lunes, 11 de mayo de 2009

La heredera regresa

Lo suyo no es hacer las sustanciosas canciones del cabaret berlinés de entreguerras a la manera de Rosa Valetti, Trude Hasterberg, Margo Lion, Lotte Lenya y otras chicas bravías de aquellos tiempos de efervescencia creativa y de ruptura de prejuicios y tabúes. Tampoco ella vuelve cíclicamente a los temas de Bertolt Brecht, Kurt Weill, Friedrich Hollaender, Mischa Spoliansky, Marcellus Schiffer, Rudolf Nelson con el mismo espíritu con que ha hecho musicales como Cats, Peter Pan o Chicago.

Para Ute Lemper, que está llegando el lunes próximo a Buenos Aires junto con su hijo menor Julian, su marido baterista Todd Turkisher y demás integrantes de la banda musical que la acompañará, lo del cabaret de los años ‘20 y su apego especial a las obras de Weill y Brecht representan una misión que se le impuso cuando andaba por los 20. Un compromiso político y moral, una forma de reparar en su escala la negación y la impunidad que se instalaron en la posguerra en su país, tanto respecto de los horrores del Holocausto como de la responsabilidad de muchos alemanes (los que no se dieron por enterados de lo que estaba sucediendo delante de sus narices, y los que, de una u otra forma, cumpliendo órdenes, tuvieron participación en esos crímenes incalificables).

Ute Lemper no los perdona, se le hace insoportable aceptar esa injusticia, y su dolor sincero y profundo frente a todo lo que remita al Holocausto sigue tan vivo como la indignación que la invadió cuando, todavía adolescente, empezó a tomar conciencia acerca de lo que realmente había sucedido en ese territorio donde había nacido en 1963, y del que terminó por autoexiliarse. Entonces, esta mujer bella desde adentro y por fuera, artista rigurosa y madre amorosa, siempre vuelve renovada y fervorosa, dando su propia versión estilizada y contemporánea del cabaret berlinés, y homenajeando a Brecht y Weill —exiliados en los tempranos años 30—, un matrimonio artístico que mientras duró, unos pocos años, fue increíblemente fecundo en cantidad de calidad de obras. Los siete pecados capitales, que Lemper interpretará en una de sus dos presentaciones públicas, es precisamente la última pieza que crearon juntos, en los primeros tiempos de emigrados en París.

En el otro show, Angeles sobre París y Berlín, la artista hará primeramente un recorrido por la chanson francesa (Edith Piaf, Léo Ferré, Jacques Prévert, Jacques Brel), que viene cultivando desde hace rato. Y luego —cómo no— entonará y actuará con la elegancia y ductilidad que la distinguen (ha venido a Buenos Aires en varias oportunidades, se la puede ver en DVDVs, como Ute Lemper Sings Kurt Weill, editado localmente, aparte de sus varios CDs), canciones de Weill y Brecht, Hollaender, también de Tom Waits y Joni Mitchell —incorporados a su repertorio más recientemente— y temas propios. Entre los cuales probablemente figure Little Face, “una letra personal pero no privada, sobre niños —mi hijo Max, mi hija Stella— que habla de la supervivencia del amor, de lo que queda cuando el amor desaparece”, según las propias palabras de Ute cuando se editó el disco But One Day..., una especie de memoria y balance que da cuenta de su eclecticismo. “No es un diario íntimo pero habla de la vida, los sentimientos, las pasiones, las relaciones, la imposibilidad de capturar la gloria del instante, en intento de encontrar belleza en el día a día. En fin, una declaración de amor en un mundo bastante ajeno al amor...”.

Alemania, madre pálida

Cuarenta años antes de que UL naciera en Münster, Westfalia, en el marco de una familia burguesa, almidonada y católica (madre cantante de ópera, padre banquero), “entre vahos de incienso”, durante la democracia de Weimar florecían esos cabarets que habían empezado a multiplicarse a comienzos del siglo XX. Trude Herterberg y Rosa Valetti dirigían La Scène Sauvage y Megalomania, dos grandes locales donde también actuaban con mucho suceso; Claire Waldorf, proletaria y cantante, defendía a voz en cuello el derecho al aborto y echaba a los hombres del Scorpion, un boliche de lesbianas. Los cabarets de Max Reinhardt y Rudolf Nelson daban paso a los Hollaender, Spoliansky, Schiffer, a las canciones desprejuiciadas, satíricas, antifascistas. “En ese Berlín, el arte tomaba posiciones sobre distintas áreas de la vida social, desde la esfera pública —la justicia en el sistema democrático, los derechos de la mujer, la libertad de expresión— hasta la privada —el tema de la homosexualidad, por ejemplo, “era tratado con toda franqueza”, ha declarado Ute Lemper—. “Ese fue mi primer repertorio, me condujo a definir mi personalidad artística. Siempre vuelvo a él, incluso después de abrirme a la música popular francesa, a los sonidos pop, a mis propios temas, a textos en ídish, en árabe, en hebreo...”

A los 13, la niña Ute, en viaje de intercambio escolar, fue a parar a la casa de una familia en Francia, donde para su sorpresa empezaron a hablarle de Hitler. La chica creía que era alguien de un pasado lejano, de quien ella no conocía mayores detalles: “No comprendía por qué me lo mencionaban, pensaba que yo no les iba a hablar de Napoleón a los franceses”. Pero la semilla de la inquietud estaba echada y, progresivamente, la adolescente Ute empezó a averiguar, a preguntar, a enterarse. A los 17, dice, se salvó de su propia familia, “fue necesario que me largara”. A esa altura, ya sabía por qué su madre daba vuelta la cara cuando en la pantalla del televisor aparecía un documental sobre los campos de concentración.

En un principio, la joven se ganó la vida distribuyendo diarios por la mañana y trabajando en un bar a la noche, mientras seguía cursos de arte dramático en Viena. Así fue que resultó elegida para su primer rol en un musical, Cats, antes de encontrarse con Jerome Savary, que le concedió nada menos que el papel de Sally Bowles en Cabaret, gran éxito en Paris. Después llegó La muerte súbita, que Maurice Béjart creo para ella, la Rever Kurt Weill de Pina Bausch, más tarde El ángel azul en Berlín, su primer fracaso. Pero al cabo de un año reconquistó a ese público esquivo haciendo temas de cabaret berlinés. Por ese entonces, Ute Lemper sólo recalaba en Berlín, Alemania, como ave de paso, porque había decidido no vivir allí. Más aún: “Cuando se escucha el himno nacional alemán en la televisión, antes de un partido, por ejemplo, me pongo mal, muy mal, no puedo oírlo, me voy a otro cuarto. Hay algo en la forma de cumplir las órdenes de los alemanes que me disgusta. Es verdad que ahora hay más diversidad en algunas ciudades, mayor amplitud mental, pero en la generación de la posguerra todavía había antisemitismo en sus venas, no conocían el arrepentimiento respecto del Holocausto. Creo que todo el mundo debería experimentar ese sentimiento en Alemania. Mi familia nunca lo tuvo. Por eso, cuando hago funciones en otros países, cantando las canciones de Brecht y Weill, en cada lugar adonde llego, hablo sobre estos temas”.

Desde los 17, cuando hizo un seminario de verano en Austria durante seis semanas y aprendió mucho sobre Weill y el cabaret de entreguerras, Ute Lemper se sintió marcada a fuego por ese tono provocativo, refrescante, colmado de ideas novedosas. Volvió a ese repertorio a los 20, con la idea de hacer recitales en gimnasios, de pantalones y remera, la cara lavada, con la gente sentada en las gradas escuchando la historia de un judío alemán, compositor genial, que había sido insultado y ridiculizado por los nazis, quienes trataron su música de basura. Ute no llegó a realizar ese deseo pero sí cumplió más tarde con la decisión de llevar información a las nuevas generaciones de alemanes para que tomaran conciencia sobre la tremenda gravedad de los crímenes del nazismo.

Ute, mater amantísima

Entre los 20 y los 30, UL confiesa que se bebió la vida (y las botellas) a grandes tragos, que se dio todos los gustos sin sombra de culpa, que tuvo muchos amores de un día, de una noche. Pintó grandes cuadros, escribió espectáculos, cantó con bandas de jazz y de rock. “Quedé embarazada y aborté, no tenía espacio en mi vida para nadie que no fuera mi persona, no estaba preparada para hacer semejante cambio. Pero un día se acabó, demasiada Ute, estaba saturada de mí misma y de mis obsesiones creativas, así que resolví fundar una familia.”

Entonces Ute Lemper se casó con un judío neoyorquino, de lo más divertido y alocado, que “estaba bien para dos o tres años, no más”. Se divorció en buenos términos y tiempo después encontró a su segundo marido, oh ¿casualidad?, también judío de NY, con quien comparte además pasiones musicales y que resultó un superpadre, según la diva. Por si quedaban dudas, Lemper aclara que antes de estar casada tuvo muchos novios judíos. “Tal vez sea por ese sentido del humor, por su cultura. Tal vez porque vivir con un judío me calma un poco el dolor que siento por el Holocausto...”

Ahora, la autoexiliada Ute, después de haber vivido en distintas ciudades —París, Londres, Viena— dice que el lugar donde se siente más libre es en Nueva York, un sitio donde no se juzga al vecino y donde hay un poco de otros países, de otras culturas, cosa que le encanta. “Pero no me gusta pensar que soy americana aunque esta ciudad sea especial para mí.”

A partir de ese vuelco radical, sin dejar de lado su carrera —ha llegado a trabajar en ensayos y grabaciones hasta el noveno mes de embarazo—, haciendo shows y saliendo de gira, escribiendo un libro por el camino, incursionando cada tanto en el cine y la TV, Ute Lemper dice que está convencida de que lo más sano es vivir para otros, aparte de para sí misma. Que ella vivió sola mientras le gustó hacerlo, en países diferentes, llevando una vida intensa y apasionante. Si bien ahora se ha vuelto familiera onda conversa y sostiene que ser madre es el centro de su vida —por eso todavía viaja con el más chiquito de sus hijos, “una criatura musical”—, la artista acepta que “los hombres son muy difíciles, por eso es mejor compartirlos con niños”.

Moira Soto
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