lunes, 18 de mayo de 2009

El hombre que se sentía responsable

El 12 de septiembre de 1933 un físico húngaro andaba perdido por el barrio londinense de Bloomsbury. Hacía pocos meses que había llegado a Gran Bretaña y probablemente ignoraba que tenía por vecinos a gente como Keynes y Virginia Woolf. Metido en sus propios pensamientos, el físico se detuvo en el semáforo de la avenida de Southampton. Estaba enojado porque acababa de leer un artículo del Times donde sir Ernest Rutherford aseguraba que era un disparate pensar en controlar la energía atómica. Como la bronca a veces suele ser estimulante, en el breve lapso que demoró el semáforo en cambiar de rojo a verde se le ocurrió una idea revolucionaria, que permitía manejar una reacción nuclear en cadena.

Esta anécdota quizá pudiera servir para una campaña de educación vial (“el semáforo no sólo salva vidas, también ayuda a pensar”) de no ser porque desde ese momento el físico de marras cargó con un fuerte sentimiento de culpa, que no lo abandonaría hasta el fin de sus días. Se sentía responsable de haber liberado el poder del átomo, del cual proviene la energía con la cual este diario se imprime, pero también Hiroshima y Nagasaki, Chernobyl, los misiles intercontinentales y hasta las guerras preventivas para salvarnos de la proliferación nuclear.

El hombre se llamaba Léo Szilàrd: el mismo que fue socio de Einstein en el negocio de los electrodomésticos y un día obtuvo el premio Einstein por su trayectoria científica. El poder nuclear y una culpa quizá más imaginaria que real lo persiguieron durante toda su vida.

Al año siguiente de aquel momento creativo en el semáforo, Szilàrd ya había patentado el procedimiento para realizar una reacción en cadena controlada. En 1936 sintió miedo, cuando se acordó de El mundo en libertad (1914), una novela de H.G. Wells que ya hablaba de bombas atómicas. Era un extraño caso de fecundación cruzada entre física y literatura, porque Wells a su vez se había inspirado en las conferencias del físico sir Frederick Soddy.

Pensando en que el procedimiento podría caer en manos de Hitler, Szilàrd se lo entregó al Almirantazgo británico para que lo mantuviera en secreto; más tarde hasta pidió que lo desestimaran. Sin embargo, cuando supo que los físicos alemanes estaban trabajando en la misma dirección volvió a preocuparse, se fue a los Estados Unidos y llegó a compartir con Fermi la primera patente de un reactor nuclear.

La heladera de Einstein

Se cuenta que las charlas de sobremesa del Laboratorio de Los Alamos, cuando Enrico Fermi aún estaba al frente de los proyectos de tecnología nuclear, eran más estimulantes que muchos papers. En 1947, cuando todo el mundo andaba hablando de los “platos voladores”, los científicos se enfrascaron en un debate sobre la existencia de vida extraterrestre. Se dice que Fermi, enojado, dio un golpe sobre la mesa y exclamó: “Si existen, tuvieron millones de años para descubrirnos... Entonces, ¿por qué no están entre nosotros?” A lo cual Szilàrd, con una rapidez envidiable, le respondió: “Están aquí. Pero se hacen pasar por húngaros...”

Szilàrd (1898-1964) era uno más en ese grupo de alienígenas que incluía a Gabor, von Neumann, Teller, Wigner, Kemeny, Koestler y algunos otros, todos nacidos en el radio céntrico de Budapest y expulsados por el colapso del Imperio Austro-húngaro. Era hijo de un exitoso ingeniero civil judío de Budapest. Las inevitables expectativas familiares lo empujaron a estudiar ingeniería, hasta el momento en que la caída del socialista Bela Kun y el ascenso del fascista Horty lo pusieron en la mira de los estudiantes antisemitas. Léo optó por irse a seguir estudiando en Berlín. Pero cuando ya se estaba aburriendo de la ingeniería descubrió los cursos que daba Albert Einstein en la universidad y se pasó a la física.

Genial en sus intuiciones, Szilàrd nunca fue demasiado productivo en la teoría. Produjo apenas una tesis sobre termodinámica y tres trabajos sobre otros temas: uno de ellos sobre el “demonio de Maxwell”, que casi prefiguraba la teoría de la información.

Lo más importante que hizo fueron patentes de invención, es decir tecnología. Patentó un acelerador de partículas (1928), un ciclotrón (1929), un microscopio electrónico (1931) y una bomba electromagnética, que luego sería usada en el proyecto Manhattan. Muchos años más tarde, cuando le diagnosticaron un cáncer de vejiga, diseñó para sí mismo una terapia radiactiva, y se curó.

Su invento menos exitoso y a la vez el que uno menos esperaría encontrar es la patente de una heladera eléctrica registrada a nombre de Szilàrd y Eistein. Cuesta imaginarse a un Einstein diseñando heladeras, contra todos los estereotipos. Pero el hecho es que cuando Szilàrd estaba haciendo su tesis y trabajaba como ayudante de von Laue, se acercó al maestro con algunas objeciones. Einstein las encontró atinadas, y ambos se hicieron amigos. Hasta pensaron en ganarse unos marcos (en una época en que la inflación devoraba sus sueldos) trabajando juntos en ciencia aplicada. Inventaron tres sistemas distintos de refrigeración. Einstein, que gozaba de experiencia burocrática por haber trabajado en la oficina de patentes, logró registrarlos y hasta venderlos a la industria.

Todavía no se usaba el gas freón, y los refrigeradores de esa época trabajaban con gases tóxicos. Las fallas mecánicas provocaban peligrosos escapes que habían matado a más de un usuario. Einstein y Szilàrd se propusieron desarrollar sistemas que no tuviesen partes móviles e hicieron tres: por difusión, absorción y electromagnetismo. AEG y Electrolux compraron las patentes, pero tardaron en decidirse a ponerlas en práctica, y pronto la evolución de la tecnología las dejó atrás.

El fugitivo

Quienes lo conocieron decían que Szilàrd tenía una increíble capacidad para anticiparse a los acontecimientos políticos. Al parecer, había previsto antes que nadie la Primera Guerra Mundial y el ascenso del nazismo. Aún no hacía dos meses que Hitler había sido nombrado Canciller, cuando intuyó lo peor. Abandonó Alemania con apenas un bolso y sus ahorros escondidos en las medias, justo a tiempo para eludir los primeros controles fronterizos. Desde entonces, tomó por costumbre tener las valijas siempre listas. A veces se vio obligado a usarlas, y otras las usó por precaución.

Como ya sabemos, su primer destino fue Londres. Trabajando en Oxford, estudió las reacciones en cadena, sin que por el momento lograra convencer a Bohr y Fermi de que la energía atómica podía ser utilizable.

Para 1938, previendo el próximo estallido de la guerra, se marchó a Estados Unidos. En Columbia volvió a encontrarse con Fermi, que también había recalado en Estados Unidos, y comenzaron a investigar las posibilidades del uranio 235 como combustible para la fisión. Seguían con preocupación los avances alemanes, que luego resultaron mal orientados, aunque en ese momento era difícil saberlo. Sin poder convencer a Fermi, quien paradójicamente iba a ser el cerebro del proyecto Manhattan, el 2 de agosto de 1939 Szilàrd redactó una carta que firmaron él, Einstein, Eugene Wigner y Edward Teller. Allí le advertían a Roosevelt del peligro de que los alemanes (que acababan de crear un centro militar de investigación para la energía nuclear) lo hicieran primero.

Al principio, Szilàrd pensó que Hitler atacaría Bélgica para quedarse con el uranio del Congo. Junto a Einstein redactó un informe para el rey de Bélgica, que no obtuvo respuesta. Entonces el economista Alexander Sachs, que era amigo personal de Roosevelt, se ofreció para hacérselo llegar al presidente. Roosevelt recibió el informe cuando Hitler ya había invadido Polonia, y optó por asignarles a Szilàrd, Wigner y Teller unos modestos 6000 dólares para gastos de investigación. Con esos fondos, descubrieron que los alemanes seguían un camino equivocado, porque el grafito usado para absorber neutrones debía ser de alta pureza.

Los dos refugiados europeos no gozaban todavía de la confianza de las autoridades. Un informe de Inteligencia militar de 1940 decía que Fermi sin duda era fascista, y había dejado Italia sólo porque su esposa era judía. En cuanto a Szilàrd, el informe insinuaba que era pro-nazi. En consecuencia, ninguno de los dos resultaba “recomendable para trabajos secretos”.

Ignorando todo esto, Fermi se proponía publicar su trabajo sobre el grafito, pero Szilàrd se opuso. Los militares, que aman la censura, le hicieron caso por una vez. Pero paradójicamente, fue precisamente esta censura lo que puso al Kremlin sobre la pista atómica. Cuando el físico ruso Georgui Flerov se encontró con que no había ninguna bibliografía estadounidense sobre el uranio, sospechó algo raro y le mandó una carta a Stalin.

De Manhattan a Hiroshima

El etólogo Konrad Lorenz decía que Szilàrd era una de las personas más inteligentes que había conocido. Para el gran Schrödinger, “sus observaciones eran siempre profundas y originales”. ¿Por qué entonces Szilàrd, que siempre estuvo cerca del Olimpo de físicos húngaros, nunca tuvo un papel protagónico? Quizá su personalidad tuviera algo que ver.

Otro físico (Victor Weisskopf) lo definió alguna vez como “un zángano intelectual”, porque era capaz de fecundar los proyectos de otros pero no de llevarlos a cabo.

Cuando era chico inventaba juegos y miraba a otros jugarlos. Luego fue un adolescente “holgazán” y un adulto capaz de ganarse amigos y perderlos enseguida. Quizás él hubiera tenido que estar en el lugar de Fermi, pero a la hora de nombrar un responsable del proyecto Manhattan, lo descartaron por su incapacidad para dirigir un grupo.

Enrolado a pesar de todo en el proyecto, su estilo informal y errático despertó los odios del general Leslie Groves, quien lo despreciaba como “hombre de discreción dudosa e incierta lealtad”. Hasta se tomó el trabajo de pedirle al Secretario de Defensa que lo echara como “extranjero enemigo”, pero el ministro se negó a firmar el despido.

Szilàrd creía que la bomba A debía ser usada como disuasivo y cuando se enteró de que la iban a tirar se desesperó. Mandó una carta que Roosevelt no llegó a leer, e intentó entrevistarse con Truman. Acertaba al pronosticar una carrera armamentista entre Estados Unidos y la Unión Soviética, pero su propuesta era bastante delirante (pedirles a los japoneses que evacuaran una ciudad para hacer una demostración con la Bomba). A Szilàrd le parecía tan atinada que en tiempos de la guerra fría volvió a insistir con un plan de “ciudades hermanas”, eventuales víctimas de un empate nuclear.

Cuando las bombas cayeron sobre Japón, Szilàrd se sintió un criminal de guerra y pidió custodia policial. Estaba convencido de que una guerra nuclear con la Unión Soviética era inminente y pensaba irse a México. En 1946 convocó a un comité de físicos que propuso dispersar la población lejos de los objetivos nucleares. En 1951 se casó con Trude Weiss, una médica que había conocido en Alemania veinte años antes. Al otro día sintió que había perdido su libertad y pensó seriamente en divorciarse, pero le duró poco.

Cuando estalló la crisis de los misiles soviéticos en Cuba tomó sus 15 maletas y voló a Ginebra, donde se presentó al director del CERN como “el primer refugiado de la Tercera Guerra Mundial”. Para 1961, un periodista escribió que “la Bomba le ha dado un único propósito: tratar de desmantelar la era de terror que ayudó a crear”.

Mas incómodo que inocuo

Los servicios de Inteligencia y el general tenían algo de razón en desconfiar del húngaro, que se volvió incómodo cuando, con la llegada del macartismo, creó un fondo para ayudar a los científicos despedidos por motivos políticos, participó de las conferencias Pugwash y se volvió un militante antinuclear.

En 1960, alentado por la tibieza del deshielo soviético, pidió y obtuvo una entrevista con Nikita Jruschev. Después de dos horas de charla, salió diciendo que había encontrado “un alma gemela”. De hecho, la benevolencia de los rusos se debía a que acababa de estallarles una planta de plutonio. En cuanto reanudaron la producción de la bomba H, gracias al futuro disidente Sajarov, se desinteresaron por las propuestas de paz y cuando Szilàrd fue a Moscú ni lo atendieron. Y sin embargo, el húngaro había sembrado una semillita que ayudó a salvarnos a todos: la “línea roja” de teléfono entre la Casa Blanca y el Kremlin.

Szilàrd había abandonado la física desde 1947 para dedicarse a la biología molecular. En este campo sus contribuciones no fueron nada despreciables, y se dio el lujo de sugerirle alguna idea a Monod. Tuvo tiempo hasta de escribir algunos notables cuentos de ciencia ficción.

Fue por su iniciativa que se creó el Instituto Salk en La Jolla, California, donde trabajó hasta su muerte.

Entre sus convocatorias pacifistas hubo un movimiento de “Científicos por la Paz”, que Szilàrd fundó convencido de que los científicos son “más inteligentes, y moralmente más íntegros y desinteresados” que el resto de la gente. Lo primero es casi una redundancia, pero lo segundo era una ingenuidad. Claro que en su caso, si a esas dos condiciones le añadíamos un toque de excentricidad, la cosa podía llegar a andar.

Pablo Capanna
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