lunes, 29 de junio de 2009

Vida artificial: darwinismo y juego en la pantalla

Los programadores de Wright utilizaron logaritmos de sistemas complejos para originar un juego que promete ser la mayor avanzada en pos del desvanecimiento de la frontera que separa la vida “real” de la “virtual”. O, más bien, que puede, sin estar en los planes de su creador, equiparar ciertas funciones y características de ambas. Todo, con un modelo sistémico-logarítmico de dimensiones inabarcables, pero finito.

Wright no es ningún improvisado, ni en videojuegos, ni en deseos expansivos de control sobre individuos/especies/ciudades/mundos virtuales. Se trata del creador de SimCity y Los Sims –el juego más vendido en la historia–, que desató una histeria masiva por lo novedoso de controlar prácticamente todas las funciones de un otro yo (obviamente, virtual), incluyendo limpieza, aseo, descanso y necesidades escatológicas.

Y luego, la malicia de esos mismos jugadores, que encontraron regocijo en no instalar alarmas de humo en sus hogares y enviarlos a cocinar sin antes haber aprendido gastronomía, lo que degeneraba en un incendio prácticamente inevitable; o en no poner puertas en su habitación, provocando que el encierro enloqueciera a los personajes, los hiciera orinarse encima y, por último, dejar de ser y convertirse en una lápida o una urna de cenizas. Si es que un personaje de videojuego, cadena de ceros y unos, puede morir.

Lo que demostró Will Wright con Los Sims es que un personaje de videojuego puede, como mínimo, manifestar un esbozo de inteligencia artificial, efecto logrado con el “permiso” dado a los personajes para ser capaces de actuar con libre albedrío. Claro, todo bajo la regulación de un complejo sistema de funciones logarítmicas.

Pero Spore va más allá. Este videojuego –aunque mejor llamarlo “estudio experimental sobre el funcionamiento de las sociedades virtuales”– se divide en cinco estadios evolutivos, diagramados en vistas a la ciencia biológica, la antropológica e incluso a la teología.

En la fase microscópica, el usuario debe luchar contra otras criaturas, dominarlas y consumirlas para hacer evolucionar sus características psicofísicas: darwinismo tecnológico-lúdico. Si fagocita a los suficientes especímenes –de distinta o igual especie a la del usuario–, evoluciona a la fase de criatura, en la que la creación abandona la microvida marítima y se lanza a tierra firme, a explorar como un Juan de Garay con escamas y cuernos, diagramado (estética y éticamente) en base a funciones.

El lector ya habrá adivinado la próxima etapa: la socialización primaria le llega a la forma de vida artificial creada en la fase tribal, donde el usuario deberá manejar un clan entero, darle herramientas y guiar sus interacciones: nada de laissez-faire, laissez-passer, aquí la mano invisible del mercado es el mouse en la mano visible, macabra, juguetona, del jugador, que deberá instruirlos en la religión, la economía y la producción.

Luego, fundadas las bases organizativas de las ciudades, en la fase civilizada las criaturas comienzan a interactuar con otras culturas, con el fin último de “conquistar el planeta”: imperialismo encriptado en códigos binarios. Y luego, el planeta no les será suficiente y, como los humanos, se lanzarán a la conquista del espacio, en la etapa que, por decantación, se denomina fase espacial. Hasta aquí, un recorrido lineal.

Lo interesante de todo esto es que cada individuo de cada especie que se cree, evolucionará desde la organicidad unicelular a la mayor complejidad biotecnológica que se le ocurra al usuario, en función de ciertos patrones que están doblemente determinados, por la configuración genética que se le otorgó al comienzo del juego y por las condiciones del medio y la forma en que interactúan y descubren otras culturas. Por un lado, predeterminación logarítmica; por el otro, pseudo autodeterminación del individuo y su pueblo.

De este modo, asistimos a la confluencia de la biología, la informática, la física, la filosofía y la antropología como herramientas, unidas por el ingenio de William Ralph Wright Jr., nacido el 20 de enero de 1960 en Atlanta, Georgia, y co-fundador de la firma desarrolladora de entretenimientos Maxis.

Elige tu propia aventura

Wright lleva casi dos años hablando de su próximo lanzamiento, que –como mínimo– invita a creer en la idea de que los videojuegos darán un paso evolutivo de magnitudes impensables hace 20, 10, incluso 5 años. Un salto que, para los tecnófobos, puede asimilarse mínimamente al primer paso de una cadena que termina en Yo robot, Sentencia previa, Inteligencia Artificial y todo el cine-catástrofe sobre el tema. Pero aunque en un estadio incipiente, el cambio de paradigma para lo que puede ser el futuro de los videojuegos vuelve a ser mostrado por Wright.

En principio, Spore es más que un único juego, es varios en uno. Cada etapa conlleva un grado de complejidad distinto, desde el básico juego Mario Bros al que se asemeja la etapa microscópica (alimentarse, matar enemigos, moverse) hasta el megauniverso virtual que se genera a partir de una segunda socialización: llegado un punto, el juego sólo podrá continuarse vía Internet, interactuando con clanes de otros usuarios. Y que alguien les avise a los siempre presentes agitadores apocalípticos que el megauniverso virtual es cada vez más voluminoso que el real.

Pero frente a esta multiplicidad de posibilidades, Wright decidió comprimirlas en un conjunto acotado de reglas. ¿Para qué? Para permitir que, por oposición, las libertades creativas de los usuarios, jugadores, creadores o científicos de las sociedades virtuales, como el lector prefiera, sean exponencialmente mayores.

“No se trata tanto de diseño o ingeniería, como de jardinería, de plantar semillas. Richard Dawkins dice que una semilla de sauce sólo contiene en su interior unos 800 kilobytes de datos”, bromeó Wright en una de las tantas presentaciones del juego.

La regla primordial es ésta: por cada movimiento correcto que la criatura realice (sea escapar de una muerte segura, conseguir buenas dosis de plancton, o aprender a respirar fuera del agua), el sistema otorgará “puntos de ADN”, como el maná de los juegos de rol, pero menos místico y más científico. Con esos puntos, el jugador hará lo que quiera: ponerle alas, tres ojos o ningún orificio excretor a su Frankenstein. Y la criatura, en base a un número inconcebible de algoritmos, que aun así es finito, desarrollará con mayor o menor grado de autonomía su personalidad.

Y en el medio de todo esto, como para expandir aún más la similitud de lo que sucede en Spore con lo que ha sucedido en el universo o, al menos, en la Tierra, habrá acontecimientos aleatorios: desde meteoritos hasta invasiones, desde deformaciones genéticas hasta mutaciones. Todo, en un mundo en 3D inspirado tanto en Alicia en el País de las Maravillas como en 2001: Odisea del espacio, de Stanley Kubrick.

El desquicio llega a tal punto que si al que oficia de único Ser en sí mismo en el juego, el usuario, se le ocurre que su monigote viva en una piña, abajo del mar, como Bob Esponja, lo podrá hacer. Y, más adelante, en la etapa espacial, aparece la terraformación, que permitirá cambiar la topografía de los planetas.

Videojuego o experimento social?

Si para Christopher Langton, gestor del Trabajo Interdisciplinario de Síntesis y Simulación de Sistemas Vivientes (Alife I) del Instituto Santa Fe, para comprender la vida artificial se debe intentar “abstraer los principios dinámicos fundamentales que subyacen a los fenómenos biológicos, y recrear esas dinámicas en otros medios físicos, haciéndolos accesibles a nuevos tipos de manipulación experimental y de pruebas”, Spore no puede ser menos que el proyecto más ambicioso sobre control de vida artificial, al menos en el campo de los videojuegos para computadora.

Spore es, también, plataforma de análisis de la morfogénesis –el proceso de desarrollo de un fenotipo en su ambiente a partir de una codificación genética–, algo que la cibernética clásica viene planteando como discusión histórica en torno del campo de la Inteligencia Artificial. La simulación, por otra parte, de mecanismos de interacción entre los individuos de un colectivo, que producen comportamientos adaptativos intraindividuales e intracomunitarios, también es posible en el juego.

Aunque a esta altura de su desarrollo y con las características que se sugieren en este artículo, cabe preguntarse si Spore, más que juego, no es un gran experimento filogenético sobre el comportamiento de los individuos en sociedad; un estudio matemático sobre la adaptabilidad de las funciones a las conductas humanas, animales y vegetales; en fin, un universo, virtual pero posible, donde las proyecciones se disparan en todo sentido. Una pista para ayudar al lector: Wright ya trabaja en una especie de Sporypedia, una enciclopedia que listará todas las criaturas, unidades y edificios creados por los usuarios, precisando cuáles son sus funciones.

Luis Paz

William Wright, dealer de drogas en forma de videojuegos

William Ralph Wright Jr. nació el 20 de enero de 1960. Semanas después, Francia hacía estallar una bomba atómica cerca de Reganne. Tres meses después, la Unión Soviética lanzaba el Sputnik 4. En diciembre, Willard Lobby recibía el Nobel de Química por elaborar el método de carbono radiactivo para averiguar edades de materias orgánicas. Muchas de las primeras imágenes que el televisor de la casa familiar de Wright le entregaba al pequeño Will en Atlanta, Georgia, se relacionaron con la ciencia.

Casualidad o no, a los 48 años, Wright ultima detalles de Spore. Treinta años lleva diseñando videojuegos, desde Raid on Bungling Bay, su experimento de 1982, hasta el juego que el artículo central de este anexo comenta. Will estudió Arquitectura e Ingeniería Mecánica, pero dejó ambas carreras, más interesado en el diseño que en la proporción de cal por arena. Así comenzó a diseñar videojuegos para esas maquinolas vetustas que tantas gratificaciones le daban a un jovencito nerd mucho menos controvertido en su juventud que Bill Gates.

A los 25, Wright conoció a Jeff Braun y crearon la compañía Maxis. Hace dos décadas, Maxis editó SimCity, que revolucionó el mercado. SimCity es básicamente un videojuego para controlar el tráfico de la ciudad, aunque los usuarios, con sus prácticas de uso, terminaron definiendo su fin último: simular la construcción y desarrollo de una metrópolis. Para hacerlo, Wright amuchó sus libros de urbanismo, ingeniería y diseño en el escritorio, hizo un pacto con el diablo y creó uno de los juegos más básicos (para un observador posmoderno) y adictivos de la historia.

Las siguientes versiones de SimCity, una mejor que la otra. Y en 1999 lo hizo de nuevo. Esta vez, el as en la manga fue The Sims, que achica el universo lúdico a una casa en un pequeño barrio. ¿Y qué pasa en esa casa? El avatar del jugador debe trabajar, limpiar, se prende fuego, le roban, se levanta una chica, da fiestas y pinta cuadros, antes de convertirse en una urnita de cenizas. Como la vida misma, sólo que con la posibilidad de pausar, grabar y seguir después. O, mejor, de reiniciar.

Videojuegos y Ciencia: una relacion complicada

No todos los que son cabeza de una compañía de videojuegos trabajan con el rigor de Wright. Bien lo saben sus más de 300 empleados del estudio Maxis en el megapredio de la compañía Electronic Arts en Redwood City. El tipo es un maldito maniático, un buscador de la excelencia, una virtud que no puede adjudicárseles a todos sus colegas.

Desde el punto de vista de la ciencia, los programadores cometen errores “garrafales”, como gustan decir algunos. Comenzando por Mario Bros, el primer gran éxito de Nintendo, hace década y media, con una dupla de fontaneros italianos comepizza y bigotudos que a lo largo de ocho “mundos” temáticos luchaban contra tortugas y cascos con patas, pero jamás destapaban una tubería. Allí, por ejemplo, Mario o Luiggi se comen un hongo y se agigantan. Suponiendo que el hongo tiene alguna bondad mágica que expande y refuerza las células, bien se expandería por igual todo tejido orgánico. Pero, ¿el jardinero rojo que usa Mario también se “clava” un hongo? No. Y ése problema fue mejor resuelto por Stan Lee cuando creó Hulk para Marvel Comics. La ropa, desgarrada, cae.

Doom es otro juego clásico con deslices físico-químicos: un disparo calibre nueve milímetros puede impactar un tanque de 500 litros con residuos atómicos y, en lugar de perforarlo y generar una combustión, empujarlo varios metros. De más está hablar sobre la gravedad en juegos como Street Fighter o Mortal Kombat, donde los saltos son hasta el infinito y más allá y la presión de la sangre cuando brota hace parecer que la víctima estuvo intentando levantar toneladas cuando sufrió el corte.

Por supuesto, uno no puede meterse con juegos sobre mundos de fantasía, ni quitarles crédito a los tan bien logrados efectos especiales de explosiones y conjuros. Pero sí cabe decir que en juegos “de simulación” sobre actividades reales –deportes, carreras u operaciones militares–, nociones obligatorias en la educación básica, como las recorridas del tiro vertical y la caída libre, como el efecto fricción, son simplemente olvidadas. No obstante, está bien. Después de todo, son sólo videojuegos.


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