lunes, 29 de junio de 2009

Mal de amores

La tía Valentina murió de amor. Si bien es cierto que su larga internación en el psiquiátrico sugiere otra cosa, el grueso de la familia sospecha que la causa del deceso (para más datos, precoz) habría sido un brutal tumor amoroso que la consumió en pocos años; amores que le pegaron mal. "Nadie se muere de amor", repetía yo cada vez que la modesta leyenda familiar entraba en escena, o los veía rumiar su bronca por la desaparición temprana de esa mujer a quien sólo conocí en fotos, y a la que todos suponían embrujada o algo parecido. Pero el tiempo esculpe la percepción inspirado en la experiencia individual. Así fue como, gastados ya varios kilómetros de existencia, la "loca" se convirtió en caso de estudio; suerte de Dora (la famosa paciente de Freud) de cabotaje, capaz de aportar pistas concretas sobre un tema, a todas luces, apasionante. ¿Se puede morir de amor? ¿Es un mito que desapareció junto al romanticismo? El primer dato llamativo y digno de análisis, son las evidentes similitudes que existen entre amor y enfermedad. Hasta el más racional de los científicos podría percibir un aire de familia intenso. Ambas "plagas" aparecen cuando menos se las espera, y su potencial asesino depende, en gran medida, del estado previo del cuerpo infectado, y las características particulares de la cepa en cuestión. Al igual que la gripe asiática, el amor presenta cepas de altísima peligrosidad, y otras relativamente benignas que, a no relajarse, pueden mutar en cualquier momento y lugar, causando daños de consideración. Jamás conviene bajar la guardia: el sentimiento amoroso siempre tiene pronóstico reservado. Según averigüé, Valentina fue masacrada por una combinación inoportuna de ambas. Literalmente, saltó el tablero de comando. A los ojos de los demás, las obsesiones del amor pueden resultar inexplicables, casi crípticas. Por si hace falta profundizar el concepto, sus últimas palabras ilustran la teoría en cuestión: "no transpiraba", dicen que dijo antes de poner pies en polvorosa. Y son tantos los testigos presenciales del hecho, que el margen de error es escaso, prácticamente nulo. En lo que a la distancia parece el acto central de una comedia ligera, o la representación de un pésimo aviso de desodorante, la transpiración adquirió rango de cuestión de estado. "¿Transpira?", preguntaban a coro sus seres queridos ante cada nuevo candidato (tuvo tres después del mortal). "Sí", afirmaba la enamorada, para hundirse en profundas depresiones de las que resultaba imposible sacarla, con salpicones de furia en los que golpeaba su cabeza contra la pared, y repetía el nombre del Romeo perdido; nombre que, curiosamente, ya nadie es capaz de recordar. "Seco" (por la falta de sudor, no de plata), lo siguen llamando aquellos sobrevivientes que aún maceran su furia (hoy travestida de nostalgia).

Parece que a Seco, enamorarla le llevó un tiempo considerable (nada de amor a primera vista). De entrada, cuentan, Valentina se comportó según lo habitual. Es decir, sometió al galán a una excursión perversa de evasivas y falsas promesas; viaje que el "criminal" toleró sin chistar, redoblando esfuerzos con cada negativa. El teléfono sonaba a horas insólitas; ella se hacía negar a los gritos, dejando en claro que no tenía la menor intención de atender. "Es un buen chico", juran que sugirió varias veces mi abuela, entablando cierta complicidad con el "asesino" que nunca le perdonaron del todo. "Si te gusta tanto salí vos", desafiaba, molesta, la futura víctima, y seguía en su mundo, sin señales prematuras que indicaran el infierno por venir. Hasta que por fin cedió. A partír de ahí, Seco reencarnó en Dios, y dedicó buena parte de su vida a gobernar (quizás sin buscarlo) el universo de la difunta. Obviamente, los llamados empezaron a escasear. "Está tan ocupado". También desaparecieron el batallón de tarjetas cursis, y las cajas de chocolate blanco. "Puros como el sentimiento que tengo por vos", llegó a escribir el pichón de Migré.

"Soy muy feliz. Es la primera vez que siento mariposas en la panza", anotó Valentina en su diario (por entonces se usaban esas cosas).

Mariposa Technicolor.

Arrebatados por un enjambre de mariposas histéricas que desordenan el estómago, y cuya vida útil se mide en preciosos minutos que conviene aprovechar sin demora (seguro, no se van a repetir), decimos "te amo" con una intensidad tal, que los poemas de Neruda huelen a verso parido por una súbita y efímera pasión escolar. "Te quiero como a ninguna, juntos crucemos laguna…" Expresadas en el momento justo, ciertas palabras simples y cotidianas, ostentan el poderío de un monumental generador eléctrico que, solito su alma, es capaz de paliar la más despiadada de las crisis energéticas criollas. Atucha pasional. Fuera de contexto, arañan el ridículo en tiempo record. Claro que, a poco andar, muestran la hilacha, y adquieren la consistencia pastosa de un fósforo humedecido. Flores de un día son… ¿A dónde van las palabras cuando se desinflan? Derecho hacia otra persona. Nada se pierde, todo se transforma en estrategia de combate amoroso. Sin embargo, los conflictos empiezan mucho antes de que esto ocurra, bien al comienzo de la relación. Y el culpable (si puede llamarse así) hay que buscarlo entre el arsenal de respuestas, más o menos conocidas, a las que recurrimos en tan dignas y fugaces circunstancias. Si lo que recibimos a manera de reembolso por nuestra edulcorada declaración, es el clásico y nunca bien ponderado "yo también", la alarma empieza a sonar en algún lugar impreciso que, pongámosle, se ubica cerca del inconsciente. Es verdad que, en esos instantes de inspiración suprema, en los que dejamos el corazón a la intemperie, ninguna respuesta satisface. El que pega primero, gana. Pero "yo también" se posiciona en la base de la pirámide. ¿No tuviste mejor idea que subirte a mi revelación así nomás, como quien se cuelga de un bondi en Constitución? Extraña (y jorobada) paradoja la del amor: al principio nada alcanza y después todo sobra. Peor es el caso de aquél que, buscando doblar la apuesta, aporta una cuota de eternidad al asunto: "siempre te voy a querer". ¿Siempre? De tomarlo en serio, bajamos la guardia y nos recostamos, tranquilos, sobre los laureles conquistados. La seguridad, de cualquier clase que sea, es un veneno efectivo que aniquila a cuanta mariposa excitada encuentra en su fatal camino, las somete a torturas rebuscadas, procesos de involución de los que salen transformadas, reconvertidas en larvas inquietas; gusanos hambreados que sólo se calman frente a la presencia de un objetivo nuevo. Porque la muerte del amor es uno de los pocos espectáculos definitivos que ofrece la madre naturaleza. Ni el efecto invernadero destruye con tanta precisión matemática. Donde hubo fuego, apenas queda un puñado lamentable de cenizas (igual de humedecidas que los fósforos) que reavivadas, suelen abrir la puerta a un desfile incesante de calamidades desastrosas; viaje al pasado que, en el mejor de los casos, sólo despierta fantasmas dormidos. ¿Cómo llegamos acá? Vaya uno a saber… Aunque es probable que las promesas de amor eterno ni siquiera atraviesen la piel de un receptor sensible, cercado por el temor a perder lo que ama. ¿Y los que no emiten opinión? Amantes malditos que manejan silencios de cripta. "¿Me querés?", preguntamos ansiosos. "Obvio", responden sin mover un músculo. "¿En serio me querés?", repreguntamos, fieles a la ley del tirabuzón, creyendo que al otro expresarse le cuesta, y necesita ayuda. "¿Qué te acabo de decir?". Se trata del máximo galardón a conquistar. Quizás sean parcos de verdad (la esperanza es lo último que se pierde); instalan la sensación agobiante de que esconden sus frases conmovedoras bajo siete llaves, a la espera de un candidato mejor.

No se puede vivir sin amor. Las posibilidades de que una persona deseche el tránsito por esta emoción son prácticamente nulas. Las chances de que el objeto amado sea el ser humano que tiene al lado, bajas. La cara más trágica del sentimiento amoroso es aquella que muestra lo que sigue: el amor es un tipo especial de emoción que, para nacer, necesita dos personas; al momento de crecer le basta con una. Es más, le cuesta evolucionar estando en pareja. El buey sólo bien se lame. Explicaciones (especialmente psicológicas) al fenómeno hay miles. La sabiduría popular enseña que la psicología puede estar equivocada.

"Deben ser cosas mías pero últimamente lo siento frío… Majo (en esa época su mejor amiga) dice que lo haga sufrir un rato, que deje de llamarlo por un par de días y que voy a ver como vuelve mansito, pidiendo por favor... ¿Y si no lo veo más? Nadie lo entiende al pobre. Ni la mamá lo entiende. Yo se que en el fondo me adora. Lo voy a volver a llamar. Está esperando que lo llame."

Río escondido.

Si las plegarias del cancionero popular son escuchadas, y el mundo es finalmente invadido por una ráfaga de amor, las consecuencias de semejante invasión podrían ser bien distintas a lo esperado, especialmente porque, de un día para el otro, quedaríamos en manos de ese sentimiento volátil e impreciso del que hablamos mucho, y sabemos bastante poco.

Hoy por hoy, ¿moriría Valentina? Es decir, en medio de tanta innovación tecnológica y liberación sexual, ¿encontramos la vacuna definitiva para esta enfermedad que parece propia del siglo diecinueve?

En el nuevo milenio, a pesar de lo que digan, la gente sigue matando y muriendo por amor. Y ambos comportamientos nos resultan válidos, aunque la víctima en cuestión sea el objeto amado, o quien entregó su vida, alguien que jamás fue (ni será) correspondido. ¿Qué otra cosa es un crimen pasional? ¿No hay acaso mártires entrenados en el arte de sufrir por amantes desaprensivos que apenas los registran? El odio, estigmatizado como "cara opuesta de la misma moneda", está a años luz de competir con éxito en las exigentes olimpiadas de la esquizofrenia amorosa. Cualquier ciudadano común puede leer una página del diario en la que se cuenta cómo un hombre (o una mujer) degolló a su amada hasta desangrarla, y en la siguiente emocionarse al descubrir que otro (u otra) enfrentó las llamas con el objetivo de rescatar del incendio a su media naranja chamuscada, sin que siquiera se le cruce pensar en contradicción alguna. Aceptamos los vaivenes bruscos del amor con una naturalidad que deben envidiar los demás sentimientos. Nadie salva la vida del ser que odia. Muchos serían capaces de terminar con la existencia de la persona que aman. Así de complejo y retorcido es el espasmo amoroso. Es cierto que, en la naturaleza humana, ninguna emoción se encuentra en estado puro, vienen revueltas a lo gramajo, mezcladas en un pastiche pegajoso que ni el mejor de los descuartizadores sería capaz de dividir en trozos. Sin embargo, sólo el amor disfruta de una definición amplia y generosa en matices. ¿Qué cantidad de interpretaciones libres admite la palabra "cariño"? Ninguna. Tener cariño por alguien es manejar rangos emocionales, quizás profundos, pero decididamente estrechos, a salvo de sobresaltos y sorpresas. Lo mismo ocurre con el afecto. Sentir amor es comprar un boleto con destino de exceso.

Tantas son las turbulencias en vuelo, que podríamos escribir "padecer" en lugar de "sentir", y pocos notarían la diferencia. "¡Qué te enamores!", maldicen los gitanos cuando buscan desear el peor de los males. Por alguna razón, en nuestros días, la reina madre de la emociones circula comprimida, avergonzada; suerte de arroyo entubado, Maldonado sentimental que, corriendo agitado entre las tripas de una avenida aparentemente sensata y racional, condiciona gran parte de nuestras conductas. ¿Conocen las glamorosas catacumbas escondidas bajo el cemento de la Juan B Justo? Un verdadero laberinto de túneles invisibles pero rumorosos que siempre están ahí. Buenos Aires pudo haber elegido convivir con ése cauce rebelde que, según cuentan, tenía el don dudoso de convertirlo todo en barro. Eligió sepultarlo; aunque en su homenaje levantó (o enterró) una tumba faraónica. La modernidad hizo algo parecido con el amor: lo encapsuló en compartimentos estancos: celos por acá, excitación por allá, histeria por los cuatro costados; y el sentido común jugando a civilizar, a ordenar las cosas. Por ejemplo, negamos o minimizamos la influencia del impulso amoroso en las organizaciones laborales (¿Cuántas carreras tuercen su rumbo al amparo de una pasión descontrolada?), lo limitamos a la vida en pareja, o pretendemos burlarlo apostando todas las fichas al ejercicio libre de la sexualidad. Antes, la sociedad tenía mayor conciencia de la fatalidad e influencia del sentimiento amoroso en las "cosas de la vida"; sabía que, tarde o temprano, los arroyos tienden a desbordar y descargan su bronca. Cada tanto, las famosas "mariposas del estómago" salen de las cuevas de hormigón que les diseñamos, y se transforman en abejas asesinas apuntando sus aguijones en dirección exacta a la yugular de la persona amada. O lo que es peor, del amante despechado. ¿No fue eso lo que le pasó a la tía en estudio? Lo consideramos un simple entretenimiento que se mezcla con otros, y se celebra alegremente en primavera. Error fatal. El amor es peligroso.

Si Valentina viviera, Seco la volvería a "matar". Sólo que, a los ojos de ésta nueva comunidad negadora, las causas de la muerte (y el causante) quedarían solapadas en la más absoluta oscuridad. "Depresión", ensayarían. Y a embucharla de ansiolíticos, tranquilizantes y antidepresivos. ¿Quién arriesga un epitafio romántico que diga, simplemente, "murió de amor"?

"Hace tres meses que no sé nada de él. Mi cabeza va a estallar."

Sudor y lágrimas:

Desmayarse, atreverse, estar furioso,áspero, tierno, liberal, esquivo, alentado, mortal, difunto, vivo,

leal, traidor, cobarde y animoso…

Lope de Vega

Sin duda, quienes mejor entendieron las incoherencias esenciales del sentimiento amoroso, fueron los poetas del Siglo de Oro español (en realidad son dos siglos, XVI y XVII); un período histórico durante el cual las artes, particularmente la literatura, alcanzaron cimas de calidad que jamás se volverían a explorar. Verdaderos maestros en las especificidades del "mal de amores". Toda su poesía es la exaltación del amor imposible (el único que entabla relaciones con la eternidad), aquel que no se puede, y en cierto sentido no se debe, conquistar; incluso las mujeres "deseadas" eran construcciones literarias, ninfas de cabellos de oro y aspecto angelical; difícil encontrárselas caminando por el mundo real. Ahí, apoltronado en el territorio de las fantasías más elaboradas, el deseo amoroso era una máquina de levar a destajo, desbordaba el molde sin problemas ni limitaciones, y generaba imágenes poéticas perdurables. Todavía hoy, su intensidad expresiva conmueve. Para nosotros, acostumbrados a las urgencias de la comida chatarra, y el ritmo desenfrenado del video clip (por no nombrar los efectos secundarios del avance tecnológico que, por ejemplo, nos mantiene aferrados veinticuatro horas al celular), los amores imposibles son un mal negocio que conviene desechar de inmediato. A lo sumo, y porque las evidencias patean en contra, aceptamos a disgusto los azotes enfermizos del amor no correspondido. Pero eso es harina de otro costal. Nada bueno surge de la obsesión, el empecinamiento en alguien que no nos da ni la hora (distinto es si alguna vez nos la dio). La imposibilidad impulsa grandes obras, mantiene la esperanza en alto y, en el peor de los casos, aceita nuestras ganas de luchar; el rechazo desgasta y cansa. Aún considerando las enormes distancias que nos separan de aquellos célebres poetas españoles, y el tono ligeramente "masoquista" de la obra que legaron, su singular visión enseña algo que, guste o no, se inscribe en el registro de las máximas incuestionables: si pasa a mayores, el enamoramiento tiene los días contados. Es genético. Las mariposas estomacales son "animales" de vuelo corto y expectativas bajas. De poco sirven las estrategias prediseñadas que hablan de cuartos separados, o parejas con cama afuera que, al esquivar las rutinas de la convivencia, buscan inmortalizar ése refrescante repiqueteo inicial. Tampoco es cuestión de culpar al trabajo excesivo, o a las deudas que se acumulan en desafiante aluvión. Simplemente se trata de una ley no escrita de la naturaleza. En el menú, el enamoramiento es la entrada y, como tal, resulta rico, atractivo y escaso de abundancias. Claro que se lo puede congelar un tiempo; o vivir devorando entradas, evitando el compromiso mayor del plato principal. Ahora bien, si el efecto hipnótico del tintineo inicial dura lo que un suspiro, y el amor es una peligrosa enfermedad, ¿qué nos queda?

Hacer la "gran Proust". Es decir, morder la famosa magdalena (o cualquier otra galletita que tengamos a mano) y esperar que, imitando al libro, su sabor familiar nos devuelva los pliegues conmovedores del tiempo perdido. Aromas y fotos olvidadas también pueden servir. ¿Y un beso estampado con mayor intensidad que la habitual? Es otra posibilidad. En base a pequeños trucos ingeniosos, las tiranías de la percepción, esas que adormecen los sentidos, se pueden trampear. El riesgo es quedar pegados en el intento.

"Lo que no te mata, te fortalece", asegura el dicho popular. Al menos sirve de consuelo. A Valentina, la fórmula le falló.

"Todos sudan, y en esa transpiración se les amontonan los olores… Transpiraba poco, tenía un perfume singular que, haga lo que haga, no logro desterrar, ni volver a encontrar…"

Fue una de las últimas cosas coherentes que escribió.

Omar Bello / Filósofo y publicista
Revista Noticias / Publicación semanal de Editorial Perfil S.A. // © Copyright 1999-2008 All rights reserved

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