lunes, 29 de junio de 2009

Un grito de corazón

“Ser puto es una cuestión de clase”, aseguran Pablo Ayala y Pablo Lucero desde La Matanza. El año pasado, Ayala recorrió intensamente el conurbano porque fue candidato a intendente matancero para la lista que encabezaba Pino Solanas. No ganó, pero en noviembre, la Marcha del Orgullo Glttb sumó una bandera más: la agrupación Putos Peronistas de La Matanza. Detrás marcharon empleados de call center, peluqueros, costureros, porteros, docentes. Por azar, todos tenían entre 20 y 30 años. Por convicción, todos eran “peronistas de Eva y Perón”.

“Representamos al puto pobre, al homosexual de barrio que no puede acceder a condiciones de vida dignas, salud, educación y trabajo”, explica Ayala, de 30 años, portero de una escuela y músico. Lucero, de 27 años, mendocino, y estudiante en un profesorado de idiomas, cree que “las organizaciones en defensa de la diversidad no tienen en cuenta que el lugar de donde venís puede definirte como persona”. Y ejemplifica: “Acá, en el conurbano, la policía mete preso a cualquier chico y no queda claro si lo hace porque lo ve morocho, por maricón o porque el pibe no vive en el centro de Capital Federal, donde a los putos no los agarran de las pestañas”.

Frase fundadora de PP: “El puto es peronista y el gay es gorila”. La palabra “puto”, entonces, está atravesada por historias de vida, deseos, conflictos que se parecen en muchos casos. Sin embargo, hay una línea para esta organización que divide las aguas y se transforma en definición ideológica, que contiene a todos y a cada uno: “Somos peronistas —afirman los dos Pablos—, la identidad política de los desposeídos de nuestra tierra”. Y aclaran: “No somos un grupito gay porque la única minoría en este país es la oligarquía”.

Ignoran si Néstor o Cristina están enterados de la existencia de PP, pero creen que, de estarlo, apoyarían la causa. Tampoco están seguros sobre lo que pensaría el General, aunque se trata, en definitiva, de una apuesta a la expansión del movimiento. Reivindican a Paco Jamandreu, el modisto de Eva; a Néstor Perlongher, que transformó en poesía la mística peronista en los ’70, y “a todos los putos militantes que debieron esconderse por la homofobia de la época, que no era sólo patrimonio del peronismo”.

Durante este mes, sin fecha cierta, PP realizará el Primer Congreso de Homosexuales Peronistas. El objetivo de mínima: encontrarse con compañeros (y también compañeras lesbianas, travestis o trans). El de máxima: ser reconocidos como una nueva rama interna del justicialismo. o

Todos aquellos compañeros, invitan, que se sientan identificados con nuestras consignas a sumarse a esta utopía que echamos a rodar para que de una vez por todas reine en el pueblo el amor y la igualdad, pueden escribir a: prensadoblepe@yahoo.com.ar

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Casa de muñecas

Desde que egresaron de la escuela de arte Arnhem, en la temporada 1993, los holandeses Viktor Horsting y Rolf Snoeren desarrollaron ropas y conceptos irónicos sobre el mundo de la moda en galerías y museos. Sus acciones remiten a maniquíes acuchillados y otros literalmente ahorcados por lazos de satén, panfletos en contra de las supermodelos, la puesta en miniatura de una hipotética tienda V&R y un perfume sin olor envasado dentro de una botella símil Chanel Nº 5 imposible de destapar –y que aun así vendió las 200 unidades de su edición limitada–, a la que años más tarde reemplazaron con una fragancia real llamada Flower Bomb.

En julio de 1999, anticipando los preceptos para el invierno 2000, decidieron mostrar su colección en el cuerpo de una sola modelo: Maggie Rizer. Mientras permanecía parada en un pedestal, sobre su cuerpo superpusieron vestidos y abrigos bordados en finos cristales, como si se tratara de una muñeca rusa. Cuando no estaban en condiciones de gastar en frivolidades, tuvieron el tino de autoproclamarse “Viktor & Rolf de huelga”, y distribuyeron un planfleto temático y piquetero entre los editores de moda de París y Nueva York. Luego, a modo de silueta anticipatoria de lo que sería la estética en 2000, dibujaron una rara tipología a la que denominaron “Atomic Bomb Shape”: trajes de chaqueta y pantalón cuyos exteriores recordaban los trajes de arlequín. El dramatismo se acrecentó con la colección “Black Hole” –Agujero Negro–, presentada en el Museo de Arte Decorativo de París en marzo de 2001, ocasión para la cual V&R pintaron sus caras de negro con el mismo betún chic que el eximio maquillador Stephane Marais destinó a embadurnar rostros, cuellos y extremidades de las modelos.

Para la celebración de la colección invierno 2003 –que se presentó en un parque industrial de París–, la actriz Tilda Swinton transitó la pasarela vestida en traje negro, camisa con corbata blanca y variaciones de camisas con hasta ocho cuellos superpuestos, que le dieron un aire más andrógino que los trajes que usó en el film Orlando. Al cierre del curioso desfile, posó rodeada de dieciséis modelos que, mediante indumentarias, maquillajes y artes capilares –todas con el pelo rojo–, habían sido lookeadas a su imagen y semejanza. Entre sus pasarelas más recientes, hubo actuaciones en vivo del dandy Rufus Wainraight, cuerpos de modelos sujetas a tubos metálicos y también una colección denominada “No” en la cual la negación emergió impresa en las solapas de los trajes, el maquillaje de los ojos de las modelos y los accesorios.

La última provocación de los más modernos de la modernidad de la moda remite a la inauguración en Londres, precisamente en el Barbican Art Gallery, de “The House of Viktor and Rolf”: una muestra que recrea todas esas estéticas en modelos de porcelana de 65 cms de altura, pero también en simulacros de maniquíes de 1.80 –y con cara de porcelana–. La exhibición, que permanecerá hasta el 21 de septiembre, remite a una casa de muñecas dentro de otra casa para maniquíes y fue diseñada por el arquitecto Siebe Testero –el mismo que en 2005 ideó una tienda de Milán que pregona el mundo del revés, porque el techo está en el suelo y viceversa–. Ah, y entre esos ejes se exhiben las prendas de cada nueva colección.

“Estamos ubicando a los principales actores de nuestra última colección: son cincuenta y cinco muñecas que usan réplicas exactas de nuestros trajes más conocidos e icónicos, la realización de cada muñeca lleva tres semanas y nuestro atelier de moda está consagrado a vestirlas desde octubre de 2007. En Bélgica encontramos a una eminencia de las muñecas de porcelana llamado B. Terrie; cada pieza ideada por él fue una réplica con cuerpo de papel maché y caras de porcelana de piezas francesas y alemanas del 1800. Las muñecas de moda fueron las primeras modelos, los costureros de entonces las usaban para difundir sus nuevas creaciones entre consumidoras de alta costura de distintos países, eran las muñecas quienes viajaban en barco divulgando las novedades de moda de París por el mundo, así luego se hacían los encargos a medida”, enunciaron Viktor Horsting y Rolf Snoeren desde su diario íntimo y blog la semana pasada, en The New York Times.

Sobre su apuesta por las miniaturas para mostrar moda señalaron también que “el maquillaje de las modelos de porcelana requirió de varias pruebas de ensayo y error, cada una lleva aproximadamente siete capas, y ellas demandaban 30 minutos de pintura con técnica similares a las de témperas. Claro que algunos colores requirieron de temperaturas más altas para fijarse. Cada una fue sellada con su número de edición, la firma del experto, la temporada a la que corresponde cada traje y el nombre del modelo en cuestión, derivado de la modelo que la usó en pasarela”. Advierten, además, que la inspiración en miniaturas comenzó en 1996, en una instalación llamada “Launch”, que –en palabras de los creadores– “fue una consecuencia de nuestra frustración ante la imposibilidad de financiar colecciones. Recurrimos a una instalación de moda y arte con maquetas que representaban nuestros ideales de moda: un desfile, una boutique y un perfume en miniatura, que con el transcurso de los años se volvieron realidad”.

Volviendo a la casa de extrañas muñecas a la moda que exhibe la galería Barbican (y que celebra un libro editado para la ocasión y también una edición limitada de pañuelos y perfumes), el espectador se puede encontrar con el modelo “Susana” –luce pantalón blanco y camisa con volados al tono, de la colección 2002–, la muñeca y modelo “Tiur”, quien ostenta un vestidito de raso blanco símil acolchado grasa –con la frase “Te amo” bordada en rojo– y pelo carré rojo (pertenece a la colección de 2005 llamada “Historias a la hora de la cama”, en la cual las modelos llevaban las almohadas literalmente pegadas al cuerpo). También integran el imaginario de moda en miniatura la muñeca modelo “Devon”, con carita negra, una emblemática de la colección “Agujero Negro” y las muñecas Tilda y Erin, clones de Swinton y de la modelo Erin O’Connor.

Como correlato visual y documental de moda, al fondo de la pasarela de muñecas de 1.80m –la altura real para modelos–, a modo de loop se proyectan fragmentos de los diversos desfiles con cuerpos reales y extraños ardides de Viktor y Rolf... y los padres de las extrañas criaturas, con curioso parecido físico entre ellos, se desplazan entre las miniaturas a la que calificaron “una versión Viktor and Rolf de Alicia en el País de las Maravillas”.

Victoria Lescano
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Noches de amor

My Blueberry Nights, mi primera película hablada en inglés, es la historia de una joven que toma el camino más largo para cruzar la calle hacia el verdadero amor. Para comprender mejor cómo debía ella viajar de un océano al otro, yo también hice ese viaje, no una sino tres veces: tres diferentes caminos desde Nueva York hasta Santa Mónica. Cada viaje duró alrededor de diez días. Junto a mi director de fotografía, el jefe de locaciones y el encargado de la producción, manejamos al menos quince horas por jornada. La experiencia fue intensa pero memorable. Kilómetro tras kilómetro, la vista desde mi ventanilla y la música del estéreo se sincronizaban de maneras inesperadas para darme un primer atisbo del paisaje del corazón de Elizabeth, la protagonista de la película. Aquellos viajes no sólo dieron forma a My Blueberry Nights, sino también a su banda sonora.

The greatest

Antes del primer viaje, compré un montón de discos en el Tower Records de Broadway, en Nueva York. El que se destacó claramente del lote fue The Greatest, de Cat Power. Siempre encontré la voz de Chan Marshall extremadamente evocativa, y The Greatest acababa de ser editado con grandes elogios. El disco sonó en el estéreo durante muchas horas. Cuando alcanzamos el Pacífico en ese primer viaje, sabía que la canción “The Greatest”, que bautizaba el álbum, debía aparecer en la película. Chan visitó el set de filmación en el verano del 2006. Nos llevamos muy bien, así que enseguida empecé a bromear con que debía interpretar a la ex novia de Jeremy (Jude Law), un personaje que todavía ni siquiera estaba escrito. Llegó el invierno y Chan volvió a visitar el set, esta vez frente a la cámara, actuando el papel sobre el que habíamos bromeado: un sueño vuelto realidad.

Harvest moon

Durante nuestros viajes tomamos miles de fotos. Las compilé para un show de diapositivas con Norah Jones y Casandra Wilson versionando “Harvest Moon” de Neil Young como música de fondo. Esperaba que eso ayudase a Norah para entrar en personaje, disparando emociones, recuerdos y pensamientos. En otras palabras: memorias de un viaje que aún no había realizado. Suelo poner música en el set para establecer el clima. El del día que filmamos a Elizabeth llorando en el café Kyluch fue algo tenso. Para cualquier actor, llorar a pedido no es algo sencillo, y para colmo aún era la primera semana de su carrera como actriz dramática. Así que le propuse a Norah que eligiese la música. Cuando las cámaras empezaron a rodar, comenzó a escucharse la familiar introducción del sonido de los grillos y la suave voz de Cassandra Wilson. No estoy seguro de lo que esta canción significaba para Norah, pero comenzaba a llorar toma tras toma.

Ry Cooder

Una buena colaboración con un compositor es algo preciado, porque ningún lenguaje puede describir la música. Ry Cooder y yo nos comunicamos a través de imágenes. Le mandaba un corte en bruto, y él me lo devolvía con música que le correspondía. Reeditaba imagen y música, y se lo volvía a enviar. Este interminable ciclo de creatividad fue la poco deseada consecuencia de nuestras agendas ocupadas, pero resultó ser la manera más directa para intercambiar ideas con Ry. Parte de la magia de su música viene de su inigualable equipo. Joachim, su hijo, provee el corazón del sonido de tambor, y el padre se encarga del alma de guitarra. El tercer miembro honorario de la familia es Martin, su productor y también compositor del tema “Bus Ride”, uno de los que interpreta Cooder en la película. Ry conoce el viaje de Elizabeth mejor que yo. Habiendo atravesado ese paisaje muchas veces durante todos sus años de gira, sumó sus veteranos ojos y orejas al film.

Pájaros

La música juega una parte en todos los aspectos de la producción, tanto antes como después. Mientras realizaba el montaje, hice uso de la música de Gustavo Santaolalla como temporal banda de sonido para el capítulo ambientado en el estado de Nevada. Traté de convencerlo para que se encargase de parte de la música incidental, pero desafortunadamente nuestras agendas nunca coincidieron. Pero, a pesar de su calendario completo, Gustavo alcanzó a componer la encantadora “Pájaros”.

La historia

Filmamos primero en Las Vegas. Norah llegó en avión con muy poco equipaje, salvo un gran estuche de guitarra. Se imaginó que dispondría de mucho tiempo libre en el set para tocar y componer. Pasaron varias semanas de días y noches de rodaje casi sin parar y, aunque mi cuarto de hotel estaba apenas a unas puertas de distancia del suyo, me di cuenta de que nunca había escuchado esa guitarra. Sin embargo, cerca del final del rodaje, Norah se me acercó con un disco con el tema “The Story”, su experiencia durante el rodaje contenida en una sola canción. Aunque ambos dudábamos ante el hecho de poner su música en la película, cuanto más escuchaba, menos me podía resistir a combinar en una sola historia la experiencia detrás de cámara de Norah con el drama frente a las cámaras de Elizabeth, su personaje.

El tema de Yumeji

En 1990, Shigeru Umebayashi compuso “Yumeji’s Theme” para la película japonesa Yumeji, dirigida por el renombrado Seijun Suzuki. Diez años más tarde, la incluí en mi película Con ánimo de amar, y fue un gran suceso. Una década después de su primera edición, “Yumeji’s Theme” finalmente alcanzó la popularidad que se merecía. En 2001, me invitaron a dar una Clase Maestra en Cannes. Allí fue donde estrené un cortometraje cuya intención original era ser el primer capítulo de Con ánimo de amar. La historia estaba ambientada en Hong Kong, pero en el presente, y trataba de un empleado de una tienda y un misterioso cliente obsesionado con una torta. Convencí a Umebayashi que compusiese una versión contemporánea de “Yumeji’s Theme”, y respondió con una versión igualmente hermosa en armónica. En 2006 desarrollé aquel corto hasta completar un largometraje. Los personajes eran los mismos, pero la historia estaba ambientada en Norteamérica. Ese largo se llama My Blueberry Nights. Cuando Elizabeth llora en ese café neoyorquino, se escucha “Yumeji’s Theme (Harmonic version)”, completando el círculo de su larga historia.

Wong Kar Wai
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El jardín de cerebros que se bifurcan

Fieles al estilo de los artículos que competen a esta disciplina, podríamos empezar citando uno de sus casos pioneros: el del mentado señor “Tan”. Se trata de un hombre apellidado Lebourgne, que llegó al Hospital de Bicêtre a fines del siglo XVIII por ser casi mudo, tanto que sólo podía repetir el monosílabo “tan”, que se convirtió en su apodo dentro del hospital. Tan, sin embargo, comprendía lo que le decían, y contestaba enérgicamente, a su modo. Conectado con su contexto, logró que a pesar de su corta producción verbal se lo conociera como una persona “de carácter difícil”. Las cosas fueron empeorando para él a lo largo de los años, y a sus dificultades se le sumaron una parálisis del brazo y luego de la pierna, que más tarde se convirtió en una infección generalizada y letal.

Este es el caso más famoso del doctor Paul Broca, que estudió el cerebro de Lebourgne luego de su muerte y encontró una lesión localizada directamente relacionada con la “facultad del lenguaje articulado”, bautizándose con su nombre el área del cerebro en cuestión y el tipo de afasia que aparecía con su disfuncionalidad. Y éste es uno de los cuadros más populares estudiados por la neuropsicología, que relaciona a nuestro cada vez más escaneado cerebro con los procesos cognitivos –leer, escribir, hablar, entender, memorizar– y la conducta; disciplina en crecimiento exponencial en todo el mundo, que celebra un Congreso Internacional, por primera vez en nuestro país, durante esta semana, entre la espectacularidad de sus descubrimientos, los escándalos que no deja de generar su matriz neurocientífica y lo fascinante de sus historias mínimas (y clínicas).

Somos nuestro cerebro?

Uno de los autores más atractivos y accesibles de la neuropsicología es el director del Centro de Neurociencia Cognitiva del MIT, Steven Pinker. Suele irrumpir con bombos y platillos, como a comienzos de este año cuando publicó un artículo en el que hablaba de la posibilidad de que existiera un instinto de la moral, una especie de gramática universal de la moral que luego se personaliza en cada persona (en el mismo sentido en el que Noam Chomsky hablaba de una gramática universal). Autor de numerosos libros apasionantes como El instinto del lenguaje y Cómo funciona la mente, en su conferencia La tabla rasa, el buen salvaje y el fantasma de la máquina Pinker recorre los comienzos del boom de las disciplinas que establecen un puente entre la mente y la materia y traza una historia reciente del escándalo. Frases dardo como “todos los aspectos del pensamiento y sentimiento humano son manifiesto de la actividad fisiológica del cerebro” o “la mente es lo que hace el cerebro” recibieron epítetos que van desde el calificativo de “reduccionista” al de, directamente, nazi. Curiosamente, menciona Pinker, las principales críticas vinieron tanto de la izquierda académica como de la derecha religiosa. Al dos veces ganador del Premio Pulitzer, el sociobiólogo Edward Wilson (autor de El naturalista), en una conferencia, lo rociaron con agua helada mientras esbozaba junto a otros una explicación de la naturaleza humana. También hubo piquetes, altavoces y escraches en los que ellos eran acusados de sexistas y racistas. Pinker cita No está en los genes, libro donde sus prestigiosos autores se valen de algunos bajos recursos como las citas mentirosas y las sugerencias sobre la vida sexual de sus enemigos científicos para dar por tierra sus investigaciones, y menciona un artículo temeroso de Tom Wolfe en el que, frente a esta nueva perspectiva de análisis de la mente, imagina a un futuro Nietzsche que promulgue la temida máxima “El alma ha muerto”. Este tipo de críticas están utilizadas para explicar que, en realidad, las nuevas ciencias apuntan a socavar tres creencias en las que se apoyan las ciencias sociales estándar: precisamente, las tres que le dan título a la conferencia.

Mientras tanto, otros, varios, ponen en una discusión encarnizada a este tipo de mirada sobre la mente con el psicoanálisis. Las críticas mutuas caen de maduro, sin ser por eso poco sofisticadas: el psicoanálisis le reprocharía una programática falta de atención a lo emocional y personal, un mecanicismo robótico de ambición universal, mientras que las neurociencias podrían achacarle sus aspectos poco científicos.

Sin embargo, hay esfuerzos puestos en una reconciliación. Uno de ellos es un más o menos reciente libro A cada cual su cerebro, coescrito por el neurobiólogo Pierre Magistretti y el psicoanalista François Ansermet. De una manera profunda e interesante, ambos explican de qué manera la huella psíquica (unidad de la experiencia personal) no se contradice en absoluto con la plasticidad de la red neuronal, que permite la inscripción de la experiencia ocasionando que la sinapsis –el proceso de transferencia de información entre neuronas– esté en constante remodelación en función de la experiencia vivida. De paso, alinean al mismo Freud en los senderos de investigación neurocientífica.

Las palabras y las cosas

La neuropsicología suele trabajar con pacientes que tienen lesiones cerebrales y estudia cómo éstas generan una consecuencia directa en su comportamiento. También, como explica la especialista Marina Drake, copresidenta del Congreso Internacional de Neuropsicología, muchas enfermedades psiquiátricas como la esquizofrenia, la depresión o el trastorno bipolar comprometen ciertas funciones cognitivas y ameritan la investigación neuropsicológica. Es incluso en este grupo de patologías en los que más se ha avanzado últimamente, proponiendo un cambio en la mirada de trastornos como la esquizofrenia o la bipolaridad.

La neuropsicología, a partir de los distintos perfiles de alteraciones que estudia, va intentando diseñar cómo es el sistema normal, es decir, el que explica cómo funcionan los procesos, tales como leer una palabra o pronunciarla después de escucharla. Muy simplificado: si a un paciente con una lesión cerebral en alguna ubicación específica se le pide que repita la palabra “árbol” y lo que dice es “planta”, esa equivocación puede hablar de cómo se organizan las palabras en nuestro cerebro.

Uno de los desafíos –apasionantes– es el caso del llamado “cerebro bilingüe”. Muchas personas que hablan más de una lengua aparecen, después de una lesión, reducidas en algunos aspectos de alguna de ellas –la materna o la última en adquirirse o la más utilizada antes de la lesión–, sin que hasta ahora se pueda explicar a ciencia cierta por qué.

El doctor Jack Fletcher, que visitará la Argentina para participar en el Congreso Internacional de Neuropsicología y es actualmente presidente de la Sociedad Internacional de Neuropsicología, explica: “Como profesionales, los neuropsicólogos investigan y evalúan a pacientes con lesiones y enfermedades cerebrales. La profesión incluye la rehabilitación y la enseñanza de métodos para chicos y adultos, junto con otras intervenciones (como terapias con drogas) en donde una disfunción en el cerebro es parte del problema”.

Si en todo el mundo la investigación, la consulta y la terapia en neuropsicología ganan espacio, en Argentina el fenómeno sigue la tendencia. Según Drake, una de las causas posibles tiene que ver con el aumento de la expectativa de vida: “Los consultorios de neuropsicología y las clínicas de memoria ven día a día un aumento de consultas, tanto de parte de personas mayores que notan con preocupación que su memoria ya no es la misma que otrora como de familiares que concurren preocupados al advertir que su ser querido parece estar empezando a perder sus capacidades cognitivas. Además, se ha producido un cambio de visión por parte de la sociedad respecto del envejecimiento: actualmente, un sujeto de 65 años no es considerado un anciano o un ser improductivo, sino que está inserto en diferentes actividades sociales y hasta hay quienes retoman estudios o proyectos postergados, lo cual hace que se preocupen por estar mentalmente en forma”.

The Brain Show

La idea de entrar en un cerebro lesionado para contarlo une a los más avanzados estudios de imágenes con relatos literarios que han ganado en popularidad. El más famoso de los cuentistas de historias clínicas es el neurólogo Oliver Sacks, en cuyos libros inspecciona la experiencia trastrocada –poética, sinestésica, demoledora– de pacientes con cerebros dañados. Así creó su libro más famoso: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. En el cuento que le da nombre, retrata al Señor P., un hombre que además de hablarle al picaporte y considerar las señales de tránsito como personitas animadas, un día, en su auto, agarró por la camisa a su esposa e intentó ponérsela en la cabeza. Su diagnóstico era el de la agnosia, en la misma línea con otro muy descriptivo que cuentan Ellis y Youg (ambos con nombre de pila Andrew W.) en su introductorio libro Neuropsicología cognitiva humana: a los 19 años, PH había tenido un accidente con moto en el que perdió su brazo derecho y sufrió un traumatismo de cráneo. Su recuperación había sido bastante buena: podía conversar con todas sus capacidades lingüísticas y leer sin problemas, la memoria a corto plazo era buena y la de largo plazo suficiente para recordar cosas importantes de su vida cotidiana. Sin embargo, PH no podía reconocer caras familiares. Sí hablaba de ellos, y también podía describir el rostro de cualquiera: era capaz de ver, pero incapaz de reconocer. ¿Acaso a alguien no le interesa conocer cómo es la vida desde este punto de vista?

El best seller de Mark Haddon, El curioso incidente del perro a medianoche tiene algo en esta línea: la historia está escrita progresivamente según las observaciones de su protagonista, un adolescente autista que intenta descubrir un asesinato y en el camino va conociendo, a su modo, recovecos de su familia. A nivel local, podemos hablar de los ensayos de divulgación científica que fueron las obras ¿Somos nuestro cerebro? y ¿Somos nuestros genes?, coproducción científico-teatral entre Susana Pampín, Rosario Bléfari y el neurocientífico Sergio Strejilevich que hablaba de algo tan complejo como la nueva ubicación filosófica de la subjetividad humana bajo algunos conocimientos nuevos de su cuerpo.

Más allá de su costado como brutal generador de amarillismo científico-periodístico (comprobable en los portales online que publican cuanto estudio mínimo que relacione genes con actividades encuentren), es innegable el carácter espectacular de todo esto. Eso aumenta mientras se sofistican los estudios. En palabras de Fletcher: “Tenemos nuevos métodos para medir las funciones cerebrales, así como las imágenes por resonancia magnética o la magnetoencefalografía. Las imágenes que se ven son espectaculares, pero la ciencia que permite el desarrollo de estas imágenes es todavía más impresionante. Es una nueva era para la neuropsicología y la neurociencia cognitiva”.

En tanto, la profesora de neurolingüística de la Facultad de Filosofía y Letras, Virginia Jaichenco, a cargo del comité de organización del Congreso, concluye: “En verdad, la espectacularidad proviene de poner en el plano de la divulgación muchos casos que son, tal vez, cotidianos para el neuropsicólogo, pero fascinantes para el lector común. Una persona con dificultades en el reconocimiento visual de objetos o rostros; alguien que no puede detectar el movimiento de las cosas a su alrededor y por tanto, no estima las distancias a la que están las cosas en movimiento; un sujeto que desconoce el significado de las palabras que oye o que no puede construir oraciones adecuadamente y habla en forma telegráfica; una persona que no recuerda lo que acaban de decirle pero que puede contar una película que vio en su niñez... El que lee esto puede creer que es ciencia ficción, pero no es más que el resultado de una disfunción cerebral específica, y muestra la increíble complejidad de la máquina que nos comanda, el cerebro”.

Natali Schejtman
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¿Tenía razón Kafka?

Kafka tenía razón. A los 150 años de su nacimiento podemos tildar de “kafkiana” la realidad del mundo actual. Leo, al pasar, las noticias de un diario serio y objetivo. Primera noticia: “En Alemania, alrededor de 200.000 personas por año son internadas en institutos psiquiátricos. Y la tendencia va en aumento”. Los alemanes se han vuelto locos, pienso, pero no, el estudio señala que en los países del primer mundo la tendencia es la misma. Pero a eso hay que agregar el estudio de la Universidad de Siegen, por el cual se informa que personas de bajo status social, es decir pobres, son llevadas e internadas en los psiquiátricos mucho más que las adineradas. Por ejemplo, en general los “managers” maníaco-depresivos son calificados como “coléricos”, mientras que personas pobres son consideradas de inmediato enfermas psiquiátricas e internadas en los institutos respectivos. Y se sostiene que la psiquiatría con sus medicamentos potentes acorta la vida de los pacientes aproximadamente 25 años. Esto lo ha demostrado un reciente estudio epidemiológico realizado en Estados Unidos.

Paso la página y me encuentro con un título simpático: “Tendencia al glamour” y un señor Anil Ambani me mira desde la foto con gesto algo despreciativo. Leo: “49 años, multimillonario de la India, que pesa 115 kilogramos, va a invertir medio millón de dólares en Hollywood”. ¿Cómo, de la India, me digo, del país de Gandhi, el estoico, en aquel país de la constante pobreza extrema? Quiero convencerme de que no puede ser y sigo leyendo: “Los multimillonarios Ambani son mellizos y los dos valen como miembros vigorosos del clan de los más ricos del mundo, pero los dos hermanos se odian a muerte. Uno quiere sobresalir más que el otro y por eso Anil Ambani invierte en Hollywood, para que todos hablen de él”. Multimillonarios en la India. Buen título para un libro de Kafka. Sí, el diario que leo le dedica la central a este escritor genial. Franz Kafka, tal vez el mejor conocedor del alma humana.

Sigo leyendo: y aquí viene lo grueso. El lunes comienza en la ciudad japonesa de Hokkaido la reunión “de los Ocho”, de los ocho grandes, los que manejan el mundo. El clima es sombrío. Porque no se ha cumplido nada de lo que prometieron en la reunión del año pasado, en Heiligendamm, Alemania. En esa reunión, los ocho repesentantes, sonrientes, aceptaron la proposición de la jefa de gobierno alemán, Angela Merkel, de reducir hasta el año 2050 a la mitad la emisión mundial de CO2. Para llegar a esa meta, los ocho países tendrían que reducir esas emisiones en un ochenta por ciento. Pero desde Heiligendamm no se hizo casi nada. Los ecologistas alemanes le exigen a Merkel que tiene que destapar la olla en la reunión próxima y tomarlo como una falta de respeto. Pero la verdad es que está claro: dentro del pensamiento capitalista, defender la atmósfera sale caro y entonces se encarecerían los productos y eso llevaría a una nueva guerra de competencia comercial.

Además, el tema no se para allí. En Europa ha entrado el miedo a la inflación. Las poblaciones empezaron a ahorrar en alimentos y en no viajar en auto, por el precio del combustible. Y por eso un estudio reciente muestra que la mayoría está abandonando la idea de no apoyar la construcción de centrales atómicas. Sólo el 51 por ciento está en contra de la construcción de esas centrales, lo que antes ascendía a más del 70 por ciento.

Veremos qué pasa el lunes. Pero ya se adelanta que Bush se va a negar rotundamente a una política ecológica dados los problemas que trae la suba del costo del petróleo. Ese es el tema que va a estar en discusión en primer lugar y no la ecología. Por otro lado, la FAO, la Organización Mundial de Alimentación, dio a conocer el jueves que el número de hambrientos en el 2007 subió a 450 millones de personas. Y que más de otros 850 millones no alcanzan a satisfacer sus necesidades mínimas alimentarias.

Una vez más cabe la pregunta: ¿seguiremos leyendo estas noticias o viéndolas por televisión –por supuesto, después del fútbol o de alguna de esas guasadas acostumbradas–; seguirá el mundo sin reaccionar ante este sistema tan injusto e irracional?

Hablemos de fútbol: acaba de terminar el campeonato europeo. Fue un éxito de espectadores jamás visto. Pero la verdad es que el verdadero ganador fue la empresa Adidas, por las ganancias que hizo. Lo publicaron todos los diarios con picardía, para comprobar un hecho indiscutible. Deporte y ganancias.

Claro, podríamos hablar más de Kafka y menos de estadísticas y ganancias. Pero es que el periódico no me deja. Por ejemplo: un editorial se titula “Basta de la locura de las rutas”. “Cualquier viaje por las autopistas alemanas es suficiente para comprender que hay que resolver de una vez el problema de los camiones. Por ellos, el tránsito se acumula kilómetro tras kilómetro. Lo que es dañino al clima, lo sabemos. Cualquier ayuda para resolver esa locura contemporánea será bienvenida. Ya se ha probado mucho, por ejemplo la prohibición a los camiones de pasar a otros camiones o automóviles. Deben mantenerse en su franja. O permitirse, como en el estado de Hessen, que el tránsito utilice las franjas de los márgenes destinadas a poder detenerse ante problemas. Pero con eso solo no se solucionó nada. Porque si se permite que desde el Mar del Norte se trasladen los cangrejos en camiones a Marruecos, porque allí es mucho más barata la mano de obra para despellejarlos, seguirá el problema.” Da este ejemplo, pero lo cierto es que se transporta todo para lograr mejores precios y poder vender más, más, más. Y el autor se permite una ironía: “Eso es lo bueno que parece nos va a traer la suba de los costos del petróleo. Ahora los empresarios van a calcular que tal vez sale más barato hacer las cosas en casa que a cientos de kilómetros”.

Y hay también un título saludable: “Al supermercado, en bicicleta”. Pero no todos quieren ir al supermercado en bicicleta. Varios diarios han tomado el tema con humor. Por ejemplo, un título lo dice todo: “Gran demanda de sedientos de gasolina”. Y como subtítulo: “A pesar de los altos precios del petróleo y de los problemas ecológicos, aumenta en gran proporción la venta de autos caros”. El periodista describe en idioma teatral: “Los automovilistas alemanes aprietan el acelerador a 180. Los precios de la nafta suben y suben. Peor todavía, el diésel es más caro que la nafta especial. El mundo al revés. Porque si bien subió el interés por los autos pequeños, mucho más por los autos de lujo, esos que no consumen sino devoran cada vez más combustible. Por ejemplo, en Alemania fueron patentados en abril de este año 378.805 autos (en el mismo mes de hace cuatro años esa cifra fue de 297.126). En abril de 2008 fueron habilitados 18.363 autos pequeños pero 22.121 todo-terreno.

Entonces queda la tristeza de que ni siquiera el mejor defensor de la ecología podría ser la suba de la gasolina. Ni vale ya el pensamiento razonable de que sea lo bueno y lo ético lo que trate de resolver los grandes problemas de injusticia y de muerte que han asolado y siguen asolando a los pueblos del mundo y al clima del planeta. Si no se piensa en la humanidad actual, ¿qué se va a cavilar acerca del mundo que les tocará a las próximas generaciones?

Porque vayamos a las armas. En el año 2007, por primera vez, la población mundial ha invertido 200 dólares por cabeza para armamentos. Lo militar devora el 2,5 por ciento del producto social global. Es decir, 858 billones de euros. Lo que demuestra una suba del seis por ciento frente al año anterior, valor limpio de inflación. Frente a lo gastado en 1998, al final de la “Guerra Fría”, el aumento es nada menos que del 45 por ciento. Mirando los números se pregunta uno: ¿es que el mundo se ha vuelto loco?

Hablábamos de que el ser humano, por cabeza, gasta 200 dólares por año en armas. El informe dice que para llevar a la mitad el número de los millones de hambrientos del mundo se necesitarían 20 dólares por habitante. El campeón del armamentismo es, por supuesto, Estados Unidos, con el 45 por ciento del gasto militar mundial. Luego le siguen Gran Bretaña y China, con el cinco por ciento. Alemania –pese a la lección de las dos últimas dos guerras– está en sexto lugar. Pero vayamos al negocio de las armas. Por supuesto, Estados Unidos va primero, con 7454 millones de dólares de exportación de armas. Rusia, segunda, y tercera Alemania, que exporta por 3395 millones de dólares. Los que más compran armas a Alemania son Turquía, Grecia y Africa del Sur. Y un país al cual se lo ha considerado siempre “pacifista” por excelencia, Holanda, es el quinto del mundo en exportar armas. Quien exporta armas no es pacifista.

Kafka sonreiría desde el cielo de los creadores ante este panorama kafkiano. No, tal vez ni siquiera él imaginó un mundo así. Para no hablar de la violencia desatada en lugares del mundo que se han convertido en llagas permanentes de la humanidad.

Pero estoy terminando estas reflexiones kafkianas, a 125 años del nacimiento del hombre de Praga, y el cartero –sí, los hay todavía, por suerte– me trae un libro titulado La herencia viva. Me lo envía la maestra Nora Bruccoleri y está redactado por alumnos, padres de esos alumnos y también abuelos. Es el segundo que recibo en mis manos. El primero lo presentamos en la última feria del libro de Buenos Aires. Estaba escrito por alumnos de la escuela de la villa de emergencia De la Cárcova. Este, ahora, viene de Las Heras, Mendoza. Me emociana el leer tantas experiencia y sueños. Me detengo ante la poesía “Vendimia”, del alumno Daniel Peralta, del 5º grado A.

Vendimia
es un grito de libertad.
Vendimia son los ojos
marrones del cosechador,
con sus tijeras y tacho
al hombro.
Vendimia
es un campesino.

Pienso: mientras existan niños que escriban poesías, hay esperanza, la bella palabra.

Osvaldo Bayer
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Murió la bloggera más anciana del mundo

Tenía 108 años y se movía en silla de ruedas. Sin embargo, eso no le impidió llegar a cada rincón del planeta. La australiana Olive Riley encontró en Internet a su mejor aliado para traspasar fronteras. En febrero de 2007, se lanzó a la Web y se convirtió en la bloggera más anciana del mundo.



En casi un año y medio, Olive colgó en su blog 74 entradas en las que hablaba sobre la vida moderna y sus experiencias durante el siglo XX. La mujer había nacido el 20 de octubre de 1899, vivió dos guerras mundiales, tuvo tres hijos y trabajó como moza y cocinera. Falleció el sábado en Australia, en un hogar para ancianos, según se supo hoy.


Su bisnieto, Darren Stone, dijo que Internet le cambió la vida a Olive. La Web "le volaba la cabeza", aseguró a la prensa australiana. "Tenía gente que se comunicaba continuamente con ella de lugares tan lejanos como Rusia o América, y no de vez en cuando'', contó Stone.

Olive no sólo se comunicaba con personas de todos los continentes sino que además adoraba la fama que había ganado porque, según decía, le permitía mantener la mente fresca.

El último post de Olive se publicó el 26 de junio pasado. En él le contaba a sus fans que no podía creer que hubiera pasado una semana internada en el hogar para ancianos y que no lograba deshacerse de la fuerte tos que la afectaba. Pero también reconoció: "Nunca he sido tratada tan bien en mi vida".

También les agradeció a sus amigos de Internet por todos los mensajes que le enviaban. "Gracias a cada uno y a todos".

Apenas se supo la noticia de la muerte de la mujer, su blog allaboutolive (todo sobre olive), en el que empezó escribiendo hace dos febreros, colpasó. Su último blog, World's Oldest Blogger (la bloggera más vieja), todavía se mantiene online. Esta bitácora digital de Olive era publicada en paralelo gracias a la ayuda de su amigo Eric Shackle, un periodista retirado de Sydney.

Shackle pidió disculpas a aquellos que no pueden entrar a allaboutolive y deseó que el problema se solucione pronto. Los miles de seguidores de Olive, que son los mismos que hicieron hecho colapsar al blog, también.

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La sandía podría tener los mismos efectos del Viagra

La sandía ayuda a aumentar la capacidad amatoria Según científicos de Estados Unidos tiene ingredientes que actúan sobre los vasos sanguíneos y por eso podría tener efectos similares a los del Viagra, el fármaco para disfunción eréctil.

De acuerdo con el trabajo de la Universidad de Texas A M, el potencial de esta jugosa fruta radica en los fitonutrientes, compuestos naturales que tienen las frutas y las verduras que no tienen valor nutricional pero aportan beneficios para la salud. Entre los que tiene la sandía están el licopeno, el betacaroteno y el principal, según los investigadores, la citrulina, que tiene la capacidad de relajar los vasos sanguíneos como lo hace el Viagra, cuyo nombre genérico es sildenafil. "Cuanto más estudiamos las sandías, más no convencemos de lo asombrosa que es esta fruta al proporcionar elementos que fortalecen el cuerpo humano", dijo Bhimu Patil, director del Centro de Mejora de Frutas y Vegetales de la Universidad A M.

Sabíamos que la sandía es buena para la salud, pero la lista de sus beneficios se alarga con cada estudio , añadió.

El estudio descubrió que cuando se consume sandía, la citrulina se convierte en un aminoácido llamado arginina que tiene muchos beneficios para el corazón y el sistema circulatorio y, también, ayuda a mantener un buen sistema inmune.

La arginina explica Patil mejora la producción de óxido nítrico que a su vez relaja los vasos sanguíneos, y éste es el mismo efecto que tiene el Viagra para tratar la disfunción eréctil y, quizás, prevenirla, sin ocasionar efectos secundarios .

Los autores del trabajo creen que la producción de óxido nítrico también contribuye a mejorar el flujo sanguíneo y por eso ayuda a tratar la hipertensión y otros problemas cardiovasculares. También sostienen que ayuda al ciclo de la urea y a eliminar desechos tóxicos del organismo.

Pero hay un problema: es que la famosa citrulina se encuentra en mayores concentraciones en la corteza de la sandía. Y además, hay que tener en cuenta que casi el 92% de la sandía es agua. Por eso los científicos están investigando la posibilidad de producir nuevas variedades de sandía con más citrulina en la pulpa.

Otro estudio de investigadores del Departamento de Agricultura de Estados Unidos dice que la sandía también tiene propiedades antioxidantes como el tomate, aportadas por el licopeno, el pigmento que le da el color rojo.

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"Desconfío de tanta aprobación"

Trato de preservar mi pequeño lugar interior y no caer en lo que propone esta sociedad del éxito, que mezcla sin pudor la biblia y el calefón" dice Griselda Gambaro sentada frente a una estufa de leños, en su casa de la localidad suburbana de Don Bosco. Es la tarde helada y lluviosa que siguió al lanzamiento del homenaje que, durante junio y julio, le tributa el Centro Cultural Ricardo Rojas. Organizado por el responsable del área e danza, el coreógrafo Alejandro Cervera, el ciclo se inició con una charla de la escritora con la directora Laura Yusem y la actriz y directora Cristina Banegas, donde se anunció también la presentación de ¿Quién no es salvaje? , una coreografía de Mabel Dai Chee Chang inspirada en textos de Gambaro. La reflexión del comienzo responde a la pregunta sobre cómo procesa tantas expresiones de reconocimiento nacional e internacional quien, a despecho de decenas de premios, medio centenar de piezas teatrales representadas en el país y en el mundo, y una vasta obra narrativa, poética y ensayística, se define como una mujer tímida. "Me siento un poco incómoda, a decir verdad; me pregunto qué he hecho yo para merecer esto", ironiza con un recato que no le impide reconocer: "Claro que me gusta sentir el afecto de la gente, que conseguí con mi trabajo".

Es que Griselda Gambaro, que el 28 de julio cumplirá 80 años, sabe también de los rigores de la controversia y la incomprensión. Los conoció a poco de iniciarse en el oficio, cuando su obra El desatino subió a escena en el Instituto Di Tella, con dirección de Jorge Petraglia. "Ah, en aquel entonces, los adjetivos que me aplicaron fueron de lo más variado y suculento ", se ríe y evoca con el humor que recorre incluso sus textos más oscuros. Estrenada en 1965, la pieza innovaba tomando distancia del realismo y cuestionando la deshumanización que produce la costumbre en las relaciones cotidianas.

¿Cómo evalúa hoy aquel rechazo que, curiosamente, tuvo lugar en una época de oro para las vanguardias estéticas, como fueron los años 60?

Bueno, cuando se estrenó El desatino yo recién empezaba. Era, como quien dice, una "caída del catre". En teatro, sólo había escrito Las paredes , y estaba convencida de que mi obra iba a tener buena recepción. Para mí era de lectura accesible, con bastante humor negro. Pero no tenía experiencia con eso que llamamos el público; yo – –venía de la literatura, no del teatro. Me sorprendió el escándalo que produjo. En general, el público siempre es reacio a aceptar nuevos esquemas de percepción. A eso se sumó que era una época muy politizada y El desatino no parecía, a primera vista, una obra política. Se hizo una lectura prejuiciosa desde el realismo, al que hay que reconocerle, no obstante, un bien ganado prestigio. Y claro, la obra desconcertó con un lenguaje diferente, que desarrollaba escenas de forma algo inesperada. Por otra parte, tal vez haya molestado que fuese una mujer quien irrumpía con una voz distinta. Lo cierto es que la obra produjo un shock de rechazo.

También hubo un sector que valoró en su obra el advenimiento de un nuevo discurso poético y dramático.

Es cierto. Por eso será que ahora desconfío de tanta aprobación. Pero sí, para mí fue muy importante que el director del Di Tella, Roberto Villanueva, encontrara en la obra razones para llevarla a escena o que les gustara a críticos como Ernesto Schoo o Kive Staiff. Y viví como una novedad el hecho de que esas figuras que yo había imaginado sobre el papel se sostuvieran como personajes en el cuerpo de los actores.

¿Cómo se inició en los aspectos técnicos de la escritura teatral?

Nada, ni siquiera había visto mucho teatro. Pero siempre leí mucho y con una mirada observadora de los mecanismos. Es cuestión de leer no sólo la historia, por ejemplo, de Casa de muñecas o de las obras de Pirandello, sino la estructura que hay allí. Así, uno aprende.

En la charla inaugural en el Rojas, tanto Yusem como Banegas, profundas conocedoras de su dramaturgia, destacaron el valor de la palabra, sus sonoridades y la proyección metafórica de su escritura. ¿Identifica esas cualidades como naturales o son el resultado de un desarrollo autodidacta?

Yo trabajé mucho la narrativa, y eso me dio un manejo del lenguaje menos apegado al convencionalismo de lo cotidiano. Cuando escribo me interesa encontrar frases que puedan ser dichas por personas comunes pero pasadas a un lenguaje "artificial ". Porque el teatro es eso, busca expresar otra realidad, otra emoción, otro pensamiento. En cuanto a lo metafórico, creo que no hay una intencionalidad. Surge ahí lo que uno es.

A varias de sus obras se le ha adjudicado un sentido antici patorio, como es el caso de "El campo " (1967)respecto de los campos de concentración de la dictadura militar. ¿Qué es lo que la lleva a percibir en el presente esos vaticinios?

No hay tal vaticinio. Sólo es cuestión de sintonizar las señales de lo que pasa. Es pura observación de la realidad.

¿Qué elementos de la realidad la afectan actualmente como para funcionar como disparadores de su inspiración?

Me afectan las cosas del mundo de manera permanente. Pero no quiero ser autorreferencial. Creo que son cuestiones que afectan a cualquier ser humano que no sea una bestia salvaje. Como hay tantos, por otra parte.


El tema de la infancia aparece en su libro "Conversaciones con chicos " (1977), en sus novelas "El mar que nos trajo " (2001)y "Dios no nos quiere contentos " (2003)o en su obra "La persistencia ", estrenada el año pasado. ¿Por qué en casi todos esos casos su mirada rompe con el imaginario social sobre la niñez?

No todos se sensibilizan de la misma manera frente a los mismos hechos. Yo me alegro de poder romper esas convenciones. Si mi trabajo tiene una finalidad es remover lo estructurado, lo acomodaticio, la costumbre. La gente ve la foto de un desnutrido del Chaco y la indignación dura segundos. Creo que todo el arte tiene que sacudirnos de la anestesia en que vivimos. Conversaciones con chicos está hecho a partir de diálogos con mis hijos y con otros chicos que conozco, a medida que fueron creciendo. Yo tengo una relación muy fuerte con los chicos, como también con los animales y con las plantas. En el caso de La persistencia , el disparador fue la masacre de más de 300 rehenes, en su mayoría niños, que se produjo en 2004 con el ataque a una escuela rusa por un comando checheno. Somos un receptáculo de lo que está pasando y emitimos nuestra respuesta. Yo la expreso con mis herramientas.

La multiplicidad temática y de géneros que abarca su escritura incluye la novela erótica "Lo impenetrable ". ¿Cómo entró en ese peculiar universo de una cortesana del siglo XVIII?

Eso lo escribí durante mi exilio en España. El tema principal es patético: la historia de alguien que nunca puede consumar el deseo. En cuanto a la ambientación de época, en general me inspiro en mis lecturas previas. Pero no suelo hacer una investigación histórica porque no es ese mi objetivo; las descripciones están hechas con entera libertad. Del mismo modo trabajé en El mar que nos trajo.

Pero esa novela tiene un fuerte componente autobiográfico vinculado a sus antepasados inmigrantes, de modo que las fuentes habrán sido los relatos familiares.

Sólo en alguna medida, pero tampoco me puse a buscar datos sobre la inmigración. Yo trabajo con lo que sé, con lo que me dejó lo que leí a lo largo de mi vida. En ese caso tuve muy presentes algunos textos de Edmundo de Amicis. Sólo hay un caso muy puntual, mi novela Después del día de fiesta, en que me documenté exhaustivamente: obre Leopardi. o que pasa es que cuando escribo, quiero contar una historia; y no siempre es lo que termina leyendo el lector.

¿Cómo se ha sentido leída, tanto por lectores anónimos como por los directores que montan sus obras, los actores que las interpretan o los traductores que las vierten a otros idiomas?

En cuanto a las actuaciones y las puestas en escena, es una experiencia que, ya se sabe, a veces termina en satisfacción y a veces en desencanto. Cuando se trata de una traducción, si es muy mala no – – – –la autorizo y si conozco el idioma la controlo. Pero debo decir que muchas puestas de mis obras me han dejado muy satisfecha. Me gustaron mucho, por ejemplo, y para hablar de espectáculos cercanos en el tiempo, la actuación de Carolina Fal en La persistencia y la de Cristina Benegas en La señora Macbeth . Cuando eso ocurre me da mucha alegría.

Y cuando en los ensayos, las actuaciones no le dan suficiente alegría, ¿suele intervenir?

Si me dejan.

¿Qué opinión tiene del arte como entretenimiento o deleite al servicio de quienes pueden disfrutarlo?

También es bueno escuchar una sinfonía de Mozart y obtener consuelo. Eso no enceguece, no borra lo que uno sabe; tal vez pone la nota de luz necesaria para no caer en la oscuridad total. Pero llevaría más que esta charla profundizar en las implicancias del arte en su relación con la sociedad. En la plástica, por ejemplo, hay una pseudovanguardia que considera que filmar la muerte de la madre puede convertirse en obra de arte, como propone la francesa Sophie Calle en Pas pu saisir la mort . Por otra parte, sabemos que el arte tiene un costado forzosamente elitista. Uno desearía que cualquiera pudiera acceder, pero sabemos que no sucede. Son infinitos los cuestionamientos que se le pueden hacer a lo que llamamos cultura.

Usted tiene experiencia en cuestionamientos y hasta en prohibiciones: su novela "Ganarse la muerte ", le valió la censura en 1977 y el exilio en Barcelona. Y hace unos meses volvió a verse en medio de una polémica con nuevas generaciones de dramaturgos. ¿Cómo vive esas situaciones a esta altura de su carrera, ya que no parece tener especialmente un ánimo confrontativo?

Como he alcanzado una edad considerable, me concedo el beneficio de no interesarme en ese tipo de conflictos. Por otra parte, no todos los autores jóvenes son iguales. A veces influyen características personales, cierto narcisismo que impide escuchar y considerar el discurso del otro. Pero son otros los problemas que me interesan, no esas cuestiones tan pedestres. El arte no tiene sentido si no considera que se dirige a una sociedad de la que su discurso se alimenta. Escribir para divertirme y para divertir a unos pocos de mi entorno no me interesa. Se ve mucho en artes plásticas, como decía, y sobre todo en Europa. Personalmente, creo que en América latina no podemos darnos el lujo de un arte de transitoriedad vacía, complaciente. Son otros los valores. Yo tengo otros, al menos.

Usted reflexionó sobre el narcisismo y la fragilidad del artista en su novela "Dios no nos quiere contentos", a través del personaje de la Ecuyère ...

Sí, podría ser una síntesis. Pero es en el final, cuando la Ecuyère se lleva a todos en su trapecio, que se convierte por fin en artista. Lo otro son las distorsiones de esta sociedad de consumo, con sus concursos patéticos por televisión, que hacen de la vida una cosa miserable. Es una banalización que termina por adulterar el dolor más genuino. La pérdida de un hijo llega a exhibirse como una mercancía para los medios. Hasta el duelo se hace público de manera soez.

A propósito, en la charla del Rojas se dijo que actualmente está escribiendo un texto sobre la vejez ...

Son apenas unas pocas hojitas. Es que los viejos –hablo de ellos como si yo no lo fuera — me sorprenden, me fastidian y me conmueven. Por eso empecé a escribir unos textos breves, donde digo que soy vieja y soy nueva. Se llama Contradicciones. Es que justo había leído el Elogio de la vejez , de Cicerón, y encontré que el autor hace ahí como la zorra que no puede acercarse a las uvas: acentúa los beneficios de la vejez. Eso me causó gracia. Y escribí esas líneas. Pero no sé si seguiré o no con el tema.

Independientemente de lo que escribió Cicerón, ¿qué piensa usted de la vejez?

Creo que es una etapa de la vida muy activa y hay ejemplos de sobra, como Colette, o nuestras China Zorrilla o Lydia Lamaison. Una etapa en la que las pasiones persisten con fuerza, incluso a veces la pasión erótica. Los sentimientos siguen también vigentes con la intensidad de los veinte años. ¿Qué los viejos son apáticos, pasivos? No; hay viejos sabios, impetuosos, arbitrarios. Y algunos muy obsesionados consigo mismos, que se aferran de mala manera a sus enfermedades, a la decadencia inevitable. En mi libro Escritos inocentes , un ensayo de 1999, yo escribí –perdón por no citar con exactitud – algo así como que la fatiga, la pérdida de los dientes y las canas son tres signos de la vejez que podemos superar; no así el cuarto, que es cuando los seres y las cosas nos miran y nosotros no devolvemos la mirada. Eso es lo que me parece terrible de la vejez: la pérdida de la curiosidad, el ensimismamiento.

¿Tiene, además, algún otro texto con destino de imprenta?

Estoy terminando un libro de cuentos. Y escribí una especie de policial para adolescentes. A medida que va creciendo mi nieta voy escribiendo para lectores de su edad.

¿Sigue trabajando en su vieja máquina Olivetti, como se la vio en el corto que se exhibió en el Rojas, filmado por su hijo, el cineasta Lucas Distéfano?

No tengo computadora, ni email, ni Internet. Tal vez en algún momento lo acepte, pero ¿sabe?, tengo afecto por las cosas. Y eso de que a las computadoras hay que cambiarlas cada dos años para estar al día, no sé si me gusta. Yo disfruto escribiendo a máquina. Entiendo los beneficios de la tecnología, sería imbécil negarlos. Escucho a mis amigos, que me aconsejan, y a la sociedad, que presiona proponiendo cambios. Pero me pregunto: ¿para qué?¿Después de todo lo que llevo escrito, tengo que escribir más rápido? ¿Por qué tengo que buscar datos en Internet aunque no me guste ese lenguaje? A mí me da placer ir a los libros, buscar el dato, distraerme con la lectura o relectura de las páginas, de adelante y de atrás. Esa fue, hasta acá, mi manera de vivir. ¿Tengo que cambiar?

Se diría que en los reconocimientos que se le tributan por lo que, hasta acá, ha sido su manera de vivir, pensar y escribir, no permiten ninguna duda. Pero ya que hablamos de escribir, usted ha dicho alguna vez que valora especialmente la escritura a mano.

Eso también es algo que se está perdiendo. Recuerdo cuánto placer me daba recibir cartas. Tenía una amiga que me mandaba cartas desde Francia y me hacía muy feliz, no solamente leer lo que decía, sino imaginar sus gestos y los movimientos de su mano al imprimir esos trazos en el papel. Eso me la hacía más presente. En general, lo primero que miro es la letra de una persona cuando leo un texto manuscrito.

Como artista exitosa, ¿le ha tocado sentir la presión mediática?

No, nunca permití que esa presión se acercara.

¿Vivir en una localidad suburbana ha sido un método para lograrlo?
No tuvo esa finalidad, aunque celebro ese resultado, en todo caso. Pero vivo acá por una cuestión práctica, porque era más barato hacerse una casa en este barrio. ¿No le gustaría estar más cerca de la movida cultural o teatral?

A mi edad se valora tener un espacio para mirarse, para encontrarse. Porque por más que se haya vivido, uno siempre está en el borde, a punto de perderse. Este lugar es algo que necesito, para mi familia, para mis afectos, para mi trabajo, para saber cómo estoy, quién soy, qué respuestas puedo darme; si es que tengo alguna. ¿Llegaré al fin con alguna respuesta?¿O no voy a tener ninguna?

Gambaro Básico
Es una de las escritoras más relevantes de la argentina. Se inició en la narrativa con "Madrigal en la ciudad", "Las paredes" y "El desatino", los dos últimos trasladados luego al teatro. Su vasta producción dramática incluye piezas como "Los siameses", "La malasangre", "Del sol naciente", "Puesta en claro", "Decir sí ", "Antígona furiosa", "Es necesario entender un poco " o "La persistencia ". Es autora, además, de relatos y novelas como "Ganarse la muerte", "Dios no nos quiere contentos", "Lo impenetrable" o "El mar que nos trajo". Traducida a varios idiomas y estrenada en escenarios de América y Europa, hace pocos días comentaba que prefiere, con todo, la narrativa. "No sé qué les pasa a los otros, pero creo que cualquier escritor está atento a la sonoridad de las palabras, a cómo suenan. Y eso es todo (. . . ) cuál es el peso de una palabra, no lo sé. Yo lo hago sin pensar, con el oído". Este año fue declarada ciudadana ilustre de la ciudad de Buenos Aires.
Testimonios
Que el coreógrafo y bailarín Alejandro Cervera haya pensado su aporte específico a este homenaje desde el área de danza que dirige en el Centro Cultural Ricardo Rojas, habla de la multiplicidad y la riqueza inacabable de la escritura de Griselda Gambaro. "Siempre me sentí profundamente conmovido y perturbado por el talento dramático de Griselda –confiesa Cervera –, pero claro, sólo desde el lugar de espectador. Ahora, al frente del área de danza del Rojas, vengo llevando adelante un proyecto coreográfico vinculado a lo temático. Y esa admiración de la que hablé, sumada a la coincidencia de este aniversario, me indujeron a explorar cómo es "bailar Gambaro". Para averiguarlo, Cervera convocó a la coreógrafa Mabel Dai Chee Chang para que creara una obra basada en el libro de relatos Los animales salvajes y en otros textos de Gambaro. La coreografía ¿Quién no es salvaje? Se ofrece los jueves a las 21, en el marco del ciclo que Un homenaje, muchas voces incluye actividades de literatura y teoría teatral. "Toda la obra de Griselda tiene una enorme potencia expresiva pero la poética de Los animales salvajes, esa búsqueda de lo humanamente inaccesible para la razón que hace que los animales se muevan y se expresen según su naturaleza, me pareció un material fascinante para la danza", dijo Cervera. Cristina Banegas, intérprete de varias obras de Gambaro, cuenta que había sido tentada por la autora para que protagonizara La persistencia . "Yo le contrapropuse dirigirla –cuenta — porque sentí que ya estaba un poco grande para el papel. Griselda insistía en que yo en el escenario no tengo edad pero finalmente, sé que Carolina Fal hizo una interpretación excelente. No obstante, en la charla del Rojas estaba previsto que yo leyera un monólogo de mi actuación en La señora macbeth , pero cometí una pequeña trasgresión y leí un monólogo estremecedor del personaje de Zaida. Me dí el gusto. De todos modos, en términos de géneros y de estilos, Griselda propone imaginarios no muy realistas, cargados de misterio, con los que me identifico profundamente. Para mí son inolvidables ciertas experiencias con sus textos, como cuando Alberto Ure me dirigió en los ensayos públicos de Puesta en claro , una obra de una intensidad revulsiva que después se ofreció en el Payró". Laura Yusem, la directora que más piezas de Gambaro llevó a escena ( La malasangre , Del sol naciente , Antígona furiosa, Penas sin importancia , Es necesario entender un poco , De profesión maternal, Uno ama como uno puede. .. ), admite una singular sintonía estética con la autora. Y recuerda una anécdota del encuentro que iniciaría este vínculo artístico perdurable: "Ella acababa de regresar del exilio, vino a ver mi puesta de Boda blanca y en seguida se me acercó para proponerme que dirigiera La malasangre . Para mí fue un desafío extraordinario. Obviamente yo conocía y admiraba a Griselda por sus textos pero nunca había tenido ocasión de hablar con ella. Era 1982, todavía la época de la dictadura y la guerra de Malvinas. Y la obra, como todas las de Griselda, admitía lecturas metafóricas sobre lo que nos estaba pasando. En la segunda función, entró un grupo de unos 40 hombres que sacaron sus entradas en forma individual. Una vez iniciada la representación y gritando " ¡Viva Rosas!" y "¡Muera el comunismo!", desenfundaron armas y avanzaron liderados por el ultranacionalista católico Ricardo Curutchet. La función se interrumpió y había gente del público que, a pesar del clima de miedo que dominaba entonces, reclamaba por su derecho a seguir viendo el espectáculo. Yo subí al escenario y tomé de la mano a Lautaro (Murúa), que me decía por lo bajo: "No digas nada ". De pronto, un tipo se acodó sobre el proscenio apuntando y yo, que usaba tacos aguja, se los clavé en la mano diciendo: "¡El escenario no se toca!".


Olga Cosentino
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Mal de amores

La tía Valentina murió de amor. Si bien es cierto que su larga internación en el psiquiátrico sugiere otra cosa, el grueso de la familia sospecha que la causa del deceso (para más datos, precoz) habría sido un brutal tumor amoroso que la consumió en pocos años; amores que le pegaron mal. "Nadie se muere de amor", repetía yo cada vez que la modesta leyenda familiar entraba en escena, o los veía rumiar su bronca por la desaparición temprana de esa mujer a quien sólo conocí en fotos, y a la que todos suponían embrujada o algo parecido. Pero el tiempo esculpe la percepción inspirado en la experiencia individual. Así fue como, gastados ya varios kilómetros de existencia, la "loca" se convirtió en caso de estudio; suerte de Dora (la famosa paciente de Freud) de cabotaje, capaz de aportar pistas concretas sobre un tema, a todas luces, apasionante. ¿Se puede morir de amor? ¿Es un mito que desapareció junto al romanticismo? El primer dato llamativo y digno de análisis, son las evidentes similitudes que existen entre amor y enfermedad. Hasta el más racional de los científicos podría percibir un aire de familia intenso. Ambas "plagas" aparecen cuando menos se las espera, y su potencial asesino depende, en gran medida, del estado previo del cuerpo infectado, y las características particulares de la cepa en cuestión. Al igual que la gripe asiática, el amor presenta cepas de altísima peligrosidad, y otras relativamente benignas que, a no relajarse, pueden mutar en cualquier momento y lugar, causando daños de consideración. Jamás conviene bajar la guardia: el sentimiento amoroso siempre tiene pronóstico reservado. Según averigüé, Valentina fue masacrada por una combinación inoportuna de ambas. Literalmente, saltó el tablero de comando. A los ojos de los demás, las obsesiones del amor pueden resultar inexplicables, casi crípticas. Por si hace falta profundizar el concepto, sus últimas palabras ilustran la teoría en cuestión: "no transpiraba", dicen que dijo antes de poner pies en polvorosa. Y son tantos los testigos presenciales del hecho, que el margen de error es escaso, prácticamente nulo. En lo que a la distancia parece el acto central de una comedia ligera, o la representación de un pésimo aviso de desodorante, la transpiración adquirió rango de cuestión de estado. "¿Transpira?", preguntaban a coro sus seres queridos ante cada nuevo candidato (tuvo tres después del mortal). "Sí", afirmaba la enamorada, para hundirse en profundas depresiones de las que resultaba imposible sacarla, con salpicones de furia en los que golpeaba su cabeza contra la pared, y repetía el nombre del Romeo perdido; nombre que, curiosamente, ya nadie es capaz de recordar. "Seco" (por la falta de sudor, no de plata), lo siguen llamando aquellos sobrevivientes que aún maceran su furia (hoy travestida de nostalgia).

Parece que a Seco, enamorarla le llevó un tiempo considerable (nada de amor a primera vista). De entrada, cuentan, Valentina se comportó según lo habitual. Es decir, sometió al galán a una excursión perversa de evasivas y falsas promesas; viaje que el "criminal" toleró sin chistar, redoblando esfuerzos con cada negativa. El teléfono sonaba a horas insólitas; ella se hacía negar a los gritos, dejando en claro que no tenía la menor intención de atender. "Es un buen chico", juran que sugirió varias veces mi abuela, entablando cierta complicidad con el "asesino" que nunca le perdonaron del todo. "Si te gusta tanto salí vos", desafiaba, molesta, la futura víctima, y seguía en su mundo, sin señales prematuras que indicaran el infierno por venir. Hasta que por fin cedió. A partír de ahí, Seco reencarnó en Dios, y dedicó buena parte de su vida a gobernar (quizás sin buscarlo) el universo de la difunta. Obviamente, los llamados empezaron a escasear. "Está tan ocupado". También desaparecieron el batallón de tarjetas cursis, y las cajas de chocolate blanco. "Puros como el sentimiento que tengo por vos", llegó a escribir el pichón de Migré.

"Soy muy feliz. Es la primera vez que siento mariposas en la panza", anotó Valentina en su diario (por entonces se usaban esas cosas).

Mariposa Technicolor.

Arrebatados por un enjambre de mariposas histéricas que desordenan el estómago, y cuya vida útil se mide en preciosos minutos que conviene aprovechar sin demora (seguro, no se van a repetir), decimos "te amo" con una intensidad tal, que los poemas de Neruda huelen a verso parido por una súbita y efímera pasión escolar. "Te quiero como a ninguna, juntos crucemos laguna…" Expresadas en el momento justo, ciertas palabras simples y cotidianas, ostentan el poderío de un monumental generador eléctrico que, solito su alma, es capaz de paliar la más despiadada de las crisis energéticas criollas. Atucha pasional. Fuera de contexto, arañan el ridículo en tiempo record. Claro que, a poco andar, muestran la hilacha, y adquieren la consistencia pastosa de un fósforo humedecido. Flores de un día son… ¿A dónde van las palabras cuando se desinflan? Derecho hacia otra persona. Nada se pierde, todo se transforma en estrategia de combate amoroso. Sin embargo, los conflictos empiezan mucho antes de que esto ocurra, bien al comienzo de la relación. Y el culpable (si puede llamarse así) hay que buscarlo entre el arsenal de respuestas, más o menos conocidas, a las que recurrimos en tan dignas y fugaces circunstancias. Si lo que recibimos a manera de reembolso por nuestra edulcorada declaración, es el clásico y nunca bien ponderado "yo también", la alarma empieza a sonar en algún lugar impreciso que, pongámosle, se ubica cerca del inconsciente. Es verdad que, en esos instantes de inspiración suprema, en los que dejamos el corazón a la intemperie, ninguna respuesta satisface. El que pega primero, gana. Pero "yo también" se posiciona en la base de la pirámide. ¿No tuviste mejor idea que subirte a mi revelación así nomás, como quien se cuelga de un bondi en Constitución? Extraña (y jorobada) paradoja la del amor: al principio nada alcanza y después todo sobra. Peor es el caso de aquél que, buscando doblar la apuesta, aporta una cuota de eternidad al asunto: "siempre te voy a querer". ¿Siempre? De tomarlo en serio, bajamos la guardia y nos recostamos, tranquilos, sobre los laureles conquistados. La seguridad, de cualquier clase que sea, es un veneno efectivo que aniquila a cuanta mariposa excitada encuentra en su fatal camino, las somete a torturas rebuscadas, procesos de involución de los que salen transformadas, reconvertidas en larvas inquietas; gusanos hambreados que sólo se calman frente a la presencia de un objetivo nuevo. Porque la muerte del amor es uno de los pocos espectáculos definitivos que ofrece la madre naturaleza. Ni el efecto invernadero destruye con tanta precisión matemática. Donde hubo fuego, apenas queda un puñado lamentable de cenizas (igual de humedecidas que los fósforos) que reavivadas, suelen abrir la puerta a un desfile incesante de calamidades desastrosas; viaje al pasado que, en el mejor de los casos, sólo despierta fantasmas dormidos. ¿Cómo llegamos acá? Vaya uno a saber… Aunque es probable que las promesas de amor eterno ni siquiera atraviesen la piel de un receptor sensible, cercado por el temor a perder lo que ama. ¿Y los que no emiten opinión? Amantes malditos que manejan silencios de cripta. "¿Me querés?", preguntamos ansiosos. "Obvio", responden sin mover un músculo. "¿En serio me querés?", repreguntamos, fieles a la ley del tirabuzón, creyendo que al otro expresarse le cuesta, y necesita ayuda. "¿Qué te acabo de decir?". Se trata del máximo galardón a conquistar. Quizás sean parcos de verdad (la esperanza es lo último que se pierde); instalan la sensación agobiante de que esconden sus frases conmovedoras bajo siete llaves, a la espera de un candidato mejor.

No se puede vivir sin amor. Las posibilidades de que una persona deseche el tránsito por esta emoción son prácticamente nulas. Las chances de que el objeto amado sea el ser humano que tiene al lado, bajas. La cara más trágica del sentimiento amoroso es aquella que muestra lo que sigue: el amor es un tipo especial de emoción que, para nacer, necesita dos personas; al momento de crecer le basta con una. Es más, le cuesta evolucionar estando en pareja. El buey sólo bien se lame. Explicaciones (especialmente psicológicas) al fenómeno hay miles. La sabiduría popular enseña que la psicología puede estar equivocada.

"Deben ser cosas mías pero últimamente lo siento frío… Majo (en esa época su mejor amiga) dice que lo haga sufrir un rato, que deje de llamarlo por un par de días y que voy a ver como vuelve mansito, pidiendo por favor... ¿Y si no lo veo más? Nadie lo entiende al pobre. Ni la mamá lo entiende. Yo se que en el fondo me adora. Lo voy a volver a llamar. Está esperando que lo llame."

Río escondido.

Si las plegarias del cancionero popular son escuchadas, y el mundo es finalmente invadido por una ráfaga de amor, las consecuencias de semejante invasión podrían ser bien distintas a lo esperado, especialmente porque, de un día para el otro, quedaríamos en manos de ese sentimiento volátil e impreciso del que hablamos mucho, y sabemos bastante poco.

Hoy por hoy, ¿moriría Valentina? Es decir, en medio de tanta innovación tecnológica y liberación sexual, ¿encontramos la vacuna definitiva para esta enfermedad que parece propia del siglo diecinueve?

En el nuevo milenio, a pesar de lo que digan, la gente sigue matando y muriendo por amor. Y ambos comportamientos nos resultan válidos, aunque la víctima en cuestión sea el objeto amado, o quien entregó su vida, alguien que jamás fue (ni será) correspondido. ¿Qué otra cosa es un crimen pasional? ¿No hay acaso mártires entrenados en el arte de sufrir por amantes desaprensivos que apenas los registran? El odio, estigmatizado como "cara opuesta de la misma moneda", está a años luz de competir con éxito en las exigentes olimpiadas de la esquizofrenia amorosa. Cualquier ciudadano común puede leer una página del diario en la que se cuenta cómo un hombre (o una mujer) degolló a su amada hasta desangrarla, y en la siguiente emocionarse al descubrir que otro (u otra) enfrentó las llamas con el objetivo de rescatar del incendio a su media naranja chamuscada, sin que siquiera se le cruce pensar en contradicción alguna. Aceptamos los vaivenes bruscos del amor con una naturalidad que deben envidiar los demás sentimientos. Nadie salva la vida del ser que odia. Muchos serían capaces de terminar con la existencia de la persona que aman. Así de complejo y retorcido es el espasmo amoroso. Es cierto que, en la naturaleza humana, ninguna emoción se encuentra en estado puro, vienen revueltas a lo gramajo, mezcladas en un pastiche pegajoso que ni el mejor de los descuartizadores sería capaz de dividir en trozos. Sin embargo, sólo el amor disfruta de una definición amplia y generosa en matices. ¿Qué cantidad de interpretaciones libres admite la palabra "cariño"? Ninguna. Tener cariño por alguien es manejar rangos emocionales, quizás profundos, pero decididamente estrechos, a salvo de sobresaltos y sorpresas. Lo mismo ocurre con el afecto. Sentir amor es comprar un boleto con destino de exceso.

Tantas son las turbulencias en vuelo, que podríamos escribir "padecer" en lugar de "sentir", y pocos notarían la diferencia. "¡Qué te enamores!", maldicen los gitanos cuando buscan desear el peor de los males. Por alguna razón, en nuestros días, la reina madre de la emociones circula comprimida, avergonzada; suerte de arroyo entubado, Maldonado sentimental que, corriendo agitado entre las tripas de una avenida aparentemente sensata y racional, condiciona gran parte de nuestras conductas. ¿Conocen las glamorosas catacumbas escondidas bajo el cemento de la Juan B Justo? Un verdadero laberinto de túneles invisibles pero rumorosos que siempre están ahí. Buenos Aires pudo haber elegido convivir con ése cauce rebelde que, según cuentan, tenía el don dudoso de convertirlo todo en barro. Eligió sepultarlo; aunque en su homenaje levantó (o enterró) una tumba faraónica. La modernidad hizo algo parecido con el amor: lo encapsuló en compartimentos estancos: celos por acá, excitación por allá, histeria por los cuatro costados; y el sentido común jugando a civilizar, a ordenar las cosas. Por ejemplo, negamos o minimizamos la influencia del impulso amoroso en las organizaciones laborales (¿Cuántas carreras tuercen su rumbo al amparo de una pasión descontrolada?), lo limitamos a la vida en pareja, o pretendemos burlarlo apostando todas las fichas al ejercicio libre de la sexualidad. Antes, la sociedad tenía mayor conciencia de la fatalidad e influencia del sentimiento amoroso en las "cosas de la vida"; sabía que, tarde o temprano, los arroyos tienden a desbordar y descargan su bronca. Cada tanto, las famosas "mariposas del estómago" salen de las cuevas de hormigón que les diseñamos, y se transforman en abejas asesinas apuntando sus aguijones en dirección exacta a la yugular de la persona amada. O lo que es peor, del amante despechado. ¿No fue eso lo que le pasó a la tía en estudio? Lo consideramos un simple entretenimiento que se mezcla con otros, y se celebra alegremente en primavera. Error fatal. El amor es peligroso.

Si Valentina viviera, Seco la volvería a "matar". Sólo que, a los ojos de ésta nueva comunidad negadora, las causas de la muerte (y el causante) quedarían solapadas en la más absoluta oscuridad. "Depresión", ensayarían. Y a embucharla de ansiolíticos, tranquilizantes y antidepresivos. ¿Quién arriesga un epitafio romántico que diga, simplemente, "murió de amor"?

"Hace tres meses que no sé nada de él. Mi cabeza va a estallar."

Sudor y lágrimas:

Desmayarse, atreverse, estar furioso,áspero, tierno, liberal, esquivo, alentado, mortal, difunto, vivo,

leal, traidor, cobarde y animoso…

Lope de Vega

Sin duda, quienes mejor entendieron las incoherencias esenciales del sentimiento amoroso, fueron los poetas del Siglo de Oro español (en realidad son dos siglos, XVI y XVII); un período histórico durante el cual las artes, particularmente la literatura, alcanzaron cimas de calidad que jamás se volverían a explorar. Verdaderos maestros en las especificidades del "mal de amores". Toda su poesía es la exaltación del amor imposible (el único que entabla relaciones con la eternidad), aquel que no se puede, y en cierto sentido no se debe, conquistar; incluso las mujeres "deseadas" eran construcciones literarias, ninfas de cabellos de oro y aspecto angelical; difícil encontrárselas caminando por el mundo real. Ahí, apoltronado en el territorio de las fantasías más elaboradas, el deseo amoroso era una máquina de levar a destajo, desbordaba el molde sin problemas ni limitaciones, y generaba imágenes poéticas perdurables. Todavía hoy, su intensidad expresiva conmueve. Para nosotros, acostumbrados a las urgencias de la comida chatarra, y el ritmo desenfrenado del video clip (por no nombrar los efectos secundarios del avance tecnológico que, por ejemplo, nos mantiene aferrados veinticuatro horas al celular), los amores imposibles son un mal negocio que conviene desechar de inmediato. A lo sumo, y porque las evidencias patean en contra, aceptamos a disgusto los azotes enfermizos del amor no correspondido. Pero eso es harina de otro costal. Nada bueno surge de la obsesión, el empecinamiento en alguien que no nos da ni la hora (distinto es si alguna vez nos la dio). La imposibilidad impulsa grandes obras, mantiene la esperanza en alto y, en el peor de los casos, aceita nuestras ganas de luchar; el rechazo desgasta y cansa. Aún considerando las enormes distancias que nos separan de aquellos célebres poetas españoles, y el tono ligeramente "masoquista" de la obra que legaron, su singular visión enseña algo que, guste o no, se inscribe en el registro de las máximas incuestionables: si pasa a mayores, el enamoramiento tiene los días contados. Es genético. Las mariposas estomacales son "animales" de vuelo corto y expectativas bajas. De poco sirven las estrategias prediseñadas que hablan de cuartos separados, o parejas con cama afuera que, al esquivar las rutinas de la convivencia, buscan inmortalizar ése refrescante repiqueteo inicial. Tampoco es cuestión de culpar al trabajo excesivo, o a las deudas que se acumulan en desafiante aluvión. Simplemente se trata de una ley no escrita de la naturaleza. En el menú, el enamoramiento es la entrada y, como tal, resulta rico, atractivo y escaso de abundancias. Claro que se lo puede congelar un tiempo; o vivir devorando entradas, evitando el compromiso mayor del plato principal. Ahora bien, si el efecto hipnótico del tintineo inicial dura lo que un suspiro, y el amor es una peligrosa enfermedad, ¿qué nos queda?

Hacer la "gran Proust". Es decir, morder la famosa magdalena (o cualquier otra galletita que tengamos a mano) y esperar que, imitando al libro, su sabor familiar nos devuelva los pliegues conmovedores del tiempo perdido. Aromas y fotos olvidadas también pueden servir. ¿Y un beso estampado con mayor intensidad que la habitual? Es otra posibilidad. En base a pequeños trucos ingeniosos, las tiranías de la percepción, esas que adormecen los sentidos, se pueden trampear. El riesgo es quedar pegados en el intento.

"Lo que no te mata, te fortalece", asegura el dicho popular. Al menos sirve de consuelo. A Valentina, la fórmula le falló.

"Todos sudan, y en esa transpiración se les amontonan los olores… Transpiraba poco, tenía un perfume singular que, haga lo que haga, no logro desterrar, ni volver a encontrar…"

Fue una de las últimas cosas coherentes que escribió.

Omar Bello / Filósofo y publicista
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A Dios gracias

Sergio Barbieri, profesor e investigador de la Academia Nacional de Bellas Artes, cuenta, en la introducción a su libro Exvotos argentinos: un arte popular (Fondo Nacional de las Artes), que esta historia comenzó en 1972 cuando fue a La Rioja como jurado de un concurso fotográfico –él se especializaba en el retrato de manifestaciones folklóricas y etnográficas–. Allí fue cuando descubrió en la catedral de la ciudad capital el valor artístico de las piezas ofrendadas, cuando vio miles de exvotos de plata superpuestos y colocados por orden de llegada, figuras que representaban ojos, manos, brazos, piernas, cuerpos enteros, troncos. Desde entonces, se dedicó a documentarlos con verdadera pasión. “Me atrajeron por la calidad formal y sus diseños tan peculiares”, cuenta en charla desde Córdoba, donde vive. Y es que los exvotos argentinos son únicos en el contexto de las ofrendas de fe latinoamericanas, y el trabajo de Barbieri expuesto en el libro refleja este carácter en todo su esplendor. La gran mayoría son ofrendas de plata, que abarcan la totalidad de la experiencia humana —y cuando se habla de totalidad no se trata de una figura retórica: se puede ver una cabeza de niña con el cráneo abierto (¿quizá en agradecimiento por una cirugía de cerebro?); narices, dentaduras, orejas, penes, trompas de Falopio, intestinos, corazones, columnas vertebrales, vaginas, pulmones, mezcladoras de cemento, volantes, manubrios de bicicletas, violines, perros, molinos, vacas, carteras, casas y unas misteriosas imágenes de cuerpo entero que son un verdadero enigma, una conversación privada entre el promesante y lo sobrenatural; también, expuestos como están en las páginas del libro, o colgados de los santos, vírgenes o Cristos a quienes se les ofrenda, parecen un manual de anatomía desperdigado, entre el candor y el morbo, o un cuarto de cachivaches integrado por pequeños tesoros.

Los exvotos también sacan a la luz a artistas casi anónimos, como el platero sólo conocido por las iniciales de su firma, ADG, que realizaba sus elegantes diseños en chapa recortada posiblemente basado en figurines de revistas de época, la primera mitad del siglo XX. En ninguna de sus imágenes, y las suyas se encuentran por cientos en Córdoba, aparece alguna sugerencia al mal o problema que el promesante habría sufrido, y por el cual agradecía.

Si bien en otros países, notablemente en México, los exvotos solían —suelen— ser pinturas votivas, en Argentina es casi excluyente el agradecimiento realizado en plata. Barbieri explica: “Creo que había abundancia de metal y muchos plateros en pueblos y ciudades. Los censos del siglo XIX y principios del XX así lo demuestran. Todas las crónicas de viajeros narran la existencia de ofrendas de plata y oro. Nadie comenta si también había pinturas. Si las hubo fueron pocas comparadas con los exvotos de plata. Las pinturas votivas antiguas que aparecen en el libro son las únicas que existen en lugares públicos. Los exvotos de plata de nuestro país son los mejores de América en cuanto a su calidad artesanal y concepción estética. No hay en ningún país una pieza tan compleja como la maqueta de la fábrica de vidrio que se conserva en Luján. Las ofrendas de México, Puerto Rico, República Dominicana, Perú o Bolivia y también de otros países de la región son muy pequeñas, a veces del tamaño de un dije, fundidas o de troquel y de producción serializada”.

La pasión de Barbieri lo llevó a, entre otros proyectos, refuncionalizar los museos de arte religioso en Luján y en Itatí, Corrientes. Ahora mismo está creando, organizando y dirigiendo el Museo de la Altagracia en el santuario de Higuey, en República Dominicana. Allí hay un patrimonio de platería de uso para el culto y pinturas de los siglos XVII al XX. “En cuanto a los exvotos metálicos ya conté 16.300 y hallé 120 tipologías”.

Cada exvoto guarda una historia de sufrimiento y redención, pero también un índice sociológico: “Suelen ser una síntesis muda de las afecciones o epidemias que sufren las personas de distintas zonas. El bocio en el noroeste; la tuberculosis en todos lados; manos, brazos y piernas por accidentes de trabajo y también la sífilis y otras enfermedades tan comunes antes de la era antibiótica”. ¿Un especialista puede tener una pieza que lo obsesione? No es el caso de Barbieri, pero reconoce que hasta hoy se siente desorientado por algunos: “Hay un exvoto ofrendado en Itatí que representa una mano con una flor y empuñando un puñal o facón. No sé qué es, no pude nunca comprenderlo. Los zapatos, las carteras y los sombreros también tienen un mensaje críptico. Como los motivos de agradecimiento son variadísimos, los zapatos pueden significar que alguien los obtuvo por primera vez o la ofrenda de un fabricante de calzado”.

La intención de Barbieri es demostrar que el sistema de diálogo con lo sobrenatural de los exvotos es también un arte que debe ser valorado y preservado debidamente. Pero, confiesa, su deformación profesional como profesor de Bellas Artes siempre le tira más. Y los exvotos finalmente se lo ganaron por su belleza. “Mi interés por el arte popular nace de una vivencia que tuve en Buenos Aires cuando era adolescente, con mi abuela calabresa. Ella estaba en el jardín-huerta-gallinero de su casa con un tenedor en la mano, decorando un banco de mampostería que acababan de revocar. Con el tenedor le estaba haciendo un diseño de ondas entrecruzadas. Cuando me vio me dijo: lo importante e’ l’ estética. Esa es, creo, mi gran anécdota iniciática”.

Mariana Enriquez
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Lo primero es la familia

Filmada en 1985, considerada por muchos una de las, si no la mejor comedia del cine nacional, reverenciada por un amplio público que, sin distingos generacionales, puede verla una y otra vez por televisión, siguiendo en voz alta cada escena, cada reacción, cada línea de diálogo, Esperando la carroza no es –sin embargo– una película excepcional. En efecto, durante la primavera alfonsinista no era nada nuevo, habida cuenta del éxito pasado de Teatro Abierto, desempolvar éxitos de la dramaturgia independiente (de Tito Cossa a Aída Bortnik) y acentuar los detalles “políticos” o “de denuncia”, mientras que el género comedia venía siendo un estándar de producción de la época, incluso desde antes del fin de la dictadura. La luz rebotada y plana que se repite en todos sus interiores bien podría pasar por la de una de Porcel y Olmedo u otro largometraje industrial, y sus decorados y el vestuario rutinariamente costumbristas distan mucho de los imaginativos despliegues con que, por aquellos años, un Solanas o una Bemberg fascinaban miradas exigentes. Tampoco puede decirse, en rigor de verdad, que haya un lenguaje de cámara exquisito o innovador, sino más bien uno a caballo entre cierto oficio clásico y los usos televisivos (así, por ejemplo, en alguna que otra escena del velorio, como el momento en que las adolescentes huyen de la habitación al ver a la abuela, soluciones poco felices del manejo de grupos en el encuadre obligan a los actores a desplazamientos injustificados, cuando no contradictorios), el talento de Doria siempre ha estado más del lado del manejo de los actores que de la cámara. Pero tampoco las actuaciones, si bien muy por encima de la media histórica en términos de calidad, parecen funcionar en un registro distinto del su tiempo y su tradición. No; lejos de ser una película fuera de lo común, el resultado de un trabajo individualísimo y visionario, Esperando la carroza sorprende porque en ella todas esas circunstancias habituales y ordinarias que en el resto de la producción de la época conducen al desastre, a la trivialidad, a un indefectible aburrimiento, aquí se aglutinan, condensan y adquieren su propio ritmo, casi como los proverbiales flancitos de Mamá Cora que la signan desde el inicio.

En tal sentido, la película realiza un mito largamente acariciado por la crítica, el de la genialidad del sistema, según el cual, en el marco de determinadas pautas industriales, tarde o temprano algún grupo de artesanos competentes y laboriosos pero no necesariamente inspirados en el sentido romántico del término –vale decir, visionarios, adelantados a su época– habrá de llegar a buen puerto (interpretación que, en más de una oportunidad, sirve de explicación para varios clásicos del período dorado de Hollywood). Encarna, además, otra leyenda igualmente potente, si bien más específica de la industria cinematográfica argentina: la fantasía del film popular, ése que sin mediaciones sea capaz de llegar a todos los públicos gracias a su acertada representación de “el ser nacional”. A fin de cuentas, desde La guerra gaucha (1942) hasta Mundo grúa (1999), pasando incluso por acercamientos al criollismo tan disímiles como el Juan Moreira (1973) de Favio y el Martín Fierro (1968) de Torre Nilsson, la idea rectora de un cine-espejo que hable “nuestro” idioma y muestre a “nuestra” gente ha sido el estandarte en nombre del cual se defienden –y perpetran–- toda clase de iniciativas a 24 cuadros por segundo, rigurosamente financiadas por el Estado en virtud, justamente, de la necesidad de reafirmar una cultura nacional siempre endeble, imperfecta y en riesgo.

Es desde este punto de vista, el de la construcción del relato y la intriga de la patria, donde comienza a revelarse el verdadero aporte de Esperando la carroza ya no al cine sino a la cultura argentina en su conjunto. Definitivamente lejos tanto de la esquemática idea de la viveza criolla en tono crítico (La fiaca) o celebratorio (cualquier comedia incluso al día de hoy) como de la apología moralizante del buen vástago de la familia-célula eclesiástica de la sociedad (las de Palito), este grotesco carente de las densidades psicológicas de Discépolo o Pacheco pero generoso en apuntes sociológicos, se atreve a representar al ser nacional no como un ente armónico y consistente, sino como el resultado de una tragedia de clase, atravesada por el desgarro de un ascenso socioeconómico diferencial.

La distancia que separa a Antonio Musicardi (el personaje interpretado por Luis Brandoni) de sus hermanos, sobre todo de la misérrima Emilia (Lidia Catalano), es la misma que acosaba obsesivamente a los personajes de Florencio Sánchez, pero con una diferencia fundamental: en la Argentina de la segunda mitad de siglo, no es ya el acceso al conocimiento ni el sacrificio de los padres el que permite la movilidad social, sino los negocios sucios y la explotación directa o mediada de los contemporáneos. En la vinculación de Antonio con “la pesada” –ausente de la obra teatral, escrita muchos años antes de la dictadura–, así como en el trato chupamedias y servil de esa Susanita de Quino adulta que es Elvira (China Zorrilla), es mucho más que la complicidad de la clase media con el Proceso lo que queda al descubierto.

Lo que resuena de escena a escena, con la aterradora insistencia de una marcha fúnebre, es el retrato de un universo social que, en vez de Edad de Oro, en su pasado tiene por toda referencia un conventillo, la miseria como amenaza permanente, situación que no sólo explica sus permanentes “deslices” de clase (como aquel en el que incurre Nora, el personaje de Betiana Blum, cuando al salir de su casa da un besito a los faros del auto importado) sino que también le vale de justificación para cualquier medida que deba tomar con tal de evitarla. No hacerlo, lejos de constituir un gesto de dignidad o ética, es considerado una falta moral, como en el proverbial refrán de la época según el cual en este país no trabajaba el que no quería.

Es por ello que, conocedora del paño, la Susana de Mónica Villa, aún hoy demoledora en su representación del explotado, no exige justicia, ni siquiera un reparto distinto de las obligaciones y los costos familiares, sino mera piedad cristiana: que se lleven a la abuela un mes, sólo eso. En el transcurso de la película, aprende que el juego se sostiene, por increíble que parezca, sobre el acuerdo tácito de no discutir plata, como intenta al principio, sino moral (de allí que, para llamar la atención, se vea obligada a delatar los cuernos de sus cuñadas). En semejante contexto, donde el sostenimiento de una fachada vagamente “católica, apostólica y románica” (al decir de Elvira) permite una construcción criminal de la riqueza, el abandono de la abuela trasciende el problema de la tercera edad para anunciar la exclusión de todos aquellos que, representando puro gasto –y, por ende, obstrucción del ascenso–, deberán ser irremediablemente dejados de lado.

Con gran sentido de la oportunidad, Esperando la carroza captura ese orden, ese espacio social donde los distintos estratos se ven aún obligados a convivir, en el momento mismo en que la historia, por distintos procesos concurrentes (que van desde los primeros intentos de privatización hasta la sanción de la ley de divorcio), comienza a preparar su entierro. Hoy Elvira no tendría por qué temer la aparición de Susana y Jorge, así como Antonio y Nora, probablemente, jamás visitarían la casa de Sergio; los “hermanos” ya no se cruzan, el espacio ha sido eficazmente dividido. Si algo explica la perduración de la película más allá de su comicidad, de sus aciertos sociológicos y del probado oficio de Alejandro Doria, no es –como suele decirse– lo bien que retrata “cómo somos”, sino que permite un nostálgico viaje en el tiempo a una época en que la dinámica social argentina aún contemplaba el constante cruce de clases y una dinámica de intercambio, ese punto en que retrata “cómo éramos”.

Por más paradójico que parezca, al mismo tiempo que con su risa es capaz de reconocer la falsedad y la traición que subyacen a la metáfora de la sociedad como familia, el público de hoy añora los ravioles o fideos del domingo, ese ideal de estructura que los discursos cinematográficos y televisivos le han acostumbrado a percibir, desde los ya legendarios Falcón, como norma de contención y afecto (definitivamente aniquilada en los ‘90). Desde un presente tan atrozmente fragmentado, donde en muchos casos ni siquiera la familia, ese grupo tan próximo, oficia de lugar de reconocimiento, antes que como un espejo, Esperando la carroza funciona como el viejo álbum familiar, plagado de imágenes de seres absurdos, grotescos y crueles pero en alguna medida entrañables, cuanto menos por cercanos. Ahora que las Elviras a sus hijas no les pagan clase de francés sino de baile en el caño, que los hermanos ricos se encierran aterrorizados de los pobres y que la casa familiar apenas se sostiene en pie (como supo retratar, siguiendo la genealogía teatral del grotesco, La omisión de la familia Coleman), cuesta imaginar de qué trata la anunciada segunda parte, y aquellas crueldades del ser nacional, comparadas con las atrocidades de hoy, se nos antojan pueriles, perdonables, queribles.

Hugo Salas

El mito argentino
Aunque pocos lo recuerden, en 1974 yo ya había dirigido una versión televisiva de Esperando la carroza para el ciclo Alta comedia, de Canal 9, con un elenco muy importante; además de China estaban Pepe Soriano, Raúl Rossi, Dora Baret y, en el personaje de la vieja, Hedy Crilla. Me divertí mucho haciéndola, y siempre me pareció que podía convertirse en una película muy atractiva.

Cuando comenzamos a trabajar en la adaptación, muchos años después, me di cuenta de una cosa. En la obra, Mamá Cora desaparece a los 5 minutos y no vuelve hasta el final, todo el tiempo existe la posibilidad de que ella sea, efectivamente, la muerta que están velando. Esto hace que la pieza sea de un grotesco muy negro, devastador. En la película, en cambio, pensando en Hitchcock y en hacer del espectador un cómplice, se me ocurrió mostrar a la vieja todo el tiempo en la casa del frente, lo que disipa un poco la tensión, suma comicidad y, por otra parte, desplaza el énfasis de lo que pueda haberle pasado a ella al vínculo entre los hermanos.

Sin que yo lo pensara en ese momento, también ayudó que el personaje lo interpretara Antonio Gasalla. Originalmente, había pensado en Niní Marshall, con quien llegamos a vernos dos o tres veces, libro en mano. Yo la adoraba, pero hubiese sido un desacierto: por más genial que fuera su papel, habría sido muy doloroso ver a una mujer de 90 años, y más a Niní, en ese papel. Al hacerlo Gasalla, en cambio, el público entra en un juego teatral, porque por más que le peguen, se caiga o la crean muerta, sin importar cuán bien lo haga, no deja de ser un hombre joven disfrazado de mujer. Y funciona muy bien. De hecho, al momento del estreno a nadie se le ocurrió preguntarme por qué había puesto un hombre, y no una mujer, en ese papel.

Eso sí, la película no le gustó a nadie. Las críticas fueron durísimas. Todos decían que había exagerado mucho y es cierto, yo hice un grotesco multiplicado por ocho, decisión que incluso me trajo problemas con el elenco. Para colmo, en la moviola me di cuenta de que muchas secuencias, por más extraordinarias que fueran, no agregaban nada, y le saqué 18 minutos. Hasta la montajista, Silvia Ripoll, se quejaba de que cortara escenas tan divertidas, y eso a los actores los enoja mucho, así que terminamos todos peleados. Odiaban la película.

Nunca supe muy bien qué me iluminó en ese momento, porque recién ahora, en la madurez, he aprendido esa crueldad necesaria de quitar lo que no sirve. Cuando uno es joven, por lo general deja lo que salió a su gusto y corta lo que no, y así muchas veces deja cosas innecesarias y quita partes fundamentales. A mí me había pasado en películas anteriores, como La isla, pero en Esperando la carroza bajó el ángel. En parte, creo, me jugó a favor cierta inseguridad. Yo nunca había hecho humor, entonces durante la compaginación, por miedo a que las situaciones no fueran eficaces, corté al ras, al límite. El día del estreno me quería morir, la mitad de la película quedó sepultada bajo las carcajadas de la gente, que mientras se reía ya se estaba perdiendo otro gag. Sin querer, aprendí el secreto de la comedia, no dar respiro, y por eso la gente encuentra cosas distintas cada vez que la ve.

De todos modos, más allá de los méritos que pueda tener, para mí es un milagro. Con el paso del tiempo, el público se encargó de endiosarla, de convertirla en un mito. Cuando se cumplieron veinte años, el Festival de Mar del Plata organizó un homenaje con una copia nueva en el cine Colón, y las 600 o 700 personas que llenaban la sala acompañaban los diálogos a los gritos. Chicos que no estaban vivos cuando se filmó, la saben de memoria. Y no sólo acá; años atrás, en España, me dijeron que Carmen Maura quería conocerme... porque tenía en su contestador diálogos de la película. Todo eso va más allá de lo que uno haya o no haya podido hacer, no tiene que ver con el talento, con el trabajo ni con las ganas, es algo que ocurre sin que uno sepa muy bien por qué. Por eso, aunque en su momento comenzamos a trabajar un libro con Jacobo, rápidamente desistí y me di cuenta de que no tenía sentido filmar una segunda parte: no se puede competir con un mito.

Alejandro Doria

Grotesco napolitano: la revancha
Para mí, Esperando la carroza tiene gustito a revancha. Todo empezó con una noticia en la sección de internacionales de uno de los diarios de la tarde, La Razón si mal no recuerdo. “Nápoles: dos hermanos se pelean por el honor de velar a su madre”. La historia me pareció tan graciosa y tan horrible al mismo tiempo que, cultor como soy del grotesco, me atrajo de inmediato. “Qué hipócritas –pensé–, seguro que nunca se habían ocupado de la madre y a último momento se desesperaron por salvar las apariencias.”

Escribirla me llevó sólo dos días. Cuando se la di a leer a un amigo, director de teatro, me aconsejó que la queme. Después del estreno, en Montevideo, salieron críticas espantosas, les parecía ofensiva mi mirada sobre la clase media uruguaya (aunque yo pensaba en términos más amplios: uruguayos, argentinos, brasileños o italianos). Así y todo, fue un éxito total. Siete años permaneció en cartel: Montevideo, Chile, Brasil, Argentina. Al día de hoy continúan pidiéndome los derechos, no debe quedar un rinconcito donde no se haya representado.

La película, desde luego, amplificó el fenómeno, sobre todo en Argentina. Como autor, no tengo más que agradecimiento por el trabajo de Doria, que fue muy bueno. Si bien modificó algunas cosas (en la obra no había referencias al universo político, yo he preferido siempre evitar cuestiones que puedan herir susceptibilidades), fue fiel al original. Nunca podré olvidar a una mujer, en Montevideo, que salió de la sala llorando; debe haberse reído a carcajadas, como todo el mundo, pero en determinado momento algo la sacudió. Doria supo reproducir ese espíritu: reírnos de nosotros mismos, con lo más cercano, donde más duele. Con la segunda parte, que ya está escrita y en manos de un productor, espero que se repita el logro.

Muerte y resurreccion de la viejita
Sabemos que está lleno de relatos de filmaciones malditas, de actores y directores mal avenidos, de rodajes accidentados. Y si bien, según el relato de sus protagonistas, la filmación de Esperando la carroza no careció de dificultades, relacionadas sobre todo con la escasez de dinero y el apremio de tiempo (cuando transformaban a Antonio Gasalla en Mamá Cora había que aprovecharlo y rodar horas seguidas, no sólo por el tiempo que llevaba componer la máscara, también porque ésta tenía una duración limitada), no se puede sino creer que los astros coincidieron para darle una buena estrella y una larga vida. La excelencia de guión y dirección, la brillantez de las actuaciones –todas, todas y cada una de ellas–, el sutil equilibrio entre humor y seriedad. Todo eso se conjugó para que en 1985 viera la luz una de las mejores películas argentinas de todos los tiempos. No una de las mejores películas cómicas, no una de las mejores comedias. Una de las mejores películas.

Subsiste hoy Mamá Cora, que no murió aquella vez en que la confundieron con la Húngara, ni murió después a pesar de su avanzada edad, aunque hay que decir que la memoria no le funcionaba muy bien. Mezclaba todo. Confundía todo. Pero lo peor fue que su revulsiva telaraña de olvido y confusión hacía aflorar lo peor de la clase media local, lo peor de ese extracto de miseria humana de domingo de enero en Buenos Aires: la mala conciencia.

Como si fuera vanguardista, Esperando la carroza es un relato de un solo día, unas pocas horas. Cuentan la muerte y resurrección de la viejita. Cuentan cómo aflora la mala conciencia que deviene culpa y luego se redime (escena clave, cuando Felipe/Pinti ve a Mamá Cora viva, se pone sobrio de repente y exclama: “¡Dios, es un aviso! ¡No tomo más!”), aunque sea una dudosa redención, la que amenaza volver a las andadas en cualquier momento.

Mientras Susana (Mónica Villa), la nuera desesperada que al fin se ligó a Mamá Cora de peludo de regalo, encarna esa mala conciencia desesperada y explícita (ella no es “falluta”, como dice que es Elvira/China Zorrilla), Elvira no duda en desear que la muerta sea Mamá Cora para que a Susana “la conciencia la remuerda”. Aunque es justo decir que finalmente Elvira no es ni mejor ni peor que las otras chirusas, y que los hombres, los hijos de Mamá, están francamente doloridos aunque sean unos energúmenos (y de yapa, la hermana oculta, la hermana que engendró un hijo débil mental, el incipiente Grandinetti, vuelve al barrio de clase media desde una villa que parece estar muy cerca, demasiado cerca). Infierno de barrio, infierno de suburbio.

La viejita idolatrada de las películas argentinas, en especial las de Luis Sandrini (“¡La vieja ve, la vieja ve!”), reconvertida por el cinismo y el grotesco, desata en Esperando la carroza las fuerzas del egoísmo y un dejo de genuina desesperación. ¿Por qué me tengo que hacer cargo de los rastros del pasado? ¿Por qué yo y no el otro, el que está al lado, mi hermano, mi semejante? ¿Se arregla con plata? ¿Hacemos una vaquita y le ponemos la enfermera? El dilema se vuelve ético, y como nadie puede resolverlo, se desencadenan las fuerzas tanáticas para que sea la vida misma quien desempate la partida entre los hijos y sus mujeres. Como si el rey Lear se hubiera vuelto una máscara inimputable y sus hijas (incluida Cordelia) se hubieran adaptado a la moral media de los ravioles con tuco y el vermú. Yo la quería a Mamá Cora, dice Cordelia mientras se pinta las uñas. El rey Lear le da una bananita pisada al nene, y mira sin entender desde la terraza.

Cuando el muerto dice ser otro, la alegría explota en toda su paradoja. Se celebra que no sea quien se creía que era, y van todos a celebrar al nuevo velatorio. ¡Qué domingo!

La ley de la vida pone las cosas en su lugar. Pero en el medio quedan expuestas las miserias humanas, como en Feos, sucios y malos. Y –lo mejor de todo, lo que importa– nos queda para siempre esta genuina joya a la que los astros le fueron propicios.

Roguemos que en el futuro no la conviertan en un objeto cool, triste destino de algunos, genuinos productos de la cultura popular.

Claudio Zeiger

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