencia de “inteligencias múltiples”, de las cuales una u otra puede predominar en cada persona. En el caso del autismo, la diferencia con el resto de la población iría más allá de los estilos, para constituirse como una variante cognitiva. Así lo plantea Mottron, para quien, así, el autismo no es, en sí mismo y centralmente, una patología, sin perjuicio de que sus consecuencias deban ser atendidas mediante abordajes que incluyen la orientación a la familia.

Esa diferencia cognitiva sería lo que puede hacer imposible, para el autista, la función del que se ha denominado “cerebro social”: la capacidad para inferir el estado mental del interlocutor. Las personas no autistas –sin reparar en ello y con mayor o menor eficacia–, disciernen si su interlocutor está alegre o está furioso, si escucha o si sólo quiere irse; habitualmente, en cualquier diálogo, cada interlocutor se está formulando hipótesis sobre los contenidos mentales del otro. La falta de esta función en la persona autista suele percibirse como distanciamiento afectivo.

La hipótesis de Mottron, con todo lo que tiene de polémico, se ubica en la corriente que predomina ampliamente entre los investigadores del autismo: reconocerle una base biológica, de origen genético y con compromiso cerebral. Estudios con resonancia magnética funcional han mostrado, en las personas autistas, patrones de actividad cerebral diferentes de las no autistas. Admitiendo estos principios, la hipótesis de Mottron es que esas diferencias deben entenderse como variantes, no como patologías. En cambio, por ejemplo, otra respetada corriente, en la que se ubica el investigador francés Simon Baron-Cohen, refiere el autismo a alteraciones del “cerebro social”, que en sí mismas considera patológicas.

Pedro Lipcovich, con asesoramiento de Aldo Ferreres, director de la Carrera Interdisciplinaria de Especialización en Neuropsicología Clínica de la Facultad de Psicología de la UBA.

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