lunes, 18 de mayo de 2009

Tierra Santa

TEL AVIV, Israel.– La luna que ilumina el valle del Jordán, la depresión más profunda del planeta, parece inventada por el pincel de un impresionista. En este lugar sagrado del globo no resulta difícil entender por qué un satélite blanco y distante ha sido históricamente capaz de inspirar amores. Esta noche, en el camino que va desde el Néguev hasta el mar de Galilea el silencio les gana a las bombas, a los misiles y al horror. El mar Muerto se está secando a unos kilómetros de aquí, y dicen que podría desaparecer dentro de 50 años, pero siempre hay vida y luz intensa en Israel, el país que respira sobre un desierto convertido en vergel.

Parece un milagro –o al menos un privilegio– encontrar, en el camino, Jericó, la ciudad donde Jesús le devolvió la vista a un ciego.

–¿Con o sin papas fritas? –pregunta el vendedor de un puesto de falafel, sobre la plaza principal de ese espacio bíblico, donde unos chicos árabes dan vueltas en bicicleta y un puñado de tiendas que venden de todo recuerda la vida comercial intensa del barrio de Once.

Las croquetas de garbanzo –el falafel– están crujientes. El pan de pita trae berenjenas, humus, repollo, habas y, claro, si uno quiere, papas fritas. El mismo sándwich se consigue en la palestina Jericó o en Tiberíades, la ciudad judía sobre el Mar de Galilea, que en realidad es un lago de agua dulce rodeado de montañas. De hecho, no lleva más de una hora y media unir ambas ciudades andando por el valle del Jordán. En cualquiera de ellas, no lleva más que cinco minutos encontrar el falafel. En cambio, lo que lleva ya demasiado tiempo es el conflicto ancestral, la pelea por este territorio que palestinos y judíos reclaman para sí, en medio de una violencia que no cesa.

Hoy, para llegar hasta Jericó o a cualquiera de los territorios bajo gobierno palestino es obligatorio cruzar un checkpoint, sobre el muro de 700 kilómetros que desde 2002 construye Israel en Cisjordania. Según la Defensa israelí, el levantamiento de este muro –aunque sólo el 6% es de cemento y el resto, barreras y alambrado– ha sido la única forma de evitar atentados suicidas en los últimos años.

–Digan lo que digan, lo cierto es que no hubo más gente inmolándose desde que el muro se levantó –sostiene Shoshana Michanie, una argentina que vive en Jerusalén hace 11 años y tiene 11 nietos israelíes que “hablan bastante bien el argentino”.

El intendente de Jericó, Hassan El Hussein , del partido Al-Fatah, habla inglés. Aquí, y en el resto de las ciudades bajo gobierno palestino, la brecha de recursos culturales y económicos se ve demasiado amplia entre quienes ocupan puestos de poder y la mayoría de los habitantes. Con Israel, además, la diferencia es abismal. En los colegios judíos, por ejemplo, el idioma inglés es obligatorio desde preescolar.

–No tenemos nada en contra de los judíos ni de su religión –declara El Hussein, en una sala de conferencias del municipio–. Nuestro problema es el soldado que está en el puesto militar y no nos deja pasar del otro lado. Siempre nos hablan de que el problema es Hamas, y nosotros decimos que debe retroceder en Gaza, pero ésa no es la cuestión. Si se construye un Estado palestino, nosotros podemos controlar el terrorismo, pero no nos dejan.

En la franja de Gaza, a metros de la ciudad gobernada por Hamas, el aire es algo asfixiante.

–Usted no puede dar mi nombre en las notas. Yo le doy la información, pero por favor no me mencione; es por una cuestión de seguridad.

El que aclara los tantos es un militar israelí que nos recibe en la base que el ejército tiene en ese lugar desolador. Algunos soldados se entrenan y uno de ellos, junto a un tanque, lee la Torá. Hay un mirador que deja ver la cercanía de Gaza, desde donde llegan los misiles que, según el oficial, “se pueden detectar para dar aviso a la población, pero son difíciles de detener”.

Hoy es un día tranquilo, pero ayer cayeron varios Qassam. La base está ubicada a sólo diez minutos de la ciudad judía de Sderot. Bella y ordenada, con casas bajas y mucho verde, tiene una escuela en la que los chicos saben cómo y cuándo deben acudir a un refugio.

–Entre el aviso de la sirena y la caída del Qassam pueden mediar entre cero y veinte segundos –cuenta Iafi Shpirer, una especialista en estrés postraumático, cerca de una mole de cemento que tienen los chicos para protegerse.

Es viernes y todos cantan canciones junto al profesor de música. La vida sigue, aunque muchos de los habitantes de la ciudad hayan emigrado a zonas más seguras. Afuera, en la misma calle del colegio, un cartel reza: “Ehud Olmert, ¿hasta cuándo? 5726 cohetes Qassam”.

La cuenta del cartel suma cifras casi a diario. Y es por culpa de esta rutina, que ya lleva años, que cada casa o departamento que se construye en territorio israelí debe tener un refugio antibombas, antimisiles.

En los diarios que se venden en la puerta de una panadería del centro de Sderot hay una buena cantidad de avisos de compra y venta de departamentos. A pesar del conflicto armado, la construcción avanza. Los sábados, los diarios no se publican.Y donde más se percibe el silencio del shabat es en Jerusalén.

Los libros, la gente

José Cohen asegura que si hay algo que derriba muros es la medicina. En el prestigioso hospital Hadasa, de Jerusalén, donde él trabaja, “la mitad de los pacientes son de origen musulmán”. Cohen es rosarino, neurocirujano, tiene 41 años, e integró el equipo que operó al primer ministro Ariel Sharon en 2006.

–Los libros de medicina no hablan de bioterrorismo. Acá tenemos que inventar todo para tratar a los pacientes –cuenta, mientras da detalles sobre una técnica mínimamente invasiva para operar heridos de bala o personas que han sufrido daños graves en atentados–. Igualmente, lo que yo siempre explico es que acá hay una guerra, pero en tu vida cotidiana vos no vivís en estado de guerra. No sé cómo decirlo, pero lo importante es que acá la vida sigue, ¿entendés?

En la sala de espera del hospital hay dos mujeres georgianas con sus dientes de oro. Y otros dos pacientes de Chipre que esperan su turno. En el techo, las luces empotradas son también la parte más visible en unos paneles movibles por los que, ante una emergencia, un tubo de oxígeno cae y convierte todo el edificio en una gran sala de primeros auxilios.

Afuera está Jerusalén la Vieja, la que David erigió capital de su reino y donde su hijo Salomón construyó el Templo. Dieciocho veces destruida y 19 reconstruida en sus 3000 años de historia, hoy sus calles son un libro abierto sobre las religiones monoteístas del mundo. Todas juntas allí, en el lugar que todos quieren para sí, objeto principal de la disputa histórica que no termina.

El sector más importante de la población árabe de la ciudad se puede ver desde el Monte de los Olivos, desde un mirador que linda con el cementerio judío más antiguo de la historia. Se trata del sector este de la ciudad, que tuvo administración jordana hasta la Guerra de los Seis Días, en 1967, y luego quedó bajo dominio israelí.

En Jerusalén, la Biblia siempre queda cerca; a la vuelta de la esquina están la iglesia de Getsemaní, el beso de Judas, el jardín donde Jesús oró antes de ser crucificado. La mayor parte de los 800.000 habitantes de la ciudad es religiosa. Las familias más numerosas son las árabes y las judías ortodoxas, con altas tasas de natalidad. Sólo el 1,5% de los habitantes profesa la fe católica.

–Esta es una ciudad única. Y una de las más difíciles de administrar –explica Yigal Amedi, el vicealcalde, ante una delegación de 37 universitarios argentinos convocados a Medio Oriente por la Fundación Universitaria del Río de la Plata (FURP)–. El año último llegaron a Israel 2 millones de turistas, y casi todos ellos vinieron aquí.

Amedi pertenece al partido derechista Likud, y asegura que la vida cultural de Jerusalén está floreciendo, ya lejos de los atentados terroristas que hacían explotar colectivos a cada paso. “Ahora –promete– vamos a crear un Museo de la Tolerancia. Costará 120 millones de dólares, será financiado por la Fundación Wiesenthal y construido por Frank Gehry.”

¿Tolerancia? En el interior de la Ciudad Vieja, sobre todo después de la segunda intifada (2000), existe una tolerancia cotidiana que convive con la tensión permanente. No es que árabes y judíos no se encuentren a diario en el maravilloso shuk (mercado árabe) ni que estén peleándose en los bares antiguos donde sirven té con menta. No es que todos por igual no se paren frente a la tele de un restaurante para ver telenovelas argentinas o partidos de básquet, que aquí es el deporte más popular. No es eso. Pero tampoco es posible evitar la tensión que se respira al entrar por cualquiera de las siete puertas de la Ciudad Vieja, cuyas murallas ocupan apenas un kilómetro cuadrado.

Al judío Pepe Halelo, diputado del minoritario partido Meretz, lo llaman “El Sultán de Jesús”.

–Hay que ser realista. A la gente no le gusta que yo lo diga, pero tenemos que solucionar el tema de la pobreza en los barrios árabes de esta ciudad. Hay un millón de árabes que son ciudadanos israelíes. Y además, acá, el tema político es el más importante. Esta ciudad nunca se va a unificar. Tenemos que dividirla en municipios y compartir la administración de los lugares santos, o hacer que la ONU intervenga. El que trata de vender otra solución se engaña.

En el Ministerio de Relaciones Exteriores, el uruguayo Joel Salpak no habla de política, sino del crecimiento de la inversión económica directa –“pasó de 1,7 millones en 1998 a 14,2 en 2006”–, pero agrega una cuestión interesante para pensar: por estos días, en Israel también existe un hiato interno, una disparidad sobre la que hay que trabajar, entre los habitantes históricos y los nuevos, como los rusos y etíopes que han venido desde culturas muy diferentes. Salpak bromea: “Gracias a Dios, acá, problemas no nos faltan”. La contraparte, dice, es que el país crece: “En cualquier teléfono celular del mundo hay un chip inventado en Israel”.

Lugares sagrados

En el principio de la Vía Dolorosa está la Iglesia de la Condenación. Muy cerca, un colegio al que concurren chicos de origen árabe y unas tiendas con maravillosas pashminas. Para recorrer el camino del Via Crucis hay que caminar entre turistas de todas partes. La llave de la Iglesia del Santo Sepulcro la tiene un musulmán amable y cordial, vestido de traje y corbata. Por el Santo Sepulcro pasan 5000 personas por día.

El sector musulmán no queda lejos. Allí está la maravillosa cúpula dorada que se ve en las postales. Lugar sagrado para el islam después de La Meca y Medina, una guía aclara que el Domo de la Roca “ni es una mezquita ni la construyó Omar”. La mezquita de Al-Aqsa está al lado, sobre la explanada que pisó Ariel Sharon antes de la segunda intifada, y a la que no pueden entrar los judíos.

Tampoco hay árabes en el Muro de los Lamentos. Hay que acercarse de noche para percibir la energía y la mística que emana de los rezos, la fuerza de cada papelito escrito de puño y letra, encajado entre las piedras por los peregrinos que anhelan ver cumplidos sus deseos.

Cerca de la Puerta de Damasco, un árabe ciego vende escobas y dos adolescentes israelíes dejan su ametralladora sobre la mesa de un bar para tomar café. Por las noches salen a bailar con sus novias, pero de día se entrenan. Están atentos a todo. Y no hay que perder el arma porque eso significa algunos años de cárcel.

–Así es la vida aquí. Y estamos orgullosos –asegura Iosy, de 18 años, vestido con su uniforme verde.

El servicio militar es obligatorio para los israelíes. Los varones pasan allí tres años y las mujeres, 21 meses. Pero todo el país es un ejército de reserva. Y las calles se ven como pintadas de verde. Adi, un taxista ya mayor que lee las noticias en el matutino Yediot Ahronot dice que está dispuesto a servir al ejército cada día de su vida. Lleva la cabeza cubierta con una kipá, nació en Polonia y es de los que todavía recuerdan el idioma que hablaban los judíos de Europa.

–En yiddish –explica– kipá se dice yarmulke.

Es sobreviviente de la Shoá. Y explica que el Museo del Holocausto –Yad Vashem– queda cerca.

–Es duro. Pero vaya. No se lo pierda –dice–. Al fin y al cabo, también estamos aquí para recordar, y hacer todo lo posible para que la historia no se repita.

Cruzar el muro

Las oficinas del gobierno de la Autoridad Nacional Palestina están en Ramallah, en la Muqata. Por recomendación del gobierno israelí, los judíos no deben viajar a esta ciudad ni a ninguna de las otras que se encuentran bajo gobierno palestino. Ramallah tiene casi 60 mil habitantes, y está ubicada a 15 kilómetros al noroeste de Jerusalén. Su centro comercial es bullicioso. El mercado ofrece increíbles dátiles, todo tipo de verduras y especies, y las compras se pueden regatear, aunque no tanto como en el shuk de Jerusalén, donde un par de candelabros ofrecidos por 250 shekel se pueden llevar a casa por no más de 80.

En el interior de la Muqata, un edificio de cinco pisos ubicado sobre una colina, hay fotos de Yasser Arafat. El líder de la Organización para la Liberación Palestina (OLP) vivió aquí, sitiado, sus últimos tres años. En realidad, casi toda la ciudad sigue empapelada con su figura, y en las calles todos dicen que no han tenido otro líder que los representara tanto desde que él murió. En Ramallah también está su tumba.

–Aquí fue sepultado en noviembre de 2004, pero sabemos que Arafat pidió ser enterrado en Jerusalén; esperamos que algún día su deseo se pueda cumplir –cuenta el guía, que habla español, y que con el comentario siguiente se gana la simpatía de los oyentes–. Yo creo que la de él es como la historia de San Martín, que murió en Francia y sólo muchos años después sus restos pudieron trasladarse a la Argentina.

También en Ramallah hay gente de todas partes. Juan Pablo Sciurano tiene 29 años y es argentino-italiano. Vive en la ciudad y es sociólogo y representante de la Associazione di Cooperazione allo Sviluppo (ACS), una ONG de Padua que desarrolla proyectos de cooperativismo, comercio justo y agricultura orgánica en diferentes países de Europa del este y Medio Oriente.

–Lo nuestro son los microcréditos, la agricultura orgánica, el cooperativismo y el comercio justo –cuenta, y confiesa que extraña su casa, en Güemes y Santa Fe. Le interesa particularmente la situación de las mujeres en Palestina, y trabaja con el objetivo de que puedan desarrollarse “porque viven relegadas y excluidas” de los mecanismos de representación pública.

–Encima, lo que además de todo resulta injusto es que una mujer tenga que dar a luz en un

checkpoint, esperando su turno para pasar del otro lado del muro, sin saber si lo logrará –se lamenta–. Las familias palestinas están aisladas, y la mayoría no quiere el terror, sino vivir en paz.

En la Unidad de Negociación del gobierno palestino, Muzna Shihabi tiene contabilizados los “550 checkpoints que alteran nuestra vida cotidiana, entre fijos y móviles. Si queremos salir del país –dice–, no podemos ir al aeropuerto de Ben Gurión, en Tel Aviv. Nos obligan a hacerlo por Jordania o Egipto y, además, hay rutas para judíos y rutas para palestinos”.

Uno de esos checkpoints está en Belén, la ciudad donde nació Jesús. La Basílica de la Natividad recibe turistas en forma incesante, y en la oficina de Turismo aseguran que, a pesar de las dificultades que plantea el muro, este año llegaron hasta allí unos 600.000 visitantes, el doble que en 2005. Muy cerca, en Beit Sahour –la ciudad donde el ángel anunció el nacimiento de Cristo–, se pueden comer delicias árabes en un bar ubicado sobre una montaña donde sirven cuscús, albóndigas de carne con jengibre y café con cardamomo.

Cuando la comida se termina y los platos quedan vacíos, para volver a Jerusalén hay que cruzar de nuevo el checkpoint de Belén. Junto al muro, un local de souvenirs vende pesebres. Los compradores son escasos porque está refrescando, milagrosamente llueve, es otoño, y a las cinco de la tarde ya parece de noche.

Agua en el desierto

En el kibutz Magal llueve sólo tres meses al año, y los demás días vuela el polvo que, en suspensión, casi no deja ver las aldeas jornadas de enfrente. Quizás esto explique por qué, junto a otros dos kibutzim –Iftaj y Hatzerim–, Magal es dueño de Netafim, la empresa de riego de bajo caudal más importante del globo. Creada por israelíes, tiene más representaciones en el mundo que el Ministerio de Relaciones Exteriores: unas 110, y doce fábricas en diferentes países. Con la cantidad de metros de caño que lleva fabricados podría trazarse una línea para viajar 15 veces, ida y vuelta, de la Tierra a la Luna.

Las ventas de Netafim ascienden a 400 millones de dólares anuales y sus productos han sido capaces de mejorar cultivos en las zonas más inhóspitas del planeta. Está muy cerca de la frontera con Jordania, en el lugar más angosto del país. Desde allí hasta el mar sólo hay 15 kilómetros de distancia.

–Llevamos lanzadas más de diez generaciones de goteros y sistemas de riego por goteo –explica el argentino Ezequiel Kohan, gerente de recursos humanos, dentro de un invernadero en el que crecen riquísimos tomates.

Los kibutzim, las unidades cooperativas que fueron basales en la construcción del Estado de Israel, hoy subsisten más integrados al ámbito capitalista. En uno de ellos, el kibutz Ein Ashloá, cerca de la franja de Gaza, se consiguen mate y alfajorcitos de maicena rellenos con dulce de leche. Dos de sus fundadores, los argentinos Ariel Cramsky y Yehuda Kedem, recuerdan los comienzos, hace 57 años:

–Lo primero que produjo el kibutz fueron deudas –bromean–. Al principio teníamos una vaca, y ahora tenemos uno de los primeros diez tambos del país.

Actualmente, en Israel existen 277 kibutzim. Representan al 2% de la población, aunque en el sector agrícola se llevan el 35% de la producción nacional. Incluso reciben nuevos colonos, como Diego y Roxana Silberman, que junto con sus hijos Matías y Karen llegaron hace seis años desde Paraná, Entre Ríos.

–Estamos felices –asegura ella–. Aunque te parezca mentira, en Israel nos sentimos tranquilos. Tenemos trabajo y una buena calidad de vida.

De la playa a la frontera

Si como dice Nejama Kalai, que está aquí desde hace más de 40 años (cuando llegó desde Oliden al 1200, en el barrio de Mataderos), “en Israel la vida se mide en guerras”, también es cierto que esa vida además pasa por la belleza: un atardecer en los acantilados de Rosh Hanikra, sobre las grutas que formó el mar, 8 kilómetros al norte de Naharia (y ahí nomás el puerto de Haifa y el monte Carmel); una visita a la fortaleza de Acre (la única ciudad de los cruzados que se conserva en su totalidad) o a las imponentes ruinas de Masada, Patrimonio de la Humanidad, donde se respira un aire muy diferente del de los puestos militares.

En el que está ubicado en la frontera con el Líbano se ven las banderas de Hezbollah al otro lado del camino, detrás del cartel de No entry, ubicado al borde de la ciudad judía de Metulá, donde unos niños juegan en el césped junto a una patrulla de soldados. Aquí cerca, en 2006, fueron secuestrados los soldados israelíes en una emboscada que dio origen a la guerra con el Líbano. Sus fotos están colgadas de un cartel, en una curva de la ruta, donde desde entonces existe una suerte de santuario. El oficial de la inteligencia militar cuenta que, como en el norte de la Argentina, aquí también existe una triple frontera en la que la tensión es moneda corriente. En un castellano apenas comprensible, señala con su dedo los límites entre Israel, Siria y el Líbano, desde un lugar alto en el que todo se ve con una claridad que asusta.

Argentinos

La embajada argentina queda en Tel Aviv, una ciudad muy diferente de Jerusalén, en este rincón del mundo donde, como dice el embajador, Atilio Molteni, “nació la civilización y ahora se desarrolla, bajo el estandarte de la religiosidad, la violencia política más significativa de nuestros días”.

En Israel viven 80.000 compatriotas. La cultura cosmopolita y la movida nocturna están aquí. Como en el valle del Jordán, también hay luna sobre la playa del Mediterráneo. Y también en Yaffo, a diez minutos del centro, donde dos argentinos se miran en un bar mientras escuchan una música suave, dos ingleses compran dulces en Abouelafia, la panadería que está abierta las 24 horas desde 1879, y dos turcos toman café en la terraza del restaurante Aladdin.

En Tel Aviv está la bolsa de diamantes más grande del mundo. Pero para las hinchadas de Boca, River, San Lorenzo, Newels, Racing y Atlanta, que esta noche cantan sobre la costa, lo que vale oro es juntarse a ver los partidos de la Selección. Es común ver quinientas personas saliendo a la calle a gritar un gol de Tevez, por más que los relojes locales marquen las dos de la mañana.

Los hinchas están organizados. Cada club tiene su propia cofradía, sus reuniones, sus sitios web (ver aparte). Todos dicen que llegaron hasta el aeropuerto de Ben Gurión “por sionismo”, y que están felices en Israel.

El aeropuerto, uno de los más seguros del mundo, queda cerca de la ciudad. Para salir del país hay que soportar los controles, que son extremos. Llegar con anticipación, abrir las valijas, quitarse las botas y el cinturón, como mínimo. Juan Pablo Sciurano, el argentino de la ONG italiana, manda un mail de esos que pueden leerse mientras llega el tiempo de volar:

“Por aquí las cosas siguen como el otro día, cuando ustedes vinieron por acá. Ayer el camino estuvo tranquilo; de los cuatro checkpoints fijos sólo encontré presencia militar en uno, y el acceso fue bastante fácil. Te escribo desde el bar del Jerusalén hotel, ese lugar divino adonde venía Omar Shariff. Ayer estuve visitando un proyecto nuestro en el norte de Jenin, a metros del muro, en un lugar que podría ser hermoso, donde estamos construyendo terrazas para la plantación de árboles de almendra. Yo creo que es posible plantar árboles. Ojalá.”

Valeria Shapira

Agradecimientos

Este viaje de LNR fue posible gracias a la Fundación Universitaria del Río de la Plata (FURP), una organización privada de bien público creada en 1970 por jóvenes profesionales con el fin de contribuir a la formación de dirigentes de extracción universitaria, en el marco de un diálogo responsable y pluralista. Actualmente, su presidente es Luis Rosales ( www.furp.org.ar ). LNR agradece especialmente a Alejandro Mellincovsky, Graciela Adán y Eduardo Spósito por la colaboración prestada para la realización de esta nota.

El candidato

Ami Ayalon entra en un recinto de la Knesset (el Parlamento israelí) y el auditorio queda en silencio: tiene una presencia imponente. Es diputado laborista y ministro sin cartera. Fue director del Shabak, el servicio general de seguridad, y vivió dos años en la Argentina, donde participó del proceso que llevó a la captura del líder nazi Adolf Eichmann, responsable de la “Solución final” contra los judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Para muchos, Ayalon es un serio candidato a alcanzar el cargo de primer ministro. “Vamos a tener seguridad en Israel cuando los palestinos tengan esperanzas –opina–. Porque muchas veces nosotros cedemos, otorgamos, pero después el terrorismo crece. Antes de la última intifada, vivimos un período de tranquilidad que coincidió con el hecho de que el pueblo palestino tenía esperanzas. Si logramos soluciones diplomáticas, Hamas hará menos atentados. No tenemos que perder de vista el programa nuclear iraní y la expansión de los grupos radicales islámicos. Y, tampoco, que los judíos de los asentamientos merecen un destino digno, lo mismo que los refugiados árabes, que desean volver a sus territorios.”

Annapolis y después

La crisis permanente entre el Estado de Israel y la Autoridad Nacional Palestina sigue generando dudas después de la reciente reunión de Annapolis entre los mandatarios de ambos países.

Desde el lado palestino, tanto el asesor de política exterior de la Autoridad Nacional Palestina, Majdi Khladi, como el diputado palestino Abdullah Abdullah expresan que hay cinco elementos en discusión: el status definitivo de Jerusalén oriental, las fronteras con Israel, la situación de los refugiados palestinos, el dominio de los recursos hídricos y la situación de los asentamientos de colonos israelíes .

Del lado israelí, Daniel Gazit, de la Cancillería, señala que la preocupación estaba centrada en tres cuestiones vitales: el papel de Hamas (que no reconoce al Estado de Israel y aboga por su destrucción), el monopolio del uso legítimo de la fuerza en la ANP y, lo fundamental, el reconocimiento de Israel como Estado judío por parte de los palestinos.

Para la mayoría de los analistas, la amenaza central es Irán. El investigador y asesor en contraterrorismo Yoram Schweitzer señala que el aspecto más preocupante es el apoyo que otorga Irán a los grupos terroristas islámicos, como Hezbollah, Hamas y Jihad Islámica, suministrándoles dinero, armas y entrenamiento militar.

Otro especialista, Anat Kurz, agrega que “el proceso político, cuyo relanzamiento fue comunicado en Annapolis, expresa la aspiración de contener la amenaza y expandir la potencial oportunidad de llegar a algún tipo de acuerdo”, cuyo fin último es la creación del Estado palestino autónomo, y el objetivo no declarado es contener la expansión del poder regional de Irán (persa y chiíta), que representa una amenaza eventual para los Estados árabes musulmanes sunnitas (Arabia Saudita, Egipto y Jordania, entre otros).

Quizás el obstáculo más importante está en la política doméstica de ambos lados, pues el primer ministro israelí, Ehud Olmert, como su par palestino, Mahmud Abbas, están debilitados y amenazados políticamente por los extremistas de ambas partes. Lo más destacable de Annapolis quizás haya sido el esfuerzo diplomático de los Estados Unidos por volver a tener un rol positivo en una región en donde hasta ahora sobran los desaciertos de la administración de Bush

Lic. Erwin Viera, politólogo, consultor en Medio Oriente y docente universitario

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