lunes, 25 de mayo de 2009

Expiación: Miente, memoria.

Cuando Ian McEwan publicó Expiación (2002), la crítica la alabó prácticamente con unanimidad: el autor más oscuro de la celebrada generación inglesa de los ’80 (Rushdie, Ishiguro, Amis, Barnes) finalmente había publicado una novela sutil, compleja y de largo aliento que intentaba y conseguía insertarse en la tradición de Jane Austen y Virginia Woolf. Ahora, ese relato sobre una niña que expía durante toda una vida artística un error fatal de su infancia llega a los cines con bombas, premios y platillos. ¿En qué se diferencian una de otra?

Cuando los primos de Briony ensayan –es decir, arruinan– su obra, ella lamenta no haber recibido a su hermano con un relato escrito (“esa forma de telepatía, sin intermediarios entre ella y el lector, sin presiones de tiempo ni recursos limitados”). Y si bien Ian McEwan no hizo de Expiación una obrita de teatro sino una obra maestra, la novela sí fue representada por intermedio de Christopher Hampton como guionista y Joe Wright (que debutó con Orgullo y prejuicio) como director. El resultado, nos adelantamos un poco, es digno, pese al simplón “Deseo y pecado” que le adjuntaron al título en Argentina. La cuestión es que su llegada al cine –esa teatralización de obras que no son necesariamente de teatro– resignifica aquellas palabras de Briony. Y hace pensar a la vez qué cosas se mantuvieron y cuáles no en el puente que va desde las páginas impresas a la pantalla grande. “Es un trabajo de demolición. Se trata de reducir una novela de 130.000 palabras a un guión de 20.000”, dijo el propio McEwan, quien aparece en los créditos como productor ejecutivo. Diferencias entre película y novela que, para bien o para mal, son irremediables.

1. Si hablamos del valor de la novela y la película en las carreras de McEwan y Joe Wright, habría que destacar el éxito de ventas, la madurez artística y todo eso. Claro que un detalle malicioso los distingue: si bien la crítica toda la consideró su mejor obra y la revista Time la nombró mejor novela de 2002, McEwan no ganó el Booker Prize (salió finalista), cosa que sí había logrado con Amsterdam (1998), una novela muy inferior. Al joven y disléxico director, en cambio, Expiación ya le valió el Globo de Oro a la Mejor Película (devaluado sí, pero qué importa) y siete nominaciones al Oscar.

2. El libro larga con Briony, una nena que escribe cuentitos insulsos y que prepara su primera obra de teatro para recibir a su hermano. Muchas ganas de escribir; pero, niña al fin, poco material. Todo cambia a partir de una serie de escenas ambiguamente eróticas (para ella más violentas que eróticas) que espía sin entender, y denuncia generando un vuelco irreversible en la vida de su familia. Ese error de hablar de más es el que ella se pasará la vida expiando a través de su escritura. La novela de McEwan –una novela sobre el arte de la novela– mostraba así la transformación radical de Briony: lo que podríamos llamar el nacimiento de una conciencia literaria, de la distancia entre los hechos y nuestra percepción de ellos, y la ficción que nace de ese desplazamiento. Eso es lo que no se aprovecha en la película. Arranca con una nena (Saoirse Ronan) quien, a juzgar por la seriedad y destreza con que tipea en su máquina Corona, ya desde el vamos no parece necesitar ningún episodio traumático para escribir en serio. Como consecuencia, las escenas eróticas (la ambigüedad entre sexo y violencia no está del todo respetada) pierden fuerza y el personaje de Briony Tallis resulta menos rico que el de la novela. Los episodios de “deseo y pecado” pueden estar impecablemente filmados, pero justamente por eso la expiación pierde protagonismo.

3. No hubo lugar en la película para las referencias eruditas a Samuel Richardson, Auden, Eliot, Keats, Petrarca, Jane Austen, Byron y Chaucer. Tampoco aparece la revista literaria que le rechaza a Briony su cuento, recriminándole un tributo excesivo a Virginia Woolf. Podríamos decir que el film cambia literatura por música. Y ahí está para demostrarlo su espléndida banda sonora, con composiciones originales de Dario Marianelli (quien también se llevó un Globo de Oro), el piano clásico de Jean-Ives Thibaudet y precisas utilizaciones de “Claro de luna”, de Debussy, de la hermosa “O soave fanciulla, o dolce viso”, a cargo del tenor sueco Jussi Björling y de “There’ll be blue birds over”, entre otras.

4. La versión en celuloide hace su gran aporte estético: el final de algunas escenas continúa, a veces metafóricamente y otras no tanto, con el principio de la que le sigue. ¿Ejemplos? Una escena termina con una abeja y la siguiente empieza con una flor; otra termina con Cecilia (Keira Knightley) sumergiéndose en el agua y la siguiente empieza con Robbie (James McAvoy) sacando la cabeza del fondo de la bañadera. No había enlaces de ese tipo en los capítulos del libro.

5. Hay un tema con la forma de hablar y decir las cosas. En primer lugar, los interesantísimos devaneos mentales que Briony tenía de chica sobre temas como la conciencia y la identidad, en el film se transforman en una pregunta tonta que le hace a Cecilia: “¿Cómo creés que se sienta ser otra persona?”. Por otro lado, en la gran escena de la biblioteca, cuando los protagonistas van a los bifes, McEwan tensaba al máximo sus dotes literarias para hacerles decir a Robbie y luego a Cecilia, “las dos sencillas palabras que ni el arte malo ni la mala fe pueden abaratar del todo”. En la película, en cambio, ese rodeo se convierte en un altisonante y –sí– barato “te amo”. Hay que reconocer que la película se retracta de esa torpeza verbal cuando Briony decide hablarle a Lola de la carta de Robbie (“En sueños beso tu concha, tu dulce y húmeda concha”) con otra pregunta original del guión, esta vez más afortunada: “¿Cuál es la peor palabra que podrías imaginarte?”.

6. La película establece una jerarquía muy marcada entre los personajes que no son protagonistas. Así, la importancia de Lola –Juno Temple con su erotismo púber parece remordernos la conciencia por no haber visto antes un guiño a Nabokov–, queda muy por arriba de personajes que en el libro estaban a su altura, como su futuro marido Paul Marshall y la autoritaria Betty, cuyo malhumor era, en la novela, uno de los motores de la trama: la fuga de los gemelos, que ahora pasa a ser responsabilidad exclusiva de Lola.

Algo similar sucede con los objetos: cosas que en el libro eran fundamentales, como el jarrón de los Tallis, cotizadísima pieza de disputa en una de las equívocas escenas que espía Briony, pierden importancia en la película. En la novela, cuando Robbie se equivoca de carta, la versión formal quedaba en la Anatomía de Gray, Sección de esplacnología, página 1546, figura 1236: la vagina, mientras que en la pantalla grande no se llega a notar de qué la va el libraco, y otra vez ese hiato es llenado con una música estremecedora. A la inversa, la película sí se detiene en un broche de Cecilia con forma de estrella y, sobre todo, en la máquina de escribir cuyas invisibles y rítmicas pulsaciones, junto a la música, constituyen lo mejor de su atmósfera.

7. El final es lo que más separa al libro de esta versión no muy libre. Años después del episodio que detona todo, los familiares le hacen un homenaje a una Briony septuagenaria y ya consagrada autora, representando por fin aquella inefable obra de teatro, en un final ya clásico. En la película, todo se reduce a una entrevista en TV, de la cual vemos el montaje. Y genera mucha curiosidad pensar cómo hubiera quedado un cierre más fiel. Pero, justamente, en ese final alternativo, más que un meter mano, hay un “acto final de amabilidad”. El respetuoso gesto de una película buena pero consciente de que con los libros inigualables hay cosas que, como la obra de teatro de Briony, siempre quedan en el tintero. Sin representar.

Juan Pablo Bertazza
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