lunes, 25 de mayo de 2009

Por qué los monstruos son tan bellos?

Hace 192 años, una escritora adolescente llamada Mary Shelley –amiga de Lord Byron y esposa de Percy Selley– decidió visitar a su amigo poeta, que en ese momento vivía en la Villa Diodati, en Suiza. Extrañamente, en el hemisferio norte no hubo verano. El volcán Tambora estaba en erupción y vomitaba lava de manera incesante y, para colmo, no existía la televisión. Byron, buen anfitrión, se dedicó a entretener a sus huéspedes leyéndoles historias de fantasmas. Luego, motivado por la lectura, desafió al matrimonio y a su médico personal a escribir una historia de terror. Dicen que así fue como nació en la joven escritora el germen de Frankenstein. La obra se publicó en 1818, cuando la autora tenía apenas 19 años y estaba lejos de imaginar que la aparición del cine, mucho tiempo después, inmortalizaría a su personaje como el monstruo de tamaño descomunal y andar rígido, con la cabeza unida a su cuerpo por un grosero tornillo que hoy conocemos todos. Se cree que Mary pudo haberse inspirado en los trabajos del doctor escocés James Lind, que estudiaba los efectos de la electricidad sobre animales y que, en una suerte de show científico, hizo saltar ante el rey Jorge III a un grupo de ranas muertas como si estuvieran vivas, colocando electrodos en el nervio correspondiente.

Mary escribió la que se considera la primera obra moderna de ciencia ficción, pero hizo más que eso: nos regaló un monstruo moderno, hijo del interés por la investigación científica y de la incipiente sociedad industrial. Es decir, creó un monstruo a la medida de los tiempos que corrían, concibiendo una criatura que alcanzaba la vida a partir de la muerte. El libro de Shelley se llamó “Frankenstein o el moderno Prometeo”. El siniestro doctor Frankenstein era equiparado así con el Titán de la mitología griega que tuvo la osadía de robarles el fuego a los dioses para dárselo a los mortales. Es posible que el desarrollo científico, al acercar la posibilidad de generar vida en un laboratorio, haya mantenido vigente al monstruo que la gente bautizó con el nombre de su creador, aunque en el libro original sólo se alude a él como “la criatura”. Lo cierto es que el director cinematográfico Guillermo del Toro filmará una nueva versión de la historia del monstruo más mimado por el cine. La razón de su vigencia no puede buscarse sólo en el talento de Shelley. Frankenstein actualiza la necesidad ancestral de crear monstruos. Ulises venció a las sirenas tapándose los oídos con cera para evitar la seducción de su canto. Sin embargo, como lo demuestra la vigencia de Frankenstein, a lo largo de la historia las criaturas monstruosas ganaron la batalla. Por alguna misteriosa razón, los monstruos son, sencillamente, irresistibles.

El aviso. En su “Diccionario ilustrado de los monstruos”, Massimo Izzi incluye “ángeles, diablos, ogros, dragones, sirenas y otras criaturas del imaginario”. La categoría es muy abarcadora, pero no se aleja de la definición de la palabra. Según el diccionario de la Real Academia Española (RAE), la primera acepción de “monstruo” es “producción contra el orden regular de la naturaleza”. En su segunda acepción, resulta también un ser fantástico que asusta. La etimología del vocablo es curiosa, proviene del latín: “monstrum” (prodigio), palabra que a su vez deriva del verbo “monere”, que significa “advertir” y “avisar”. “Para los antiguos –puede leerse en elcastellano.org–, la aparición de cualquier cosa diferente, extraordinaria, que pareciera violar las leyes de la naturaleza, era un aviso, una advertencia de los dioses a los hombres”.

En todas las culturas existen seres monstruosos. Muchos de ellos son una suerte de collage de diversos animales. Los “monsok” del islamismo tienen apariencia humana y orejas de elefante. Las sirenas poseen cuerpo de mujer y cola de pez. En Japón existen seres similares llamados “mu jima” que cuentan con pelos en el cuerpo. Los centauros tienen cabeza de hombre y cuerpo de caballo. El propio Frankenstein, monstruo moderno, es también una criatura de desecho cuya unidad resulta ser obra del bricollage científico. La construcción de monstruos parece guiarse por la gramática del “patchwork”: juntar lo diverso para lograr la unidad. Incluso, los monstruos “reales”, los “fenómenos” que en otro tiempo se exhibieron en las ferias, participan de esta estética del rejunte: un jorobado como Quasimodo es un hombre al que la naturaleza, por error, le ha puesto una montaña en la espalda; una mujer barbuda, un ser femenino con una característica masculina; un enano, alguien que conserva en su estatura la naturaleza del niño. A John Merrik, cuya vida David Lynch llevó al cine, lo bautizaron “el hombre elefante” por las deformidades de su cara y él mismo atribuyó su mal –síndrome de Proteus, según se estableció después– a que su madre, mientras estaba embarazada de él, había sido atacada por un elefante en una feria.

En todas las culturas, sin excepción, existen seres en los que se mezclan naturalezas diferentes. ¿Sobre qué nos advierten? ¿De qué forma cumplen con la función que marca la etimología de la palabra “monstruo”? Seguramente, nos dan aviso de que nuestra propia naturaleza es múltiple, de que estamos habitados por diversidad de emociones, impulsos, sentimientos, pensamientos oscuros que se ocultan tras la apariencia más inofensiva, de que la animalidad acecha en lo humano. Pero, como los sueños, lo que nos repugna aparece de manera cifrada, como para que nuestra propia monstruosidad nos resulte soportable.

Horror liliputiense. Lobos que hablan y degluten niñas de caperuza roja y abuelitas inocentes; brujas que secuestran niños y los ceban para comérselos; gigantes temibles, ogros malvados, madrastras malignas que ofrecen manzanas envenenadas. Existe un amplio repertorio de monstruos tradicionales destinados a la infancia que todavía hoy despiertan el recelo de quienes suponen que para hablar con los más chicos es preciso usar el diminutivo a ultranza hasta achicarles la realidad. Sin embargo, la propia realidad parece ir en contra de este intento de resguardarlos de la angustia literaria. El género que más les gusta a los pequeños en edad escolar es el terror. Otro tanto sucede con las películas. Según parece, a los niños les gusta sentir miedo. El famoso psicoanalista infantil Bruno Bettelheim, autor de “Psicoanálisis de los cuentos de hadas”, explicó claramente el fenómeno: “Las ansiedades innominadas son mucho más amenazadoras que algo a lo que podemos dar nombre y forma, cualquier cosa que sabemos o creemos saber es más reconfortante que lo desconocido”.

La explicación de Bettelheim no sólo es válida para los niños. También los adultos precisamos de los seres horrorosos para darles rostro a nuestros propios horrores interiores, y a veces para excluir simbólicamente lo monstruoso de nuestro ser. Afirmar, por ejemplo, que Hitler fue un monstruo, es afirmar que rompió el orden regular de la naturaleza humana cuando, en realidad, no hizo sino encarnar plenamente su aspecto más oscuro. Los monstruos son espejos de nuestra peor mitad, espejos que necesitamos imperiosamente porque –al fin, todos tenemos algo de vampiros– en ellos jamás nos vemos reflejados.

Mónica López Ocón
Revista Noticias / © Copyright 1999-2008 All rights reserved

No hay comentarios:

Publicar un comentario