lunes, 29 de junio de 2009

El coito, de Grecia a la aldea global

Que María haya sido embarazada por la oreja, que fue donde el Arcángel San Gabriel le anunció la maternidad de Jesús, demuestra la unidad entre la palabra y lo sexual, amalgama que ya fue expresada en un texto litúrgico: “Concepit aure filium. Quod lingua jecit semen est, in carne verbum stringitur” (Ha concebido un hijo por la oreja. Lo que la lengua ha eyaculado es el semen, y la palabra está prisionera en la carne). El concepto era, también, una noción de San Agustín: “Maritus sermo est et exor auricola” (El marido es la palabra y la esposa es la oreja).

Ese modelo de virtud, riguroso y lineal, que se corresponde con la escritura alfabética y con los monjes escribas de la Edad Media, instauró un arquetipo de mujer (la inmaculada concepción). Pero, al mismo tiempo, generó el modelo contrario: el de Eva (“Máter pecatti”), penetrada por la serpiente del mal.

Si resulta curioso que en nuestro país Evita sea santa para el pueblo y pecadora para sus enemigos, más lo es todavía que reúna a los dos paradigmas femeninos, y que lo haga en el espíritu y hasta en los nombres: María Eva.

Entre el habla y la escucha, se ha mencionado una relación semejante a la que existe entre los órganos que el latín llama “pene” (rabo) y “vulva” (envoltura), genitales que la lengua canónica del medievo nombra así, pero que, por ejemplo, los ideogramas de la escritura china, al ser metáforas, mencionan de manera poética: “Frente a las perlas rojas –labios menores de la vagina–, el tallo (pene) entra al portal de jade (vulva)”.

Y es que siempre, a través de la historia, existió una estrecha relación entre la tecnología de la comunicación y el uso sexual que se le otorgó a las palabras. “Las palabras tienen género (y no sexo) mientras los seres vivos tienen sexo (y no género)”, escribió Jean Baudrillard.

Está demostrado que el nacimiento de la escritura en Occidente –Grecia, unos 700 a. C.– rompió la pluralidad de los sentidos e impuso al de la vista sobre todos los otros. Siguiendo la fila de letras, de izquierda a derecha, el pensamiento se volvió lineal, dejó algo de magia y suscitó la lógica del discurso: justicia –según Eric Havelock, experto en cultura clásica– era una palabra de cinco sílabas que no estaba en ningún texto anterior a Platón y a la escritura.

Asimismo, el cuestionamiento de las relaciones amorosas entre el adulto y el efebo, nació con la escritura, cuando ya no fue importante una relación que sirviese a la transmisión oral de conocimientos.

Pero los pueblos ágrafos no son inferiores a los que usan el alfabeto –todos somos ágrafos hasta cierta edad–, y sólo un tercio de la historia del libro fue tipográfica. Muchos maestros nunca escribieron: Jesús, Sócrates o Pitágoras. Y que la sabiduría depende de los libros es, además, una idea moderna, y que cae en desuso, pues actualmente cualquiera puede escribir y publicar un libro.

Claude Lévi-Strauss, en su investigación sobre los indios de Brasil, comprobó, por el contrario, en qué forma las culturas analfabetas viven una tiranía del oído sobre la vista. Pero, a la vez, sin procurarlo, explicó aspectos sexuales de un pueblo ágrafo.

El antropólogo observó que los nambiquara, a diferencia de los bororo, y desnudos como ellos, no usaban un estuche cubriendo sus genitales. Y supo que si los bororo los tapaban era para no hacer visibles sus erecciones. El autor de “Tristes trópicos” averiguó, entonces, que los nambiquara no enfundaban el pene porque, en general, sólo tenían erecciones con su pareja monógama y en momentos vinculados al diálogo afectivo.

Las mujeres nambiquara, según Lévi-Strauss, eran muy bellas, vivían desnudas, se revolcaban en la arena hasta dar a sus cuerpos un tono aterciopelado y, como muestra de amistad, se enroscaban a los pies de las personas... Siendo el pene el único miembro que vence la gravedad sin pedir permiso, el que disimularía las erecciones sería entonces el antropólogo.

Las impuras

Desde el siglo V a. C. hasta el siglo XV d. C., el libro fue un producto de los escribas. El paso que va de la oralidad a la escritura fue ejemplificado, tal vez sin proponérselo, por San Agustín en sus “Confesiones” (5.3). El teólogo dice haber sorprendido a San Ambrosio leyendo un libro y destaca, asombrado, que Ambrosio lo hacía en silencio, sin decir palabra, y que vinieron varios monjes a observar algo tan notable.

Es decir que en los primeros tiempos de la escritura, la lectura sólo se realizaba en voz alta. Tal como se recitaban en la Antigüedad las obras de Homero y los diálogos socráticos, acompañando las palabras con gestos corporales para ayudar la memorización (igual que los escolares al declamar, en el siglo XX).

La imagen femenina, en la Edad Media fue condicionada por el posicionamiento de los clérigos que ostentaban el poder de la palabra, de la cultura y de las tradiciones. Y ese fenómeno se acentuó con la aparición de la imprenta que, como toda nueva tecnología, sometió a varios sectores sociales, y especialmente a la mujer, de escasa cabida en los claustros de los copistas.

En el mundo cristiano, el acceso de la mujer a la educación no era aprobado. San Pablo, en la Epístola a los “Corintios”, dice que si la mujer quiere aprender algo debe preguntárselo a su marido. El moralista Felipe de Novara proclamaba (Siglo XIII), que la lectura era peligrosa para las mujeres porque podía llevar al intercambio de cartas de amor. El “Concilio de Trento” aprobó la moción de que la mujer tenía alma, pero tan sólo por un voto de diferencia.

En la soledad de los conventos, se instituyó un tipo de mujer: “Foemina quae no est fallax, haec foemina no est” (No es mujer verdadera la que no engaña).

Armando Verdiglione, director en Milán del grupo “Semiótica y piscoanálisis”, escribió lo siguiente en “El goce y la ley”: “La idea porno desciende en línea directa de la teoría latino-cristiana de las heces y del sexo, vertiente principal de una vastísima construcción que presenta un arquetipo de mujer”.

Muchas religiosas del tiempo de los primeros libros son seres desrrealizados, siempre objetos y jamás sujetos. Se trata, como en el caso de Santa Colette de Corbie, patrona de las embarazadas, de vírgenes y santas que lactan de manera milagrosa y que curan a los varones con la leche de sus senos.

La beata Ángela de Foligno menciona un encuentro erótico con Jesús: “Fue de una saciedad inestimable, pero al mismo tiempo que llegaba al clímax, volvía de inmediato a generar una pasión insaciable”. Y Agnes Blannbekin, adoradora del culto al Santo Prepucio, que fue popular en la Edad Media, dijo habérselo llevado a la boca y encontrarlo tan dulce como la miel (según ciertos devotos, si Cristo era judío debió ser circuncidado y su prepucio debe entonces glorificarse).

Sexualidad y palabra

Aunque Hesíodo haya escrito con anterioridad su obra “Los trabajos y los días”, se considera que la primera escena literaria en la que alguien aparece leyendo, se vio en el “Hipólito” (Eurípides, 428 a. C.). Otro dato interesante sobre los principios de la escritura, es que la primera palabra para decir palabra fue “ónoma” (nombre).

A partir de precisiones semejantes, luego de un desarrollo teórico exhaustivo, Marshall McLuhan llegó a la convicción de que todo el pensamiento lógico occidental es el producto de la escritura alfabética: “El desarrollo tecnológico es una prolongación de los sentidos y, si la rueda prosigue al pie, la PC es una continuación del sistema nervioso central”.

Si los medios de comunicación son extensiones del cuerpo y de los sentidos, como dice McLuhan, ya es imposible, entonces, negar la influencia que tienen sobre el sexo. Grandes capítulos de la sexualidad humana, en millones de páginas y audios, están en los libros, el teléfono (líneas hot), la radio, el cine y la TV (en 1958, cuando el sexo oral no era popular, se vio a Jean-Marc Bory haciendo un legendario cunnilingus a Jeann Moreau, en “Los amantes”, de Louis Malle).

El inconsciente, según la hipótesis de Sigmund Freud, es una instancia profunda de la mente y se opone a toda forma de dominación por parte de la conciencia. Para McLuhan, en cambio, el inconsciente “es una creación directa de la tecnología de la imprenta, es el montón de escoria, cada vez más alto, que la conciencia rechaza”. “Y la publicidad –agrega–, es una pastilla subliminal para moldear el inconsciente".

Todas las globalizaciones incluyen fenómenos de comunicación que tienen relación con lo sexual. Si la globalización de la conquista española se caracterizó por la epidemia de sífilis, la actual globalización se encuentra en relación directa con la pandemia del sida (las primeras víctimas remitieron, directamente, a los Estados Unidos y África, beneficiario y víctima de la primera migración masiva de esclavos).

Ezequiel Martínez Estrada señaló que “en el origen de la sexualidad argentina, hay una gota de sangre y una gota de semen, productos de la violación originaria del conquistador a la nativa”. De manera análoga, la epidemia del HIV –en la globalización actual– volvió a ser protagonizada por la sangre y el semen.

Pensar el siglo XX convoca, inevitablemente, a la llamada “revolución sexual” que en los Estados Unidos y en el mundo aludió a la libertad sexual femenina obtenida mediante la píldora, al intercambio de parejas o la “pareja abierta”, a los “plato's retreat” (lugares de sexo grupal) y a la libre circulación de material pornográfico. Pero, más que nada, esa llamada revolución, devino de la enorme circulación de ideas y exploraciones expresadas a través de los medios, con el libro en primer lugar (Freud dixit).

Wilhelm Reich, el primero en intentar unir el marxismo y el psicoanálisis, siguió, a principios del siglo XX, los textos del etnólogo Bronislaw Malinowsky y encontró que los trobiandeses de la Melanesia noroeste, de formidable performance sexual, no conocían la eyaculación precoz, rechazaban el coito anal, consideraban a la masturbación como un retardo mental y sentían pena por el hombre blanco que era “incapaz de un acto sexual importante”.

Reich, luego de considerar que las patologías sexuales eran propias del “hombre urbano e ilustrado”, se puso a pensar en el nazismo. Y advirtió en el nacionalsocialismo una fuerte angustia frente el placer y un gran temor hacia todo lo que fuese expansión vital. Después de comprobar que los órganos vigorizados se llenan de sangre y de oxígeno, y que en esas circunstancias se agrandan –sean el corazón, los pulmones o el pene–, y que reprimidos se cierran y contraen, llegó a una conclusión que relacionó con el lenguaje, con el cuerpo y con la sexualidad: “Lo contrario del fascismo es el orgasmo”.

Finalmente, a mediados del siglo pasado, Jacques Lacan señaló que la imposibilidad del goce sexual está enlazada a la condición impuesta a los deseos de las personas de tener que pasar por el desfiladero de la palabra.

De allí, dos definiciones de Lacan: 1º) “El inconsciente está estructurado como un lenguaje”. 2º) “No hay relación sexual” (no dice que la gente no tiene sexo, indica que la relación sexual es imposible porque el modo de satisfacción de cada uno no asegura una concordancia proporcional con el del Otro).

Orgasmocracias

Desde mediados del siglo XX, el clítoris reinó de modo absoluto, especialmente a partir de la comprensión de que el orgasmo femenino depende de su estimulación directa. Por entonces, David Cooper, el fundador de la antipsiquiatría, llegó a burlarse de la supuesta primacía masculina: “La zona erógena más importante de la mujer incluye a los pequeños labios y al tejido alrededor del clítoris, que lo estimula al producirse un frotamiento. Si lo comparamos con el pene y con la superficie inferior del glande, resulta que las mujeres tienen el ‘pene’ más grande que los hombres”.

Una de las disfunciones características de los varones, en la misma época de Reich, era la eyaculación precoz, particularidad que bien podría ser considerada como la característica sexual de un “hombre sacado de ritmo”. Así como los niños son compelidos a dominar su esfínter antes de que sus terminaciones nerviosas estén consolidadas, la cultura, para el cumplimiento de imperativos sociales, empuja para que se produzcan destetes prematuros, partos adelantados, muertes retardadas y varones desritmados.

Si un espejo se rompe y vuelve a pegarse, quedará en él una cicatriz, un mapa que indicará el rumbo de la rajadura. Con el propósito de encontrar una sugerencia fractal –objeto cuya creación depende de reglas de irregularidad o fragmentación–, el autor de este texto, a mediados de los 90, censó, de manera anónima, a 300 jóvenes de ambos sexos.

Eran todos menores de 30 años y se dividieron en dos grandes franjas, una de 25 a 30 años y otra de 16 a 18. Pero las respuestas de ambos grupos coincidieron en ciertos señalamientos: 83% tenía actividad coital y 27% no contaba con métodos anticonceptivos ni de prevención. De 115 mujeres de clase media y media baja, 35 habían sufrido un aborto, nueve habían realizado dos, y tres habían padecido más de cinco. Un 80% conocía a alguno de su edad que había vivido un embarazo no deseado y un 75% conocía personalmente alguna chica que se había hecho un aborto.

Se visualizaban, además, algunas de las fórmulas que se impondrían con firmeza durante el tercer milenio, como la de poner la búsqueda de la felicidad bajo el patrocinio de las prótesis químicas.

Goces

Jean Baudrillard, autor de una filosofía de la hiperrealidad, dijo que la revolución anunciada en el siglo XX se había producido en todas partes, aunque de ninguna forma como se la esperaba. Entre las sorpresas, incluyó a la sexualidad, porque la consigna original de tener el “máximo de sexo con el mínimo de reproducción”, había terminado en una sociedad clónica que aumentó las formas de inseminación artificial y logró entonces el fenómeno contrario: “Máximo de reproducción con el menor sexo posible”.

El simulacro, para el filósofo, no es lo que oculta la verdad; es la propia verdad la que oculta que en la vida actual no hay ninguna verdad, mientras que lo verdadero resulta ser el simulacro.

El simulacro erótico habría conducido a una pornografía posmoderna, en la que la misma sexualidad se pierde en un exceso teatral. Esa simulación, una de cuyas expresiones es la moda femenina, habría convertido a la mujer en una figura que el filósofo Baudrillard delata agresivamente: “Ídolo de la síntesis, senos sospechosamente torneados, erotismo liofilizado de cómic, todas ombligo al aire y todas vestidas igual en todo el mundo, constituyendo lo más parecido a una muñeca inflable”.

Las cifras de Gilles Lipovetzky sobre el sexo en Europa y en los Estados Unidos, indican que en el 2005 se distribuyeron en el mundo 11.000 películas porno frente a 3.500 de cine tradicional. Creció la emisión de Cine X en los cables y un internauta de cada cinco visita sitios de sexo al menos una vez por mes. La cifra del negocio mundial del porno era en 1983 de 6.000 millones de euros, mientras en la actualidad llega a más de 40.000 millones.

Ya revolución y sexo no son conceptos que marchan unidos –idea del siglo pasado plasmada por Herbert Marcuse en “Eros y civilización”–, y la liberación del deseo aparenta haber reemplazado a la revolución política.

Se multiplican las ocasiones eróticas, retroceden los tabúes, la edad del coito empieza antes, el sexo irrumpe en la pantalla sin ser pedido, hay viagra, alargamiento del pene, cirugía vaginal y colágeno para el punto G y, además, luego del sexo oculto y prohibido, se asiste al bondage (sexualidad extrema), al BDSM (bondage + disciplina + sumisión + masoquismo) o al fisting (hundir el puño en el ano o la vagina de la pareja).

Pero todo eso no sería más que un simulacro, y la realidad se correspondería con las cifras mencionadas por Lipovetzky en su libro “La era del vacío”: la frecuencia coital en las parejas que llevan más de cinco años juntas no ha cambiado desde los 70, un 80% de los franceses ha tenido una sola pareja en el último año, sólo un 14% de los varones y un 6% de las mujeres tuvo al menos dos parejas, y el intercambio de parejas sigue siendo un fenómeno marginal, un 1%.

Es decir que las orgías, por ahora, siguen perteneciendo al mundo de la imagen y del discurso; son los simulacros de una sociedad que aleja la posibilidad del goce, pero que al mismo tiempo multiplica las supuestas ofertas para lograrlo.

Una prueba sencilla en internet, donde es difícil prohibir, consiste en buscar –por ejemplo en Google– determinados temas y reflexionar sobre los resultados: sexo dio 76 millones de resultados, arte: 180 millones, y literatura: 111 millones. Pornografía arrojó 162 millones, siendo muy superada por música con 317 millones y por religión con 335 millones.

Es probable, como cree Lipovetzky, que de la misma manera en que cierto liberalismo económico ocasiona el surgimiento de nuevos tipos de pobreza, el liberalismo sexual produzca, en muchos casos, una pauperización libidinal.

La información imperante en materia sexual, producida por los medios y por supuestos maestros coitales, permite evocar una ley económica. El financista inglés Thomas Gresham creó, en el 1500, un apotegma que bien podría adaptarse al tema de la información sexual: “Si en un país conviven dos monedas, la buena tenderá a ser atesorada y la mala será la que más circule”.

Último confín

El ser virtual –híbrido de humano, máquina y holograma–, inmóvil ante la pantalla, dicta una clase por teleconferencia y en tanto, copula con la nada, e intercambia sexo con personas que fingen ser máquinas y con máquinas que se fingen personas, pero que son un software. Este simbión, simultáneamente varón y mujer, travesti y hermafrodita, cierra un negocio en su PC, y al mismo tiempo abre una ventana en la que está su hijo, otra en la que chatea con su amigo y otra en la que conversa con su esposa.

La red, para él, constituye la democracia real, porque en ella el gordo es flaco, la linda fea, y la amante del anciano puede ser una bella neoyorquina de 19 años, y el partenaire sexual de la vedette un inválido en silla de ruedas. Allí se vive un sexo sin secreciones, sin enfermedades transmisibles, sin aborto, sin anticoncepción y sin fingir, porque pueden consumarse las perversiones más privadas, pero en el sitio más público del mundo. El cuerpo queda entre paréntesis y el otro puede ser una abuela o, en el peor de los casos, un niño (¿cómo saberlo?).

A medida que los seres virtuales se multiplican, crecen las polémicas: ¿Qué es lo real? ¿Acaso hay personas reales en las fotos que guardamos y paisajes verdaderos en los cuadros que amamos? ¿Muchas personas no se amaron por carta? ¿No dijo Lacan que el Otro no existe? ¿Por qué mi pareja me llama infiel si mi encuentro sexual fue con alguien que no conozco, que nunca veré y que vive en Kirguizia? ¿Por qué ese interés por saber quién es el autor de un texto, si durante siglos, las obras clásicas fueron producto de los copistas que les quitaban o les agregaban texto según su parecer? ¿Por qué encuentran malo que yo tenga sexo por internet y, sin embargo, no se espantan porque los niños matan en sus videogames? ¿Por qué el sexo virtual les parece sexo, pero el asesinato virtual no les parece asesinato?

Lo cierto, más allá de los interrogantes, es que se vive un cambio cuyas consecuencias amenazan ser más profundas que las ocasionadas por el descubrimiento de la imprenta. La tecnología de la comunicación ha desembarcado en uno de los continentes más apasionantes, y se están dando los primeros pasos en esa aldea global en la que el libro será venerado como objeto de museo. Un lugar extraño en el que, al mismo tiempo, será considerado libro todo aquello que tenga letras y ocupe un lugar en el espacio.

¿Y cómo podría no ser doloroso, en particular para los escritores, la entrada a ese mundo en el que, aseguran, el hombre tipográfico será una máquina célibe y se convertirá en poco menos que un fósil?

Luis Frontera
Revista Noticias / Publicación semanal de Editorial Perfil S.A. // © Copyright 1999-2008 All rights reserved

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