domingo, 7 de junio de 2009

¿Y si no soy más que un bluf...?

Si uno se mira fijo en el espejo durante un rato es difícil no preguntarse si no es una máscara la que nos devuelve la mirada, y quién estará realmente detrás de ella.

Una duda similar puede enturbiar también la identidad pública, especialmente en el caso de alguien que acaba de asumir un nuevo rol. Graduado universitario. Madre primeriza. Médico. Incluso, candidato presidencial.

Después de todo, se supone que tanto los padres como los presidentes deben tomar multitud de decisiones cruciales. A los médicos se les pide que salven vidas, y a los graduados, que sepan en qué difiere la concepción de la virtud de Aristóteles de la de santo Tomás de Aquino.

¿Quién está engañando a quién?

Los psicólogos sociales han estudiado lo que denominan “el fenómeno del impostor” por lo menos desde la década de 1970, cuando un par de terapeutas de la Universidad Estatal de Georgia empezaron a emplear esa expresión para describir la experiencia interna de un grupo de mujeres con grandes logros que experimentaban en secreto la sensación de no ser tan capaces como las creían los demás. Desde entonces, los investigadores han documentado la existencia de esos temores en adultos de todas las edades, así como en adolescentes.

Las conclusiones se han alejado de la concepción original de la impostura como reflejo de una personalidad ansiosa o de un estereotipo cultural. Los sentimientos de falsedad, según parece, alteran los objetivos de las personas de maneras inesperadas, y también pueden protegerlas del autoengaño inconsciente.

En los cuestionarios destinados a evaluar el miedo a la impostura se les pregunta a las personas hasta qué punto están de acuerdo con afirmaciones como éstas: “A veces siento que mi éxito se ha debido a la suerte”. “Puedo dar la impresión de ser más competente de lo que realmente soy”. “Si me van a dar un ascenso, no se lo digo a los demás hasta que no es un hecho consumado”.

Los investigadores han descubierto que, como era de esperar, las personas que obtienen altos puntajes en esas escalas tienden a ser menos seguras, de humor más cambiante y más susceptibles de sufrir ansiedad que aquellas con puntajes más bajos.

Pero el miedo de ser descubierto no siempre paraliza. Dos psicólogas de Purdue, Shamala Kumar y Carolyn M. Jagacinski, entregaron a 135 estudiantes universitarios una serie de cuestionarios destinados a evaluar el nivel de ansiedad, los sentimientos de impostura y la visión personal de las metas académicas. Descubrieron que las mujeres que habían obtenido los puntajes más altos también manifestaban un intenso deseo de demostrar que podían ser mejores que el resto. Competían con mayor dedicación.

Como contraste, los hombres con mayor puntaje en la escala de impostura mostraban un mayor deseo de evitar competir en áreas en las que se sentían vulnerables. “La motivación era evitar un bajo desempeño o parecer débiles”, dijo Jagacinski.

Sin embargo, si el sentimiento de impostura fuera siempre malo, es improbable que fuera tan familiar para tantas personas emocionalmente bien adaptadas.

En un estudio realizado en 2000 en la Universidad de Wake Forest, los psicólogos les pidieron a las personas que habían obtenido un puntaje alto en la escala de impostura que predijeran cómo les iría en un inminente test destinado a medir capacidades intelectuales y sociales. Les dijeron que un investigador comentaría sus respuestas con ellos más tarde.

Por cierto, los que se consideraban impostores predijeron que sus resultados serían pobres. Pero cuando hicieron esa misma predicción en privado –anónimamente, les dijeron–, las mismas personas consideraron que tenían posibilidades tan buenas de obtener alto puntaje como las personas cuyo puntaje en la escala de impostura había sido bajo.

En suma, concluyeron los investigadores, muchos autodenominados impostores son falsos impostores: adoptan una actitud de autodenigración como estrategia social, de manera consciente o inconsciente, pero en su interior se sienten mucho más seguros de lo que dejan traslucir.

“Particularmente, cuando las personas creen que tal vez no estén a la altura de lo que los demás piensan de ellos, pueden afirmar que no son tan buenos como los demás creen”, escribió por e-mail el Dr. Mark Leary, autoridad en el tema. “De esta manera, reducen las expectativas de los otros... y consiguen el crédito que implica tener una actitud humilde.”

En un estudio publicado en septiembre último, Rory O’Brien, McElewee y Tricia Yurak, de la Universidad de Rowan, Glassboro, New Jersey, sometieron a 235 estudiantes a una intensiva batería de test destinados a evaluar la manera en que la gente se presenta en público. Descubrieron que, en términos psicológicos, la impostura parecía ser mucho más una estrategia de presentación que un rasgo de personalidad.

En una entrevista, McElwee dijo que, como estrategia social, presentarse como un impostor puede reducir las expectativas en cuanto al desempeño y aliviar las presiones... siempre que la autodenigración no sea excesiva. “Es la diferencia entre decir que uno se emborrachó antes de un examen y hacerlo realmente –explicó-. La primera actitud proporciona una excusa aceptable, la otra es autodestructiva.”

En pequeñas dosis, sentirse un fraude también atempera el instinto natural de definir la propia competencia de manera tendenciosa. Los investigadores han demostrado, por medio de detallados estudios, que las personas tienden a ser malos jueces de su propio desempeño y que con frecuencia suelen sobrevalorar sus capacidades. Sus opiniones acerca de cómo les ha ido en un test o en un empleo, o en clase, suelen diferir de las evaluaciones hechas por otros. Confían en que pueden detectar a los mentirosos (no es cierto) y predecir resultados (no siempre con exactitud).

Es probable que esa confianza innata sea funcional: en un mundo plagado de incertidumbre, el autoengaño probablemente ayude a la gente a levantarse de la cama y salir a concretar sus proyectos anhelados.

Pero también puede ser veneno cuando la tarea requiere pericia y responsabilidad, y la pericia falta. A partir de su estudio, McElwee concluyó que el miedo a la impostura va y viene en la mayoría de la gente, y que es más intenso cuando, por ejemplo, un maestro se presenta por primera vez frente a una clase o cuando un mecánico o un abogado flamantes tienen que actuar por primera vez de manera responsable.

En esos momentos, sentirse un fraude significa algo más que el síntoma de un temperamento ansioso o el deseo de mostrarse bajo una capa protectora de humildad. Más bien refleja respeto por los límites de nuestra propia capacidad, y la intuición de que sólo un verdadero impostor tendría miedo de pedir ayuda.

Benedict Carey
The New York Times

Traducción: Mirta Rosenberg
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