lunes, 18 de mayo de 2009

La última Navidad de Angelina Jolie

Me llamo Joe Carter, soy detective privado. Y tengo una historia de Navidad para contar. Ella entró en mi oficina y cerró la puerta. Era Angelina Jolie. No diré que podría llevarme a la locura, a dejar de beber, de fumar o de drogarme, pero estaba entre mis predilectas. Se sentó y puso sus largas piernas sobre mi escritorio. Era verano. No usaba medias. Dijo: “Oye, eres detective privado, ¿no?”. Asentí. Siguió: “¿Sólo resuelves casos o matas si te lo piden?”. Me serví un buen trago de JB. No le serví a ella. “Si me lo piden, no. Si me pagan buen dinero, sí.” “Te pagaré bien.” “Cuánto.” “He dicho que te pagaré bien. Mi palabra deberá bastarte.” “¿Qué necesitas?, Jolie.” “Puedes decirme Angelina.” “¿Qué necesitas?, Angelina.” “Oye, entró un nuevo jefe en Miramax. Cambió todos los planes. Se iba a hacer Macbeth. Yo sería Lady Macbeth. Hasta un bruto como tú sabe lo que ese papel significa para una actriz.” “Y el nuevo jefe suspendió el proyecto.” “Peor.” Dio un puñetazo sobre el escritorio. Mi JB voló por los aires y el vaso estalló contra una pared. “Se lo dio a Meryl Streep. ¡Siempre, Meryl Streep, mierda! ¡Siempre Meryl Streep, carajo! ¿Hasta cuándo Meryl Streep?” “No mataré a la señora Streep, Angelina.” “¿No ves? Hasta un pobre tipo como tú la admira. Un detective de poca monta que ha de ir al cine dos veces por año.” “No pierdas el tiempo insultándome, Angelina. Además, te equivocas, sabes. Soy un borracho, un drogón y un asqueroso perdedor. Pero voy al cine con frecuencia.” “A él tienes que borrarlo de este mundo. Se llama Irving Wasserman.” “Te haré una rebaja por tratarse de un judío. Si fuera un islámico, te salía gratis.” “Imbécil, ¿cómo podría ser presidente de Miramax un islámico?” “Tú espera y verás.” “Irving, Wasserman, esta noche, da una fiesta de Navidad para todo el Estudio. Les ha pedido a sus lameculos que se vistan de Santa. Puedes aprovechar la ocasión para matarlo. Ponte un traje de Santa y te metes entre los empleados. Busca su despacho y haces tu trabajo.” “Necesito un adelanto para el traje de Santa, Angelina. Están caros esta Navidad.” “No seas piojoso. Págatelo tú. Hazte responsable de los gastos de tu negocio.” No me gustó eso. Odio a los avaros. ¿Y si ella fuera una? ¿Y si en lugar de Jolie se llamara Jolinsky? Aparté esa horrible idea de mi cabeza. Se levantó y caminó hasta la puerta. Caray, he visto traseros, pero el de Angelina le es al culo lo que la Gioconda le es al rostro. Espero que lo hayan entendido pues me he esforzado en explicarlo. Cerró la puerta y se fue. Dios, qué mujer. Me dejó la sangre hecha un fuego. Pese a ello, sólo una vez me masturbé.

Llegué a los Estudios de Wasserman al anochecer. Era un perfecto Santa Claus con una Luger ajustada a la cintura. Entré sin problemas. Todos estaban vestidos de Santa, bebían y reían y bailaban. Subí hasta la oficina de Irving Wasserman. Golpeé tres veces la puerta. Preguntó quién era. “Santa Claus”, dije. “Pero el verdadero, señor Wasserman. Y traigo un regalo para usted.” Oí una carcajada. “Mira que eres jodón, Charlie.” Perfecto, me confundía con alguien. Abriría la puerta. Lo hizo. También él estaba vestido de Santa. Lo empujé, violentamente, hacia adentro y cerré la puerta. “¿Qué mierda...?” empezó a decir. “¿Por qué no le das el papel de Lady Macbeth a Angelina Jolie, hijo de perra?”. “No tengo nada que explicarte a ti.” Saqué la Luger. “Será mejor que lo hagas.” “Oye, idiota: Angelina es demasiado bella para el papel. Demasiado joven. Ya le conseguiré algo con glamour en alguna comedia tonta. Meryl, en cambio, tiene la densidad, el espesor, y la maldad de Lady Macbeth. Por si fuera poco, es una gran actriz, zopenco. Hasta un bruto como tú debería saberlo. El papel será para ella.” “Y esto es para ti”, dije. Le pegué tres tiros. La barba de Santa Claus se le manchó de sangre. Cayó de espaldas sobre su escritorio y una réplica del Obelisco de Washington que allí, de buen americano que era, tenía, lo traspasó y asomó en medio de su corazón. Hubo un chorro de sangre que casi llega hasta el techo. Pobre hombre. Murió, al menos, como un patriota. Porque, si me lo preguntan, sospecho que el Obelisco de nuestra venerable Capital será el próximo blanco de esos terroristas infames, enemigos de nuestra democracia y del estilo de vida americano. Cosas en las que casi creo tanto como en el scotch, las mujeres bellas y la buena marihuana.

Entré en la oficina. Cerré la puerta. “¿Todo bien, Joe Carter?” Era Angelina, más bella que nunca. Si es que algo así era posible. “Sí, señora Jolie.” “Dije que me llamaras Angelina.” “Eso no importa ahora.” “¿Qué es lo que importa?” “Mis honorarios, señora Jolie. Querría cobrarlos. Ese judío de Irving Wasserman está muerto. Usted será Lady Macbeth. Yo quiero mis dólares.” Se me acercó y pasó sus brazos largos alrededor de mi cuello. Era alta. Humedeció sus célebres, carnosos labios con un movimiento imperceptible de su lengua rosada. Los acercó a los míos y me besó. Fue breve pero intenso. Su lengua, inalcanzable para la entera humanidad, jugueteó veloz, fugazmente dentro de mi boca. ¿Era deliberada esa fugacidad? ¿Era parte de su exquisito arte de la seducción? “Te doy esto para que ardas, para que te enciendas locamente imaginando lo que sigue, lo que te espera.” No, esa fugacidad, ese jugueteo veloz eran parte de su naturaleza mezquina, de la cual yo tenía ya mis sospechas. “Mis honorarios, señora”, insistí. “Idiota, acabas de cobrarlos. Todo el oro del mundo no vale un beso de Angelina Jolie. Y tú lo tuviste. Tuviste mi lengua en tu boca. Millones de hombres lo desearían.” “Mis honorarios, señora”, “Ya te pagué, imbécil.” “Eres una mujer avara”, dije. “Y son las que menos me gustan. Ni en la cama saben ser generosas.”

Le pegué tres tiros.

Pobre Angelina, nunca haría Lady Macbeth.

Esa noche la pasé en el Hotel Zaroff. Connie, la Roja, estuvo ardiente como pocas veces. Como si supiera. No tenía el cuerpo de Angelina, ni sus labios enormes, ni sus ojos claros, ni salía en las películas, pero se preocupaba por el placer de uno, lo indagaba, te hacía lo que le pidieras porque era una buena hembra, generosa, quería que uno gozara, que fuera feliz, sabía que el sexo, como la vida, es breve, sabía que la única forma de hacerlo eterno es meterse a fondo en la cosa, hacer que un instante parezca infinito, que un polvo valga por cinco, y para eso, Angelina, hay que entregarse, hay que ser como Connie, bienhechora, hay que saber derrocharse, darle al otro un poco de misericordia en medio de estas noches tan frías, en las que Santa Claus no aparece nunca y la soledad te muestra su jeta más fiera, en cambio vos, muñequita de lujo, vos, mirá lo que te digo, bien merecidos tenés los tres plomos que te metí, por mezquina, por avara, por infiltrada, por terrorista, porque son todos así donde vos trabajabas, Hollywood, esa pocilga llena de gays, de travestis, de comunistas, de judíos y ahora, para colmo, de agentes del Islam, los peores, los que mejor se disfrazan, porque hasta de Angelina Jolie se disfrazan. En cambio, Connie, la Roja, es una hembra de verdad. Y no creas que le decimos la Roja por algo que tenga que ver con el comunismo internacional, sino porque sus cabellos tienen el color de los ladrillos con que se construyen nuestros hogares, de los atardeceres en el mar, de la sangre de nuestros héroes. Lloró seis días seguidos con lo de las Torres. Lo juro: yo la vi. Una perfecta chica americana.

José Pablo Feinmann
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