domingo, 28 de junio de 2009

Tom Wolfe: “A los escritores talentosos ya no les interesa la novela”

El dandy americano luce perfecto con su trajecito color crema, casi blanco, ceñido al cuerpo, realzando su extrema delgadez; su camisa azul marino a rayas, su corbata también azul, para cortar tanto blanco que impresiona un poco, pero que no viene nada mal, por cierto, en el lúgubre salón del Faena Hotel, donde el escritor norteamericano recibe a los periodistas en su primera conferencia de prensa. Si la imagen es lo que vale, Tom Wolfe se esfuerza por interpretar el papel de Tom Wolfe. Y lo hace muy bien. Llega una hora más tarde de lo previsto, pero desparrama cordialidad y simpatía para compensar la demora. Se acomoda en un mini trono blanco, detalle del hotel para agasajar a este fanático de los colores claros, de ojos azules, ágiles y pícaros y piel tan tersa –¿se habrá hecho alguna cirugía?– que no parece tener 78 años. El hombre que revolucionó el periodismo en los sesenta y se convirtió en una de las grandes voces de la narrativa norteamericana nunca ha dejado de ser un provocador y un gran ironista. “¿No fueron contratados como extras?”, pregunta no bien saluda a los cinco periodistas que lo esperan. “Estoy encantado de verlos, no tengo ningún anuncio para hacer. La vida es una hoja en blanco”, dice el autor de La hoguera de las vanidades.

Como si estuviera jugando el juego que mejor sabe jugar, con astucia, Wolfe responde las preguntas oblicuamente, se explaya, cuenta historias, gesticula, cambia el tono de la voz en los diálogos, se va por las ramas de sus anécdotas, regresa y se vuelve a ir. “El gobierno norteamericano es como un tren: hay gente a la izquierda y a la derecha que le está gritando al tren. Pero el tren no tiene opciones, tiene que seguir una vía. No puede ir a la derecha, no puede ir a la izquierda, simplemente sigue adelante”, responde el escritor sobre el panorama electoral en los Estados Unidos. “Cuando a Richard Nixon lo forzaron a renunciar en 1974 no hubo una sola manifestación ni un solo militar que haya emitido palabras al respecto. Yo pensé que algún republicano borracho le iba tirar un ladrillo a una ventana de un salón –bromea Wolfe–. Es por eso que a mí nunca me interesó cubrir la política en Estados Unidos porque es muy aburrida.” El escritor recuerda que cuando estuvo trabajando en Cuba, en 1960, un año después de la asunción de Fidel Castro, había mucha pasión, mucha gente había perdido la vida, se fugaban del país o estaban encarcelados. “Eso era un drama y desde el punto de vista periodístico estamos buscando constantemente el drama”, subraya.

En un tono zumbón sugiere que se necesita mucha creatividad de los periodistas para transformar las elecciones actuales de los Estados Unidos en un drama. “Estos candidatos pueden decir lo que se les antoje, pueden sonar como socialistas, pero aun cuando lo creyeran, el político va a ser nuevamente llevado hacia el centro independientemente de los demás. Y creo que es algo bueno”, afirma, con énfasis, Wolfe. “Nunca me voy a dormir a la noche preocupado por la política en Estados Unidos. El tren va a seguir allí, la próxima elección realmente no importa.” Atizando el fuego de la provocación con sus ideas, su arma preferida, revela que el secreto de la estabilidad en su país es el respeto universal que “tenemos los unos por los otros”. Wolfe hace pausas breves y busca ejemplos, como si estuviera escribiendo una crónica de sus propias respuestas. “El desprecio por un grupo étnico o racial puede existir en el corazón de las personas, pero ya no se expresa públicamente y eso es más valioso que salarios más altos o viviendas mejores. Y el creador de este sentir fue Thomas Jefferson, que organizó una campaña extremadamente deliberada para eliminar todo el simbolismo de la aristocracia.” El autor de Soy Charlotte Simmons y Todo un hombre recuerda una frase de Jefferson: “En este país le asignamos los asientos a la gente por orden de llegada: el primero que llega, es el primero que se sienta”.

Wolfe se ilumina cuando habla de la moda y dice que en las calles de Nueva York no se puede diferenciar por la vestimenta a los ricos de los pobres porque “hoy está de moda entre los ricos vestirse con trapos”. Y pasa a describir la flora y fauna del corazón neoyorquino. “En Park Avenue, con edificios que cuestan entre 5 y 25 millones de dólares, un dueño sale con campera de motoquero, jeans, tal vez hasta alguna zapatilla Puma, y aunque es viejo parecería miembro de una pandilla. A él lo saluda un portero, que está vestido como un coronel del ejército austríaco de 1870 –detalla el escritor–. No sé cómo será acá la cosa, pero a nosotros nos encanta que nuestros sirvientes estén vestidos como personas eminentes del pasado.” Es cómico por el modo de narrar, cierra los ojitos, y repone la escena de un modo tan nítido que pareciera que estuviera transcurriendo ahí, en el salón del Hotel Faena, aunque lo que cuenta pasó en Palo Alto, California. “Se me acercó un señor y me dijo que necesitaba una mesa, y fui al maitre y le dije que la gente estaba apurada y necesitaba conseguir un lugar. Entonces el maitre les dio una mesa y cuando el señor pasó al lado mío me dio 20 dólares de propina.”

–¿Saben qué hice? Me guardé el billete en el bolsillo –dice Wolfe.

Wolfe, se sabe, apareció en dos capítulos de los Simpson. “Fue muy importante que me hayan elegido para hacerlo. Me gusta mucho los Simpson, es el único show que miro regularmente”, confiesa. “Muchos de los mejores escritores de la universidad hoy en día quieren escribir para la televisión. Mi número uno en la lista es escribir para los Simpson.” Cuando estaba preparando la novela Soy Charlotte Wolfe le preguntó al director de una revista qué ambicionaba hacer después de Harvard, y él le dijo que quería escribir para la televisión. “¿No te das cuenta de que nunca vas a llegar a ser famoso? Decime el nombre de una persona que escriba para televisión, uno solo. Bueno... si esta persona realmente puede satisfacer su ambición de esta manera, tal vez el mundo después de todo sea un mejor lugar. Pero yo nunca lo podría hacer”, admite el escritor. Pero piensa unos segundos y agrega: “Tal vez sea bueno escribir para televisión”.

Wolfe reincide en su cruzada contra la ficción. “La novela ya no le interesa a los jóvenes escritores talentosos. La novela, salvo en casos excepcionales, va a terminar como la poesía épica, viviendo en la cima de un pico cubierto de hielo, de manera que va a resultar mucho más fácil alabarla que visitarla”, plantea. “En los Estados Unidos los jóvenes escritores por lo general son graduados de los llamados programas de escritura creativa, y estos programas son como aguas estancadas donde se crían los mosquitos, y estos mosquitos vienen de Francia y tienen nombres como realismo mágico, fabulismo, minimalismo, deconstructivismo... Están de moda dentro de la academia y círculos universitarios, pero el público en términos generales no está interesado de la manera en que estuvieron interesados en Hemingway o Steinbeck”, cuestiona el escritor.

“Cuando era joven pensaba que para la creación se necesitaba un 95 por ciento talento y 5 por ciento de material. Ahora creo que es 75 por ciento de contenido y el 25 por ciento de talento. Es una lástima que los jóvenes escritores no vean esto”, opina. “¿Acá Paris Hilton es conocida? No creo que haya un solo escritor de ficción que hubiera podido soñar que a esta joven mujer le ofrecieron 10 millones de dólares para un show en televisión porque la atraparon en la película pornográfica. Y así es la vida”, señala. “La ficción tiene que ser plausible, ninguna otra cosa en el mundo tiene que ser plausible. No vivimos en un mundo plausible.” El tiempo se acaba. Wolfe, agudo, demoledor, contradictorio, no quiere llegar tarde a la función de María de Buenos Aires, en el teatro Cervantes, quiere escuchar la música de su admirado Astor Piazzolla, “el mayor compositor del siglo XXI”.

Silvina Friera

El hombre del traje blanco / Rodrigo Fresán

Thomas Kennerly Wolfe Jr. (Richmond, Virginia, 1931) es el hombre del traje blanco. El insider profesional. El tipo que está donde hay que estar en el momento correcto. Así fue como Wolfe, a principios de los ’60, apuntaló lo que enseguida fue conocido como new jornalism: el equivalente al cine-de-autor en lo que hace al periodismo. El cronista era, de pronto, la estrella. Y Wolfe –junto a Truman Capote y Hunter S. Thompson y Joan Didion y Terry Southern y John Gregory Dunne y Norman Mailer y etc.; leer sobre esto y sobre todos estos en el excelente ensayo The Gang That Wouldn’t Write Straight (2005) de Marc Weingarten– revolucionó el contenido de las revistas y reformuló las leyes de cómo contar la realidad. De paso –y por el mismo precio– anunció la muerte de la novela. De este modo, Wolfe se lanzó a la novelización de los territorios de la realidad, ya fuera el apocalipsis de los beatniks y el génesis ácido-lisérgico de los hippies (en Gaseosa de ácido eléctrico, 1968) o las intimidades cósmicas de los astronautas y sus esposas (en su mejor libro, Lo que hay que tener, ganador del American Book Award). Wolfe también se ocupó de las carreras de coches preparados (su primer hit, en la revista Esquire: una transcripción de sonidos y jerga ante la imposibilidad, con el cierre encima, de ordenar con coherencia el material en su libreta de notas), de la izquierda exquisita y sus flirteos snob con los Black Panthers, del arte y la arquitectura moderna, de bautizar a los ’70 como “The Me Decade” y de convertirse –lo mejor de ambos mundos– en el paradigma indiscutible del dandy neoyorquino importado del aristocrático Sur.

En algún momento, Wolfe resolvió que era hora de resucitar la novela no con modales posmo sino todo lo contrario: devolviéndola a la gloria decimonónica que Balzac, Dickens, Hugo, Eliot y Zola supieron conseguirle y así nació, primero como folletín en las páginas de Rolling Stone –y más tarde en formato libro, uno de los megahits literarios de los ‘80: La hoguera de las vanidades–. Un novelón que masticaba crudo y tragaba con ganas el ambiente de los yuppies y la Era de Reagan con un tal Sherman McCoy como protagonista, un “amo del universo” que caía desde las alturas. El esquema se repitió –once años, cinco bypass, siete millones y medio de dólares de anticipo más tarde– con Todo un hombre, donde Wolfe se paseaba por los criaderos de caballos de los megamagnates corruptos de Atlanta muy à la Enron. Los personajes, ahora, aparecían mejor delineados; pero eso no impidió que a Norman Mailer y a John Updike y a John Irving no les gustara y lo dijeran por escrito y en voz alta. Lo que llevó a Wolfe a publicar una furiosa y virulenta diatriba contra el trío con el título de “Los tres chiflados”, recuperada junto a otros ensayos, y una nouvelle de ambiente militar, “Emboscada en Fort Bragg” en Hooking Up: El periodismo canalla (2001). Allí los definía como los torpes Curly, Larry y Moe de las letras: escritores a los que ya no les salía nada bien y cuyas obras aparecían separadas de la realidad, incapaces de tomarle el pulso al auge decadente del Gran Imperio Americano. Soy Charlotte Simmons, su último título hasta la fecha es, hay que decirlo, una muy mala novela porque comete el peor de los pecados wolfeanos: no ser verosímil a la hora de diseccionar, esta vez, la atmósfera de los campus de universidades para jóvenes acomodados y cómodos. Así, todo se lee como una estudiantina con pretensiones de Jane Austen pero que acaba recordando más a Porky’s.

Su próxima e inminente novela –ya se ha anunciado la publicación de Back to Blood para el 2009– tendrá que ver con el convulso ecosistema de una Miami multiétnica. Otra vez, la necesidad de hacer suyo un presente cuando –si me lo preguntan– yo creo que ahora Wolfe debería dedicarse a la gran novela de su pasado. Tal vez haya llegado el momento en que Tom Wolfe debería reconocer que ya no está para contarnos el aquí y el ahora sino, por lo contrario, para hacer sabia memoria y recordarnos ese ayer que sí contribuyó a inventar desde la realidad de sus desaforados días y noches y deadlines de sus años mozos. Sí, tal vez haya llegado el momento de colgar el traje blanco y los zapatos de charol, ponerse la bata y las pantuflas y –ahí estaremos todos, pagando lo que sea– sentarse a planear el Middlemarch en la Manhattan de los ‘60 y ‘70 que él y sólo él puede escribir. Y ponerle su firma.


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