lunes, 29 de junio de 2009

La historia de una nueva hemorragia

Los publicitarios vivimos de concurso en concurso. Cada tanto, los clientes nos hacen competir entre nosotros por la conquista de un producto determinado. El mayor aprendizaje de toda mi carrera provino de uno que perdí, no de uno que gané. La marca en cuestión era tradicional y relativamente exitosa. ¿El objetivo? Reposicionarla. Es decir, ponerla en carrera para que venda aún más. La agencia de publicidad que competía conmigo, ganó con un argumento que, a simple vista, parecía descabellado: “Dejala morir tranquila y apostá a otra”. Tenían razón. La omnipotencia me hizo dar un porrazo fenomenal. El marketing tiene sus límites. La filosofía, también. Pasa en todos los órdenes de la vida: hay cosas que se mueren. ¿Para qué concentrar tus energías en un respirador artificial? A veces, cambiar de nombre –o de marca, que viene a ser lo mismo– es saludable. Mucha gente lo hace. Las mutaciones de este tipo no son tan visibles y escandalosas como los cambios de sexo, pero ocurren a diario. Si observan bien, montones de personas cambian el primer nombre por el segundo, inventan uno a su antojo, o se esconden detrás de un apodo que les queda cómodo. Aunque suelen excusarse en cuestiones de gusto, y ni siquiera lo registran en papel, estas refundaciones bautismales deben ser consideradas procesos revolucionarios. El bautismo es, ante todo, un acto de dominación, de encasillamiento en determinada categoría. ¿Por qué honrarlo si podemos nacer de nuevo?

Latinoamérica se viene achicando. El proceso de jibarización no tiene nada que ver con el calentamiento global o la marcha de las economías regionales, simplemente, algunos países están tomando prudencial distancia. Se van. Construyen un nombre propio, lejos del clásico paradigma latinoamericano. Lo hacen en silencio, a escondidas de los congresos multitudinarios en los que pregonan unión eterna. ¿Avivar giles? Sigamos hablando de destino común, mientras labramos el propio, es la consigna. Animados por un deseo creciente de independencia, cambian de nombre en secreto. Se deshacen de esa mochila que pesa: Latinoamérica. El fenómeno viene de la mano de las multinacionales –nunca una iniciativa propia–. Son muchas las empresas que, al dividir el planeta en regiones, dibujan mapas nuevos, de trazado significativo. Por ejemplo, Brasil ya no pertenece al universo latino. El primer desertor de una lista que no para de sumar adeptos. Su estatus se asemeja al de China o India; buques insignia que reclaman tratamiento especial. Algo parecido ocurre con México que, a pesar de sus contradicciones, está delineando un perfil singular. Se esfuerza y salta el charco. Pero la segmentación está lejos de ser una respuesta natural al tamaño de los mercados. Chile, un país relativamente pequeño, tampoco entra dentro de la clasificación “latinoamericano”. Logró diferenciarse de sus impredecibles vecinos. Uruguay, muy a nuestro pesar, anda en la misma. Incluso Colombia intenta huir. Si bien todavía no se notan demasiado, las consecuencias directas de estas deserciones, por ahora virtuales, se verán en el futuro cercano; es probable que influyan en la concepción misma del Mercosur. Desde la perspectiva práctica y algo salvaje de las corporaciones, existen países que egresan y obtienen doctorados, y otros que siguen debiendo materias del secundario. El renglón de corte que separa las naciones “educadas” de las “brutas” dejó de ser la concepción ideológica que las gobierna. Se las distingue por sus niveles de sentido común en sangre. Hoy por hoy, si se dan las condiciones, el mundo negocia con los anillos de Saturno. Pues bien, el club latinoamericano se está quedando sin miembros activos. Pagan la cuota para no desairar. Sin embargo, preferirían ser expulsados de esa organización desquiciada que, pudiendo entronizar a Lula, manda al frente a Hugo Chávez.

Fusil en mano y banana al hombro. La síntesis latina es la viva representación de un mono con navaja. El mundo nos percibe como una cruza entre el “Che” Guevara y Carmen Miranda. Así no hay unidad que aguante. ¿Se puede culpar a los desertores? Ciertas familias de origen son carne de olvido. Mejor perderlas que encontrarlas. Desembarazarse del mote “latinoamericano” es el objetivo secreto de varios gobiernos de la región. ¿Dónde estamos nosotros? Igual que siempre, nadando contra la corriente. Castigados a lo largo de la historia por pretender asimilarnos a Europa, ahora nos mimetizamos con lo peor del lote. Venezuela, Ecuador, Bolivia; sin ofender a nadie, me quedo con las épocas del coqueteo europeo. Lo que se entendía como posición clasista, era el deseo genuino de acceder a un grado aceptable de universalidad, lejos de las bananas y el clima selvático tropical. Tal cual se lo conoció en los 70, el concepto Latinoamérica está desahuciado. Sigue atrayendo a muchos, pero agoniza. Lo más parecido a la lengua muerta que resuena en su nombre. Ni un genio de las comunicaciones lo rescata –en el mundo de hoy, todo se lee a manera de marca–. Imaginen lo poco que puede hacer un político. ¿Vieron las últimas reuniones regionales? Dan ganas de llorar. ¿Suicidio o asesinato?

De revoluciones y churros:

“La causa nacional latinoamericana es, ante todo, una causa social: para que América Latina pueda nacer de nuevo, habrá que empezar por derribar a sus dueños, país por país. Se abren tiempos de rebelión y cambio. Hay quienes creen que el destino descansa en las rodillas de los dioses, pero la verdad es que trabaja, como un desafío candente, sobre las conciencias de los hombres”, escribió Eduardo Galeano en “Las venas abiertas de América Latina”, a fines de 1970.

La historia simpatiza con los derrotados. Si además portan una dosis alta de idealismo, el combo suena irresistible. Los movimientos revolucionarios latinoamericanos que florecieron en la segunda mitad del siglo XX, no paran de sumar millas en la cuenta del romanticismo. Dado que su misión quedó incompleta, tienen derecho a reclamar el beneficio de la duda. ¿Sería mejor el mundo si hubiesen triunfado? El derrotero final de los países en los que el éxito acompañó, es capaz de desanimar al guerrillero más entusiasta. No sólo terminan en las garras del capitalismo, sino que lo hacen tarde y en las peores condiciones. No bien se muere el símbolo de turno –antes también–, abren los mercados y empiezan a importar baratijas chinas. Es patético ver correr a los hijos de la revolución detrás de un teléfono celular. Claro que siempre hay alguien a quien echarle la culpa. ¿Una potencia maligna? ¿El maldito capital? Yo me inclino por demonizar la condición humana en su conjunto. Así somos. No hay sistema político que nos cure de nuestras miserias. Eso sí, Latinoamérica quedó seriamente dañada.

La primera vez que choqué de frente con el término Latinoamérica, fue a los 11 años, en 1975. Por aquel entonces, no sabía nada de marcas, aunque intuía que la región que me había tocado en suerte, era turbulenta y, sobre todo, quejumbrosa en extremo; máquina de buscar culpables afuera. “Omar va a ser obrero”, sentenció Avelina, mi tía más querida, en una de esas reuniones clandestinas que organizaba en su humilde casa de Bernal Oeste, en el Gran Buenos Aires, con miembros de agrupaciones de izquierda. Eran mateadas intelectuales que duraban horas y giraban alrededor de la discusión de algún libro o el análisis de la situación de los proletarios el mundo. Me encantaría decir que disfrutaba de esas tertulias interminables, llenas de maravillosos jóvenes idealistas de clase media que desaparecerían poco después. Pero la verdad es que no entendía casi nada de lo que hablaban ni me interesaba. Una y otra vez, se comprueba eso de que las revoluciones vienen de la mano de la burguesía. Yo, que había nacido en el seno de una familia pobre y obrera, el sector oprimido que los jóvenes barbudos pretendían representar, sólo pensaba en una cosa: las seis de la tarde; hora en que el churrero se anunciaba con un silbido agudo y la tía, interrumpiendo cualquier conversación, corría a la vereda para comprar dos docenas de churros tibios, rellenos de un dulce de leche espeso que ya no se consigue. Intuitiva como era, Avelina sabía que mi educación revolucionaria pendía de un hilo, uno grasoso y azucarado, para más datos. ¿Era una oveja negra? ¿Un insensible desconectado de la realidad que me rodeaba? Puede ser. Sin embargo, compartía la apatía revolucionaria con todos los chicos del barrio. Y sus padres, quienes, desconsolados por la muerte reciente de Perón, sólo esperaban una suma de desgracias en cadena. Hasta dónde podía ver, nadie conocía el significado de la palabra proletario ni se emocionaba frente a la imagen del “Che”. ¿Tía? La excepción que confirma la regla. Una obrera textil marxista que, como decía papá, había enloquecido de tanto leer. ¿Podía triunfar una revolución en la que los supuestos beneficiados le prendían velas a un cadáver momificado veinte años atrás? “Tus comunistas o el chico”, amenazó mamá cuando empezó a olfatear el peligro por venir. Avelina, que andaba medio sola en la vida, cambió causa política por sobrino adorado. En cierta forma, el amor le salvó la vida. Juntos, terminamos tirando pilas de libros al pozo ciego. Ella lagrimeaba, yo me divertía viéndolos hundirse en ese mar de miércoles. Creo que revoleé en exceso. “Germinal”, de Emilio Zola, pudo haberse salvado. “Las venas abiertas de América Latina” estuvo entre los primeros caídos en combate. No era la primera vez que me enfrentaba a ese título. Lo estaban desmenuzando el día que, en asamblea popular, se discutía mi futuro profesional. “¿No es cierto que vas a ser obrero?”. Haciendo caso omiso del mito “m´hijo el dotor”, la tía insistía con sumarme al movimiento obrero organizado. “Latinoamérica también necesita profesionales, compañera”, comentó uno de los presentes. Sentí que me leía el alma. Le sonreí. Nunca lo volví a ver. Supe que se lo llevaron junto a lo demás, en un operativo.

Entre churro y churro, capté del libro más o menos lo que sigue –perdón, Galeano–: de Colón para acá, todos se dedicaron a saquearnos de forma descarada y voraz. La violación se repetía tantas veces, que no pude evitar pensar “¿será con gusto?”. Porque si es así, la sarna no pica. Ni siquiera hay derecho a queja. Que andábamos con las venas abiertas, estaba claro. A mí me parecía que se trataba de un suicidio colectivo.

Contradicciones latinas:

“Latinoamérica es una región de ganancias flacas y riesgos gordos”. Aunque le estaba bajando el pulgar a mi presentación, valoré su capacidad poética. Pudo haber dicho “ganancias escasas” y “riesgos altos”. Eligió palabras barrocas, contundentes, que expresaban la profundidad del disgusto. Corría el año 2002, y yo trataba de explicar lo inexplicable: por qué el país se había despeñado otra vez; una de esas reuniones que los ejecutivos de empresas internacionales conocen bien, llenas de fotos con saqueos a supermercados y cambios abruptos de presidente. ¿Objetivo? Dejar en claro que la debacle no tiene nada que ver con uno. “¿Sabe cuánto pesa Latam –sigla que representa a Latinoamérica– en la organización?”, siguió. “Apenas un 5%”. Resulta curioso, estando acá, uno siente que las potencias se pelean por los pedazos de nuestra codiciada región. Estando allá, sin embargo, tendés a pensar que te hacen el favor de quedarse en el país. Comparados con otras opciones de inversión, somos lo más parecido a un fuerte dolor de cabeza. “En Latinoamérica hay que estar”, se decía antes. Esta “obligación de cobertura geográfica” –parecido al tema de las embajadas– era, hasta hace poco, un reaseguro de permanencia. ¿Qué multinacional podía excluirnos? El avance de la tecnología, sumado al boicot constante de algunos gobiernos al sentido común, obliga a un replanteo de la pregunta. ¿Hay que estar? El diseño de los nuevos mapas empresarios, basados en zonas de influencia económica, y no en la distribución geográfica, enseña lo que sigue: no necesariamente. Quizá se cumpla el sueño revolucionario y los conquistadores huyan despavoridos de los territorios que vienen “saqueando” hace siglos. O nos veamos obligados a pactar con piratas y mercenarios de la peor calaña –peor que la conocida–. Seguro, seguro, hay que estar sólo en Brasil. Por otro lado, ¿quién va a dejar pasar la oportunidad de hacer negocios en Chile? Ahora, con respecto a las demás naciones, pueden llegar a perder hasta su derecho a ser esclavizados.

Una tarjeta de cualquier corporación que diga “división Latam”, incluye menos de lo que se piensa, y significa más de lo que se dice. Como mencionamos arriba, Brasil ya no está ahí. En la gran mayoría de las compañías, las reuniones anuales se hacían en Miami; suerte de espacio neutral que cobijaba a la comunidad latina. De un tiempo a esta parte, comenzaron a celebrarse en territorio brasileño, o en algún país carismático del caribe que se destaque por su paisaje. ¿Buenos Aires? Por supuesto, ¿conocen algo menos latino que nuestra ciudad? A las presentaciones cariocas y aztecas, los presidentes de las corporaciones mundiales van en persona. A las demás, mandan un DVD en el que, después de hablar largo y tendido sobre el candente espíritu latino, dicen: “¡Muchas grrracias, Latinoamérica!”. Los chilenos miran de reojo, sabiendo que pronto emergerán de semejante infierno.

¿Y las artes? Ahí también perdimos el derecho a la diferenciación. Las versiones latinas de los programas son un chiste de mal gusto. Si hace falta saber cómo nos ven, basta con poner uno de esos enlatados diseñados al gusto latino. “Latin American algo”. “Pinta tu aldea y serás universal”. Lo de la universalidad, te lo debo. Con excepción de Borges y Cortázar, que se preocuparon por indagar los vericuetos del alma humana, los demás nombres de la cultura Latinoamericana, están obligados a repetir hasta el cansancio el modelo Gabriel García Márquez. La capacidad de dañar del genio colombiano es inagotable. A partir de él, la región quedó reducida a un jardín de flores exuberantes, bien regadas de amores tropicales y maldiciones que se suceden en una cinta sin fin; verdadera peste que no nos sacamos más de encima. Latinos empetrolados de lianas. Del cine, ni siquiera vale la pena hablar. Si no hay violaciones, miserias, drogas, delitos a la propiedad y marginales, el argumento queda excluido de cualquier ventaja crediticia. Las estrellas latinas que triunfan afuera están condenadas a disfrazarse de amantes ardientes. Ante semejante panorama, es lógico que medio continente quiera escapar.

Otra vez “Las venas abiertas de América Latina”: América Latina nacía como un sólo espacio en la imaginación y la esperanza de Simón Bolívar, José Artigas y José de San Martín, pero estaba rota de antemano por las deformaciones básicas del sistema colonial”. ¿Hace falta pegarlo con la gotita o es hora de comprar uno nuevo?

La revolución Latam:

América para los americanos. Pero para los americanos del Norte. Basta con decir “América” y Estados Unidos queda definida. Ellos mismos se llaman así. A nosotros, nos toca una serie de segmentaciones que, de inocente, no tiene nada: Hispanoamérica, Sudamérica, América Hispana, Latinoamérica. “Latam” es el último eslabón de una larga cadena de encasillamientos. Mientras el yanqui se identifica con el lugar al que llegó, el latino se define por su espacio de pertenencia: la cultura latina. Parece que eso de vivir mirando el pasado está en nuestro genes regionales. Si el problema del futuro es que nunca llega, el drama del pasado es que no tiene fondo. Entre los movimientos indigenistas, y la mirada nostálgica de los 70, la región está empantanada. ¿Resultados? De Túpac Amaru a Evo, y del “Che” al recientemente fallecido Manuel Marulanda “Tirofijo”. Por otro lado, si la tía Avelina viviera, no la veo organizando un ateneo de discusión con D’ Elía. Los churros me los como solo. Se entiende por qué Brasil y Chile andan con ganas de saltar el cerco.

En medio de tanta selva, macho caliente y mulata de caderas sinuosas, el pensamiento universal quedó sepultado. Conviene dejar de pintar la aldea un rato, y recuperar nuestra condición de ciudadanos del mundo. Ya está, las palmeras se conocen en exceso, son un sello de fábrica que, cual karma, nos va a perseguir hasta la tumba. Un poco de sorpresa vendría bien. La revolución verdadera pasa por reinventarse en los suburbios del estereotipo, no por abrazarse al afiche de un prócer dudoso que, para colmo de males, ya fue procesado por la industria hollywoodense y devuelto con la cara de Benicio del Toro. Cada vez que hacen una película sobre la vida del “Che”, caemos diez puntos en la escala de racionalidad. Lindo héroe para tenerlo en la remera; dejarlo gobernar es otra cosa (ni Castro se animó).

La caricatura latinoamericana que supimos conseguir carece de destino. Está tan manoseada que lo mejor es dejarla morir en paz. ¿Recuerdan el ejemplo de la marca? Importarlo al análisis de la situación latinoamericana puede sonar frívolo. ¿Qué otra cosa hacen los brasileños? Construir una marca país en serio, a miles de kilómetros de distancia de sus desconcertantes, selváticos, nostálgicos y “revolucionarios” compañeros de ruta. Muy meritorio no es, hay que admitirlo, se lo damos servido en bandeja. Con decir “soy distinto a Venezuela”, alcanza y sobra. El solapado proceso de escisión que ensayan los países más avispados, es un recurso nada despreciable y está en su punto justo de cocción. Es ahora o nunca. ¿Que viene de la mano de las potencias mundiales? Seguro. Pero cuando el agua llega al cuello, cualquier salvavidas debe ser bienvenido. Ya habrá tiempo de repensar el porvenir y elegir familia sustituta. Algo mejor que Chávez va a aparecer. Además, es un hecho: las locomotoras regionales huyen de lo latino como de la peste. Cualquiera sea el signo político que las gobierna, se esfuerzan en mostrarse prolijos y previsibles. Buscan sumarse a la nueva hemorragia, caerse del mapa tradicional y entrar al nuevo. Estrenan orgullosos su independencia de “Latam”. La nueva revolución en curso pasa por cotarse solo. Si somos honestos con nosotros mismos, los argentinos lideramos el proceso revolucionario enseguida. El rechazo a las bananas lo llevamos en la sangre. ¿O no? “Los hermanos sean desunidos”, esa es la ley primera. Y urgente.

Omar Bello / Publicista y filósofo
Revista Noticias

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