lunes, 18 de mayo de 2009

El té de excelencia es sinónimo de Darjeeling

El imponente Himalaya apareció de la nada. La Suzuki Maruti atravesaba las llanuras húmedas de Bengala Occidental, mientras palmeras y nubes oscurecían las colinas que se acercaban. Al rato, tomamos un camino que subía en tirabuzón entre bosques de cipreses y bambúes. El taxi resollaba con el esfuerzo de las cuestas, y el chofer tocaba bocina para alertar de nuestra presencia a los vehículos que no se veían; una mala maniobra, el mínimo descuido e íbamos a parar al precipicio, cientos de metros abajo, en cuestión de segundos.

Durante una hora o más, mientras ascendíamos, todo lo que se veía era selva, árboles y plantas trepadoras a ambos lados de la camioneta, y cada tanto algún pueblito rompía la monotonía. Finalmente, a casi 1200 metros , el follaje se abrió y tuvimos un paisaje más amplio. Desde el borde del camino, las colinas bajaban y subían, cubiertas de arbustos que parecían las escamas del lomo de un dragón durmiendo. Se divisaban pequeños puntos marchando entre los arbustos y por los senderos de tierra que zigzagueaban las colinas: era la peonada arrancando hojas de las Camellia sinensis , las plantas del té Darjeeling.

Volar hasta un remoto rincón de la India y hacer frente al largo viaje por el Himalaya parece un esfuerzo demasiado grande como para tomar una buena taza de té, pero el té Darjeeling no es sólo bueno, es el mejor del mundo, el más cotizado en los remates de Calcuta y Shanghai, y el que pone en funcionamiento las glándulas salivares de los amantes del té desde Londres hasta Manhattan.

En realidad, Darjeeling es sinónimo de té negro de excelente calidad, por eso algunos que no son conocedores se dan cuenta de que no es una bebida, sino muchas: son 87 plantaciones de té que operan en el distrito de Darjeeling, una región extensa que comprende varias ciudades (incluyendo su homónima) en un confín montañoso de la India que se encuentra entre Nepal y Bután, no lejos del Tíbet, que está al Norte.

Cada una tiene su propia metodología para cultivar el té, y en un gesto de acercamiento hacia los consumidores entendidos y aventureros, algunas destinaron cabañas para hospedaje, mientras que otras aceptan visitas en el día de turistas ávidos de aprender el proceso de producción, comparar estilos y mejorar sus paladares.

Sin embargo, un viaje como éste requiere cierto grado de fortaleza, como descubrí cuando me disponía a abrir camino entre una plantación y otra en marzo último, durante la primera cosecha, que dicen que es cuando se producen las hojas más sabrosas y cotizadas. No eran sólo los caminos, rutas del terror que aparecen a diario en los noticieros por las caídas fatales, lo que hacía que el viaje fuera un desafío. Eran los egos.

Los hombres que administran las plantaciones son miembros de la realeza, y lo saben. Cuando se visitan sus dominios, se está a su disposición, y no es a la inversa. Por momentos, esto puede resultar frustrante; por otros, deliciosamente frustrante.

Tuve esta última sensación en Makaibari, una plantación ubicada justo al sur de la ciudad de Kurseong, a 1380 m sobre el nivel del mar. Fundada por G. C. Banerjee en la década de 1840, durante la primera gran ola de cultivo de té en la región, a cargo del bisnieto de Banerjee Swaraj, más conocido como el Rajá. El Rajá es una leyenda de Darjeeling: ha hecho indudablemente mucho más por el té Darjeeling que ningún otro en el distrito. En 1988, convirtió la finca en orgánica; cuatro años después era totalmente biodinámica, la primera en el mundo. Hoy produce la infusión más cara de Darjeeling, un "moscatel" que se vendió a 50.000 rupias el kilo (unos 555 dólares el medio kilo) en una subasta pública en Pekín el año último. Su logo, una flor de cinco pétalos que se parece a la parte inferior de la flor del té , no se ve a menudo en las góndolas de los almacenes, pero sí encontramos sus hojas en cajas con las marcas Tazo y Whole Foods.

Después de registrarme en una de las seis cabañas modestas que él construyó para el turismo, me dirigí a la fábrica Makaibari, subí las escaleras de madera hasta la oficina de Banerjee y me senté del otro lado del escritorio del enérgico patricio de cabello cano, maxilar anguloso, sin barba ni bigote, y cejas negras arqueadas en permanente ironía. Fumando un cigarrillo prestado me preguntó qué esperaba encontrar en Makaibari.

"Bueno, me gustaría ver cómo se hace el té", respondí mientras llegaba el aroma de las hojas preparadas en la sala de degustación contigua.

"¡Ja, ja! Vino al lugar equivocado -declaró Banerjee con una sonrisa socarrona-. ¡Este es el sitio para ver cómo se disfruta del té!"

Después me sirvió una taza: un té de color fuerte, pero de sabor suave, con un tenue dulzor frutado. Se suponía que era la primera de muchas tazas perfectas.

Disfrutar del té en Makaibari era un asunto complicado, que comenzaba antes de la hora a la que habitualmente me despertaba. A las 7.30, todas las mañanas, golpeaban a la puerta de mi cabaña y el señor Lama, conserje con aspecto de abuelo, me ofrecía una taza de bed tea (té para la cama) recién hecho y caliente.

En el desayuno, en la vidriada sala de reunión, más té, y después me dirigía a la fábrica. De un lado del camino estaban las escamas verdes del dragón; del otro, las banderas de oración de color rojo, blanco, amarillo y azul de un monasterio budista ondeando en la brisa del Himalaya. Algunos chicos con uniforme que iban a la escuela nos gritaban hello, mientras sus padres, muchos de ellos empleados de Makaibari, juntaban las palmas extendidas, se inclinaban y en un tono más bajo nos decían Namasté.

En las oficinas de Makaibari me sirvieron una taza de té mientras esperaba la llegada de Banerjee. Era con él, no con algún gerente de Relaciones Públicas, que planearía mis días. A veces aparecía temprano; otras, tarde, pero la oficina estaba llena de recuerdos para entretenerse: retratos del abuelo y bisabuelo; certificados que anunciaban nuevos precios récord; una tabla con el vocabulario de la degustación del té, y una pequeña planta de té que ocultaba dos "devas del té", insectos que imitan con el cuerpo la forma y el color de las hojas de té.

Después de hacer su entrada, a veces montado en su caballo negro azabache, pero siempre vestido con un traje safari de tiro alto que él mismo diseñó, Banerjee daba charlas sobre temas diversos, desde las teorías de agricultura biodinámica de Rudolf Steiner hasta la caída de la Atlántida y su juventud en Carnaby Street, en Londres.

Finalmente, fuimos a la sala de degustación, donde Banerjee inspeccionó la producción del día. No había sacos de té, eran hojas enteras, extraídas de la parte más alta de la planta que tenían el rótulo SFTGFOP (super-fine tippy goleen flowery orange pekoe); en la clasificación internacional significa "yemas doradas, calidad excepcional, cosecha extraordinaria". Antes, un asistente había pesado dos gramos de varios lotes, los había dejado en agua hirviendo durante cinco minutos, y colado en tazones de cerámica blancos.

Al igual que con el vino, la degustación del té no es un proceso sencillo. Banerjee primero inspeccionó el color y el aroma de las hojas de la infusión y luego probó un trago de cada tazón. Después fue mi turno.

"Pruebe esos dos -me ordenó el primer día- y dígame cuál prefiere."

Hice como me indicó. Los dos tenían el típico aroma floral de los primeros Darjeelings, pero el segundo tenía un gusto más fuerte y astringente. Le comenté mi parecer.

"Bah -dijo-. Ese sólo tiene unos toques de durazno. El primero tiene sabor a durazno y es mucho más complejo. ¡Es muy superior!"

Me sonrojé, tenía mucho que aprender. Y para los días siguientes estudié. Primero, seguí a los recolectores de té -la mayoría eran mujeres nepalíes- hacia las plantaciones, donde pasan toda la mañana y la tarde trepando las pendientes como cabras, con canastas de bambú sobre la espalda. En la fábrica, enormes máquinas de acero convertían la cosecha en té bebible mediante el método ortodoxo. Después de 16 a 20 horas de secado para quitar toda la humedad, las hojas frescas pasan a rodillos que las enrollan y les dan la forma que en una época sólo se lograba a mano. Luego viene la fermentación, cuando el té desarrolla su sabor y se convierte en una variedad de té a medio fermentar o un té negro fermentado. Más tarde el té se quema, hornea, para detener el proceso de fermentación, y las hojas se clasifican, se envuelven y envían a la sala de degustación para que Banerjee dé el visto bueno.

Después de unos días de estudiar el té, de recorrer los cientos de hectáreas de campos y de devorar platos vegetarianos de comida casera en Makaibari, era hora de seguir mi camino.

Un día, poco antes de regresar, en una conexión lenta a Internet recibí un mail de una amiga de Nueva York. Me decía si podía llevarle algunas hojas de té de la primera cosecha.

"Es para un querido amigo -aclaraba-. Se está muriendo, y hace 60 años que se fue de la India, pero sigue soñando con el té."

Compré una caja de madera con hojas de la primera cosecha del té Makaibari y se lo envíe. Unas semanas después me reenvió el mail de agradecimiento que había escrito su amigo de 97 años: "Fue tan preciado que lo compartí con el Monasterio Namgyal de Ithaca, Nueva York. El pequeño cofre de té ahora yace a los pies del Buda del monasterio".

Las ceremonias de los fieles en los lagos Finger, pensé: un final adecuado para esta pequeña caja de hojas fragantes. Ante lo cual me inclino y digo Namasté.

Matt Gross
Traducción: Andrea Arko
The New York Times / Copyright 2007 SA LA NACION | Todos los derechos reservados

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