lunes, 29 de junio de 2009

Lo primero es la familia

Filmada en 1985, considerada por muchos una de las, si no la mejor comedia del cine nacional, reverenciada por un amplio público que, sin distingos generacionales, puede verla una y otra vez por televisión, siguiendo en voz alta cada escena, cada reacción, cada línea de diálogo, Esperando la carroza no es –sin embargo– una película excepcional. En efecto, durante la primavera alfonsinista no era nada nuevo, habida cuenta del éxito pasado de Teatro Abierto, desempolvar éxitos de la dramaturgia independiente (de Tito Cossa a Aída Bortnik) y acentuar los detalles “políticos” o “de denuncia”, mientras que el género comedia venía siendo un estándar de producción de la época, incluso desde antes del fin de la dictadura. La luz rebotada y plana que se repite en todos sus interiores bien podría pasar por la de una de Porcel y Olmedo u otro largometraje industrial, y sus decorados y el vestuario rutinariamente costumbristas distan mucho de los imaginativos despliegues con que, por aquellos años, un Solanas o una Bemberg fascinaban miradas exigentes. Tampoco puede decirse, en rigor de verdad, que haya un lenguaje de cámara exquisito o innovador, sino más bien uno a caballo entre cierto oficio clásico y los usos televisivos (así, por ejemplo, en alguna que otra escena del velorio, como el momento en que las adolescentes huyen de la habitación al ver a la abuela, soluciones poco felices del manejo de grupos en el encuadre obligan a los actores a desplazamientos injustificados, cuando no contradictorios), el talento de Doria siempre ha estado más del lado del manejo de los actores que de la cámara. Pero tampoco las actuaciones, si bien muy por encima de la media histórica en términos de calidad, parecen funcionar en un registro distinto del su tiempo y su tradición. No; lejos de ser una película fuera de lo común, el resultado de un trabajo individualísimo y visionario, Esperando la carroza sorprende porque en ella todas esas circunstancias habituales y ordinarias que en el resto de la producción de la época conducen al desastre, a la trivialidad, a un indefectible aburrimiento, aquí se aglutinan, condensan y adquieren su propio ritmo, casi como los proverbiales flancitos de Mamá Cora que la signan desde el inicio.

En tal sentido, la película realiza un mito largamente acariciado por la crítica, el de la genialidad del sistema, según el cual, en el marco de determinadas pautas industriales, tarde o temprano algún grupo de artesanos competentes y laboriosos pero no necesariamente inspirados en el sentido romántico del término –vale decir, visionarios, adelantados a su época– habrá de llegar a buen puerto (interpretación que, en más de una oportunidad, sirve de explicación para varios clásicos del período dorado de Hollywood). Encarna, además, otra leyenda igualmente potente, si bien más específica de la industria cinematográfica argentina: la fantasía del film popular, ése que sin mediaciones sea capaz de llegar a todos los públicos gracias a su acertada representación de “el ser nacional”. A fin de cuentas, desde La guerra gaucha (1942) hasta Mundo grúa (1999), pasando incluso por acercamientos al criollismo tan disímiles como el Juan Moreira (1973) de Favio y el Martín Fierro (1968) de Torre Nilsson, la idea rectora de un cine-espejo que hable “nuestro” idioma y muestre a “nuestra” gente ha sido el estandarte en nombre del cual se defienden –y perpetran–- toda clase de iniciativas a 24 cuadros por segundo, rigurosamente financiadas por el Estado en virtud, justamente, de la necesidad de reafirmar una cultura nacional siempre endeble, imperfecta y en riesgo.

Es desde este punto de vista, el de la construcción del relato y la intriga de la patria, donde comienza a revelarse el verdadero aporte de Esperando la carroza ya no al cine sino a la cultura argentina en su conjunto. Definitivamente lejos tanto de la esquemática idea de la viveza criolla en tono crítico (La fiaca) o celebratorio (cualquier comedia incluso al día de hoy) como de la apología moralizante del buen vástago de la familia-célula eclesiástica de la sociedad (las de Palito), este grotesco carente de las densidades psicológicas de Discépolo o Pacheco pero generoso en apuntes sociológicos, se atreve a representar al ser nacional no como un ente armónico y consistente, sino como el resultado de una tragedia de clase, atravesada por el desgarro de un ascenso socioeconómico diferencial.

La distancia que separa a Antonio Musicardi (el personaje interpretado por Luis Brandoni) de sus hermanos, sobre todo de la misérrima Emilia (Lidia Catalano), es la misma que acosaba obsesivamente a los personajes de Florencio Sánchez, pero con una diferencia fundamental: en la Argentina de la segunda mitad de siglo, no es ya el acceso al conocimiento ni el sacrificio de los padres el que permite la movilidad social, sino los negocios sucios y la explotación directa o mediada de los contemporáneos. En la vinculación de Antonio con “la pesada” –ausente de la obra teatral, escrita muchos años antes de la dictadura–, así como en el trato chupamedias y servil de esa Susanita de Quino adulta que es Elvira (China Zorrilla), es mucho más que la complicidad de la clase media con el Proceso lo que queda al descubierto.

Lo que resuena de escena a escena, con la aterradora insistencia de una marcha fúnebre, es el retrato de un universo social que, en vez de Edad de Oro, en su pasado tiene por toda referencia un conventillo, la miseria como amenaza permanente, situación que no sólo explica sus permanentes “deslices” de clase (como aquel en el que incurre Nora, el personaje de Betiana Blum, cuando al salir de su casa da un besito a los faros del auto importado) sino que también le vale de justificación para cualquier medida que deba tomar con tal de evitarla. No hacerlo, lejos de constituir un gesto de dignidad o ética, es considerado una falta moral, como en el proverbial refrán de la época según el cual en este país no trabajaba el que no quería.

Es por ello que, conocedora del paño, la Susana de Mónica Villa, aún hoy demoledora en su representación del explotado, no exige justicia, ni siquiera un reparto distinto de las obligaciones y los costos familiares, sino mera piedad cristiana: que se lleven a la abuela un mes, sólo eso. En el transcurso de la película, aprende que el juego se sostiene, por increíble que parezca, sobre el acuerdo tácito de no discutir plata, como intenta al principio, sino moral (de allí que, para llamar la atención, se vea obligada a delatar los cuernos de sus cuñadas). En semejante contexto, donde el sostenimiento de una fachada vagamente “católica, apostólica y románica” (al decir de Elvira) permite una construcción criminal de la riqueza, el abandono de la abuela trasciende el problema de la tercera edad para anunciar la exclusión de todos aquellos que, representando puro gasto –y, por ende, obstrucción del ascenso–, deberán ser irremediablemente dejados de lado.

Con gran sentido de la oportunidad, Esperando la carroza captura ese orden, ese espacio social donde los distintos estratos se ven aún obligados a convivir, en el momento mismo en que la historia, por distintos procesos concurrentes (que van desde los primeros intentos de privatización hasta la sanción de la ley de divorcio), comienza a preparar su entierro. Hoy Elvira no tendría por qué temer la aparición de Susana y Jorge, así como Antonio y Nora, probablemente, jamás visitarían la casa de Sergio; los “hermanos” ya no se cruzan, el espacio ha sido eficazmente dividido. Si algo explica la perduración de la película más allá de su comicidad, de sus aciertos sociológicos y del probado oficio de Alejandro Doria, no es –como suele decirse– lo bien que retrata “cómo somos”, sino que permite un nostálgico viaje en el tiempo a una época en que la dinámica social argentina aún contemplaba el constante cruce de clases y una dinámica de intercambio, ese punto en que retrata “cómo éramos”.

Por más paradójico que parezca, al mismo tiempo que con su risa es capaz de reconocer la falsedad y la traición que subyacen a la metáfora de la sociedad como familia, el público de hoy añora los ravioles o fideos del domingo, ese ideal de estructura que los discursos cinematográficos y televisivos le han acostumbrado a percibir, desde los ya legendarios Falcón, como norma de contención y afecto (definitivamente aniquilada en los ‘90). Desde un presente tan atrozmente fragmentado, donde en muchos casos ni siquiera la familia, ese grupo tan próximo, oficia de lugar de reconocimiento, antes que como un espejo, Esperando la carroza funciona como el viejo álbum familiar, plagado de imágenes de seres absurdos, grotescos y crueles pero en alguna medida entrañables, cuanto menos por cercanos. Ahora que las Elviras a sus hijas no les pagan clase de francés sino de baile en el caño, que los hermanos ricos se encierran aterrorizados de los pobres y que la casa familiar apenas se sostiene en pie (como supo retratar, siguiendo la genealogía teatral del grotesco, La omisión de la familia Coleman), cuesta imaginar de qué trata la anunciada segunda parte, y aquellas crueldades del ser nacional, comparadas con las atrocidades de hoy, se nos antojan pueriles, perdonables, queribles.

Hugo Salas

El mito argentino
Aunque pocos lo recuerden, en 1974 yo ya había dirigido una versión televisiva de Esperando la carroza para el ciclo Alta comedia, de Canal 9, con un elenco muy importante; además de China estaban Pepe Soriano, Raúl Rossi, Dora Baret y, en el personaje de la vieja, Hedy Crilla. Me divertí mucho haciéndola, y siempre me pareció que podía convertirse en una película muy atractiva.

Cuando comenzamos a trabajar en la adaptación, muchos años después, me di cuenta de una cosa. En la obra, Mamá Cora desaparece a los 5 minutos y no vuelve hasta el final, todo el tiempo existe la posibilidad de que ella sea, efectivamente, la muerta que están velando. Esto hace que la pieza sea de un grotesco muy negro, devastador. En la película, en cambio, pensando en Hitchcock y en hacer del espectador un cómplice, se me ocurrió mostrar a la vieja todo el tiempo en la casa del frente, lo que disipa un poco la tensión, suma comicidad y, por otra parte, desplaza el énfasis de lo que pueda haberle pasado a ella al vínculo entre los hermanos.

Sin que yo lo pensara en ese momento, también ayudó que el personaje lo interpretara Antonio Gasalla. Originalmente, había pensado en Niní Marshall, con quien llegamos a vernos dos o tres veces, libro en mano. Yo la adoraba, pero hubiese sido un desacierto: por más genial que fuera su papel, habría sido muy doloroso ver a una mujer de 90 años, y más a Niní, en ese papel. Al hacerlo Gasalla, en cambio, el público entra en un juego teatral, porque por más que le peguen, se caiga o la crean muerta, sin importar cuán bien lo haga, no deja de ser un hombre joven disfrazado de mujer. Y funciona muy bien. De hecho, al momento del estreno a nadie se le ocurrió preguntarme por qué había puesto un hombre, y no una mujer, en ese papel.

Eso sí, la película no le gustó a nadie. Las críticas fueron durísimas. Todos decían que había exagerado mucho y es cierto, yo hice un grotesco multiplicado por ocho, decisión que incluso me trajo problemas con el elenco. Para colmo, en la moviola me di cuenta de que muchas secuencias, por más extraordinarias que fueran, no agregaban nada, y le saqué 18 minutos. Hasta la montajista, Silvia Ripoll, se quejaba de que cortara escenas tan divertidas, y eso a los actores los enoja mucho, así que terminamos todos peleados. Odiaban la película.

Nunca supe muy bien qué me iluminó en ese momento, porque recién ahora, en la madurez, he aprendido esa crueldad necesaria de quitar lo que no sirve. Cuando uno es joven, por lo general deja lo que salió a su gusto y corta lo que no, y así muchas veces deja cosas innecesarias y quita partes fundamentales. A mí me había pasado en películas anteriores, como La isla, pero en Esperando la carroza bajó el ángel. En parte, creo, me jugó a favor cierta inseguridad. Yo nunca había hecho humor, entonces durante la compaginación, por miedo a que las situaciones no fueran eficaces, corté al ras, al límite. El día del estreno me quería morir, la mitad de la película quedó sepultada bajo las carcajadas de la gente, que mientras se reía ya se estaba perdiendo otro gag. Sin querer, aprendí el secreto de la comedia, no dar respiro, y por eso la gente encuentra cosas distintas cada vez que la ve.

De todos modos, más allá de los méritos que pueda tener, para mí es un milagro. Con el paso del tiempo, el público se encargó de endiosarla, de convertirla en un mito. Cuando se cumplieron veinte años, el Festival de Mar del Plata organizó un homenaje con una copia nueva en el cine Colón, y las 600 o 700 personas que llenaban la sala acompañaban los diálogos a los gritos. Chicos que no estaban vivos cuando se filmó, la saben de memoria. Y no sólo acá; años atrás, en España, me dijeron que Carmen Maura quería conocerme... porque tenía en su contestador diálogos de la película. Todo eso va más allá de lo que uno haya o no haya podido hacer, no tiene que ver con el talento, con el trabajo ni con las ganas, es algo que ocurre sin que uno sepa muy bien por qué. Por eso, aunque en su momento comenzamos a trabajar un libro con Jacobo, rápidamente desistí y me di cuenta de que no tenía sentido filmar una segunda parte: no se puede competir con un mito.

Alejandro Doria

Grotesco napolitano: la revancha
Para mí, Esperando la carroza tiene gustito a revancha. Todo empezó con una noticia en la sección de internacionales de uno de los diarios de la tarde, La Razón si mal no recuerdo. “Nápoles: dos hermanos se pelean por el honor de velar a su madre”. La historia me pareció tan graciosa y tan horrible al mismo tiempo que, cultor como soy del grotesco, me atrajo de inmediato. “Qué hipócritas –pensé–, seguro que nunca se habían ocupado de la madre y a último momento se desesperaron por salvar las apariencias.”

Escribirla me llevó sólo dos días. Cuando se la di a leer a un amigo, director de teatro, me aconsejó que la queme. Después del estreno, en Montevideo, salieron críticas espantosas, les parecía ofensiva mi mirada sobre la clase media uruguaya (aunque yo pensaba en términos más amplios: uruguayos, argentinos, brasileños o italianos). Así y todo, fue un éxito total. Siete años permaneció en cartel: Montevideo, Chile, Brasil, Argentina. Al día de hoy continúan pidiéndome los derechos, no debe quedar un rinconcito donde no se haya representado.

La película, desde luego, amplificó el fenómeno, sobre todo en Argentina. Como autor, no tengo más que agradecimiento por el trabajo de Doria, que fue muy bueno. Si bien modificó algunas cosas (en la obra no había referencias al universo político, yo he preferido siempre evitar cuestiones que puedan herir susceptibilidades), fue fiel al original. Nunca podré olvidar a una mujer, en Montevideo, que salió de la sala llorando; debe haberse reído a carcajadas, como todo el mundo, pero en determinado momento algo la sacudió. Doria supo reproducir ese espíritu: reírnos de nosotros mismos, con lo más cercano, donde más duele. Con la segunda parte, que ya está escrita y en manos de un productor, espero que se repita el logro.

Muerte y resurreccion de la viejita
Sabemos que está lleno de relatos de filmaciones malditas, de actores y directores mal avenidos, de rodajes accidentados. Y si bien, según el relato de sus protagonistas, la filmación de Esperando la carroza no careció de dificultades, relacionadas sobre todo con la escasez de dinero y el apremio de tiempo (cuando transformaban a Antonio Gasalla en Mamá Cora había que aprovecharlo y rodar horas seguidas, no sólo por el tiempo que llevaba componer la máscara, también porque ésta tenía una duración limitada), no se puede sino creer que los astros coincidieron para darle una buena estrella y una larga vida. La excelencia de guión y dirección, la brillantez de las actuaciones –todas, todas y cada una de ellas–, el sutil equilibrio entre humor y seriedad. Todo eso se conjugó para que en 1985 viera la luz una de las mejores películas argentinas de todos los tiempos. No una de las mejores películas cómicas, no una de las mejores comedias. Una de las mejores películas.

Subsiste hoy Mamá Cora, que no murió aquella vez en que la confundieron con la Húngara, ni murió después a pesar de su avanzada edad, aunque hay que decir que la memoria no le funcionaba muy bien. Mezclaba todo. Confundía todo. Pero lo peor fue que su revulsiva telaraña de olvido y confusión hacía aflorar lo peor de la clase media local, lo peor de ese extracto de miseria humana de domingo de enero en Buenos Aires: la mala conciencia.

Como si fuera vanguardista, Esperando la carroza es un relato de un solo día, unas pocas horas. Cuentan la muerte y resurrección de la viejita. Cuentan cómo aflora la mala conciencia que deviene culpa y luego se redime (escena clave, cuando Felipe/Pinti ve a Mamá Cora viva, se pone sobrio de repente y exclama: “¡Dios, es un aviso! ¡No tomo más!”), aunque sea una dudosa redención, la que amenaza volver a las andadas en cualquier momento.

Mientras Susana (Mónica Villa), la nuera desesperada que al fin se ligó a Mamá Cora de peludo de regalo, encarna esa mala conciencia desesperada y explícita (ella no es “falluta”, como dice que es Elvira/China Zorrilla), Elvira no duda en desear que la muerta sea Mamá Cora para que a Susana “la conciencia la remuerda”. Aunque es justo decir que finalmente Elvira no es ni mejor ni peor que las otras chirusas, y que los hombres, los hijos de Mamá, están francamente doloridos aunque sean unos energúmenos (y de yapa, la hermana oculta, la hermana que engendró un hijo débil mental, el incipiente Grandinetti, vuelve al barrio de clase media desde una villa que parece estar muy cerca, demasiado cerca). Infierno de barrio, infierno de suburbio.

La viejita idolatrada de las películas argentinas, en especial las de Luis Sandrini (“¡La vieja ve, la vieja ve!”), reconvertida por el cinismo y el grotesco, desata en Esperando la carroza las fuerzas del egoísmo y un dejo de genuina desesperación. ¿Por qué me tengo que hacer cargo de los rastros del pasado? ¿Por qué yo y no el otro, el que está al lado, mi hermano, mi semejante? ¿Se arregla con plata? ¿Hacemos una vaquita y le ponemos la enfermera? El dilema se vuelve ético, y como nadie puede resolverlo, se desencadenan las fuerzas tanáticas para que sea la vida misma quien desempate la partida entre los hijos y sus mujeres. Como si el rey Lear se hubiera vuelto una máscara inimputable y sus hijas (incluida Cordelia) se hubieran adaptado a la moral media de los ravioles con tuco y el vermú. Yo la quería a Mamá Cora, dice Cordelia mientras se pinta las uñas. El rey Lear le da una bananita pisada al nene, y mira sin entender desde la terraza.

Cuando el muerto dice ser otro, la alegría explota en toda su paradoja. Se celebra que no sea quien se creía que era, y van todos a celebrar al nuevo velatorio. ¡Qué domingo!

La ley de la vida pone las cosas en su lugar. Pero en el medio quedan expuestas las miserias humanas, como en Feos, sucios y malos. Y –lo mejor de todo, lo que importa– nos queda para siempre esta genuina joya a la que los astros le fueron propicios.

Roguemos que en el futuro no la conviertan en un objeto cool, triste destino de algunos, genuinos productos de la cultura popular.

Claudio Zeiger

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