lunes, 29 de junio de 2009

Memorias de un chico Toddy

Vengo a ser algo así como el Javier Portales de los polvos chocolatados. Nunca llegué a figura, pero me mantuve en una retaguardia honorable. Tendría nueve meses cuando mi mamá mandó mi foto a un concurso de la marca en cuestión. El programa que organizaba semejante evento está en duda (¿Læa campana de cristal?). Su conductora, según me dijeron, Nelly Raymond, la señora que durante años coronó a Miss Argentina. Dado que pesaba 14,600 kilos (sí, a los nueve meses), toda mi familia daba por descontado el triunfo y me auguraba un futuro promisorio en la tele. Claro que era un certamen de “belleza”, no el libro Guinness de los récords. La esperada final llegó, y con ella su carga de decepción: salí segundo. Lo de segundo es una interpretación libre de la hinchada. El ganador se llevó vaya a saber qué premios, en tanto que los restantes seleccionados aparecimos unos minutos en pantalla.

Mi imagen fue la primera que pusieron después del afortunado “niño Toddy”, y por eso la legión admiradores dedujo lo del segundo puesto. “Un robo”, exclamaron a coro. Semanas más tarde, Nelly recibía una carta escrita por mamá, en la que —sin ningún pudor y haciendo gala de una ausencia de sentido común— le reprochaba su mala elección. También dejaba entrever que jamás volvería a participar de concurso alguno ni a consumir el producto promocionado (ninguna de las dos cosas las cumplió).

Contrariando los pronósticos, la animadora le contestó en cámara. Es probable que el contenido de la respuesta haya llegado tuneado a mis oídos. De todas formas, el relato oral tiene cierta coherencia de base. “Queridísima señora, todas las madres quieren que sus hijos ganen. Lamentablemente, hay que elegir a uno. Igual, me permito decirle que el suyo está algo… gordito”. Cruel el marketing chocolatero de los 60. Decí que era una generación formal y educada. Hoy hubiesen puesto mi foto al lado de una ballena, acompañada por un epígrafe sonoro del tipo: “¡Aflojá con los postres, dogor!”. La década no quedará en la historia por su conciencia “light”. Sin embargo, hasta la conductora de un programa ómnibus era capaz de advertir que esos rollos no merecían galardón. Por supuesto, la buena de Raymond recibió otras misivas subidas de tono que evitó contestar, y mi madre se quedó con la sensación de que le habían cortado las piernas.

Aún hoy me siento campeón moral del evento. El verdadero chico Toddy. Como podrán imaginar, los distintos psicólogos que visité durante mi vida, hicieron orgías de análisis con la anécdota del cacao. Yo mismo la usé de excusa en el momento de abandonar alguna que otra dieta. Siempre es bueno tener alguien a quien echarle la culpa, y mucho mejor si se trata de una madre que te manda ensobrado a un concurso televisivo. Para mayor regodeo de los analistas, justificaba su accionar apelando a una bibliografía — como mínima— bizarra: la revista Vosotras. Parece que un médico yanqui andaba haciendo experimentos diabólicos con manteca. Según afirmaba el galeno grasoso, una buena porción en la mamadera (por entonces, dar el pecho no resultaba muy popular), era pasaporte seguro para criar niños genios, con un coeficiente intelectual superior a la media.

Teniendo en cuenta que los Bello somos gente exagerada, imagino las dosis generosas que habré consumido mientras la vieja, discípula criolla del científico mantecoso, se enfrascaba en su búsqueda latinoamericana de la mente perfecta. Toddy no tenía nada que ver con el asunto. Los salvavidas provenían de la manteca camuflada en el biberón. Si quien se quema con leche ve una vaca y llora, quien consume manteca a destajo debería terminar untando las tostadas con cualquier cosa que no tenga origen lácteo. Así es. O mejor dicho, así fue. Durante mi adolescencia, me reconcilié con las grasas en todas sus formas. Debo reconocer que la revista tenía razón. El aporte calórico contribuyó a mi desarrollo intelectual. No tanto por la fórmula aplicada, sino porque el exceso constante de peso me alejó del deporte y me acercó a los libros. Es una suerte que la madre de Maradona no leyera la misma publicación. Las revistas femeninas pueden hacer estragos.

Cada tanto, insisto con la sana costumbre de visitar nutricionistas. En mi última consulta, la chica (linda, 30 años y monedas) tomó una serie de medidas incomprensibles, sonrió con gracia y afirmó que lo mío no era tan grave; 15 kilos que podía sacarme de encima si seguía al pie de la letra sus instrucciones. Los cambios definitivos en el estilo de vida quedarían para más adelante. Por el momento, una dieta ligera. Nada del otro mundo. Volví a la semana y todo fue fiesta. “¡Bravo, Omar!”. La rubia me hizo sentir una versión mejorada de Facundo Arana. Salí de ahí creyendo que era objeto de las miradas femeninas y sujeto de las envidias masculinas. Pocas cosas tan arrogantes como un gordo en descenso.

La tercera es la vencida. O vencido. No bien subí a la balanza, la adoratriz del yogur descremado, defensora a ultranza del desayuno (nada peor que comer a la mañana), y maestra Ninja del plato multicolor, empezó con una serie interminable de recriminaciones. Incluso, su tono de voz había cambiado. ¡¿Qué hizo?! Estoy seguro de que me trató de “usted” con el inocultable objetivo de hacerme sentir mal. Soportar un interrogatorio en calzones es cosa de guapos. De Facundo al gordo Porcel, en siete días; un nuevo récord para anotar en mi hoja de ruta. El exceso de peso acumulado dejó de ser un detalle para observar y se convirtió en bomba de tiempo. De insistir con las achuras, el cáncer no tardaría en visitarme (tenía investigaciones probatorias más sensatas que las esgrimidas por mi vieja), la diabetes se convertiría en amenaza concreta y las articulaciones tomarían una consistencia similar a la del polvo de hornear. Como todos y cada uno de los gordos que conozco, lo de las enfermedades potenciales me importó poco. Enfocar la obesidad desde la perspectiva de la salud es como tratar de entender el comportamiento sexual desde la idea de normalidad. Yo estaba pensando en la cercanía del verano.

La sociedad no sabe qué hacer con el gordo. Lo cual, al paso que vamos, significa que no sabe qué hacer consigo misma. Dado que el río se estaba saliendo de cauce, consensuamos una bandera para enarbolar y le dimos para adelante: la obesidad es una enfermedad. Así clasificado, el obeso gana derechos indispensables. Ahora bien, mi santa favorita es una que mucha gente ni siquiera se anima a nombrar: Santa Rita. ¿Por qué? Porque según la creencia popular, te da y te quita. Al mismo tiempo que pedís, debés entregar. Algo te va a quitar. Conquistado el estatus de enfermedad, ¿qué perdimos? La pregunta que nadie se anima a formular.

Hay un flaco en mi cuerpo:

Por ser considerados secuestradores, criminales peligrosos que tenemos un flaco atrapado en el cuerpo, los gordos vivimos negociando con un ejército de voluntarios dispuesto a liberarlo. Los obesos recuperados —entre los cuales me anoté más de una vez— son fundamentalistas a la hora de salir al rescate. Los flacos manejan estrategias sutiles, vienen cargados (o armados) de argumentos políticamente correctos. La salud es el principal, mascaron de proa que esconde razones menos publicables. Para la sociedad, el gordo es alguien que si deja de masticar, podría ser mejor. En todo obeso que se precie de tal, descansa la promesa de un delgado ganador, alguien a quien la gordura está privando de bondades varias. Estas virtudes son promesas que se instalan en un cielo posible al que se accede cerrando la boca. ¿Alguien necesita precisiones acerca de dónde se ubica el infierno? Al fondo a la derecha. Pegadito a los postres.

Si Dante Alighieri viviese hoy, sus infiernos rebosarían de asados, hidratos de carbono y merengues con crema. Porque a los ojos del gordo, todos los males del universo se concentran en los límites sabrosos de un chori. Caer rendidos ante la tentación es otra cosa. Hasta el más ignorante sabe que, antes de lanzarse sobre un pastel de membrillo, conviene entrarle a una lechuga. “Detrás de cada mortal rico en carnes, existe un ser humano en potencia”, es el mensaje subliminal que se susurra en las orejas del gordo. “Mirá que tenés lindas facciones”, en el caso de las mujeres, o: “Con tu altura, te llevarías el mundo por delante”, en el caso de los hombres (los petisos la pasan peor), son algunos de los argumentos escuchados. Traducción: si dejás de comer a destajo, sumás valor. Deducción: si seguís embuchando, lo restás.

A dentelladas limpias, estás arruinando los dones que la madre naturaleza te otorgó. El núcleo cercano también aporta su cuota de inquietud al asunto. “Te lo digo por tu bien”, “A mí me da lo mismo” o “Mirá que yo te quiero por lo que sos”, son afirmaciones que erizan la piel de quien las recibe. La idea de vivir sintiéndose un miembro activo de las FARC, es opresiva. La cultura determina que, encerrada dentro del obeso, está la persona que debería ser. El revestimiento externo adquiere categoría de material de descarte. Esta especie de embarazo perverso convierte al gordo en un doble agente que integra los roles de víctima y victimario. Con una salvedad: el que está en contacto con los demás es el victimario. Si recibimos un abrazo, lo que llega es apenas el eco lejano; besos lanzados a través de una pared gruesa. ¿Estás ahí, flaquito? El obeso que adelgaza en la tele gana cuando es capaz de deshacerse de su armadura. En cierta forma, la silueta rotunda que se ve no es una persona, sino una fortaleza amurallada que la contiene; especie de unidad carcelaria móvil que delata la presencia de un condenado a liberar. Si nuestro peso ideal es 70 kilos, todo lo que exceda ese número perfecto adquiere el espacio simbólico de un muro carcelario. “Vos deberías andar en los setenta”, sentencian los médicos. Resumiendo: lo que tendrías que ser no es esto que se subió a la balanza.

En algún lugar está atrapado ese otro al que hay que salir a buscar por todos los medios. O dejar salir. Haciendo gala de creatividad, los profesionales llenan una bolsa con grasa y te enrostran el excedente. ¿Viste lo que te sacaste del cuerpo? La imagen es efectista. Pero arrastra lecturas secundarias despiadadas. Aceptamos sin sonrojarnos que el gordo pierde su condición humana con cada kilo que suma, y la recupera con cada gramo que baja. Cuando engorda, deja de ser una entidad única e irrepetible y se transforma en envase que contiene a alguien virtual que sí lo es. La grasa carece de nombre y apellido. Es una cosa, acumulación que obstruye, separa y sepulta. Suena cruel. Es cultural.

Perder peso y humanizarse son sinónimos. Las dietas resultan ser procesos de purificación. Por eso, jamás pueden sostenerse en el tiempo. Tenemos incorporado que la sabiduría se alcanza en el ayuno. ¿Se imaginan a un Gandhi rechoncho? Avivados de la inutilidad de estas fórmulas mágicas, los farsantes inventan recetas nuevas, y aquellos que tratan de hacer las cosas bien hablan de la necesidad de un cambio en el estilo de vida. Ambos se equivocan en algo fundamental: suponer que el obeso es un globo aerostático en problemas que —con el fin de recuperar altura— debe tirar lastre. Mutilarse. A la mutilación simbólica, se le está sumando la quirúrgica. La tijera también se puede quedar con parte de tu estómago. Mientras muchos buscan el alma, los gordos debemos encontrar el cuerpo. Las religiones encierran el espíritu en la carne (separación que nos trajo más de un dolor de cabeza). Los doctores entierran el cuerpo en la grasa. El gordo en recuperación, que no para de ser “vendido” a la sociedad como un flaco rescatado de entre las garras de las grasas, exhibe su antigua ropa con la actitud del preso que visita la celda que habitó. Incluso, las imágenes de ambos se parecen. Memorias de los tiempos de encierro.

Si bien hace años que la gordura es considerada un escudo protector —guarida grasosa en la que los gordos se ocultan o se esconden del mundo—, la nueva versión del cuento resulta feroz en su pragmatismo: si querés ser feliz, rescatá al ser humano que hay en vos. Encontrá al flaco que te corresponde aunque tengas que luchar contra peligros peores que la selva colombiana. Los caballeros las prefieren rubias. La sociedad, los necesita escuálidos. ¿Y lo demás? Sobra.

En materia de emociones, cuentan las caricias que rozan el hueso. Las que impactan sobre el exceso de grasa son misiles dirigidos a otro. “Veo gente muerta”, afirmaba Haley Joel Osment en “Sexto sentido”, la película de M. Night Shyamalan. “Veo gente flaca”, repetimos ya entrado el nuevo milenio. Debemos reconocer que las apariciones son muy reales. Los flacos están por todas partes. Mientras la humanidad no para de engordar, los gordos desaparecen a un ritmo alarmante de los medios de comunicación masiva. Tampoco son de salir demasiado a la calle ¿Se movilizan sólo para ir a “Cuestión de peso”, el programa del 13? Al menos, antes ocupaban un lugar marginal. Hoy ni siquiera eso. Algunas marcas los reivindican. Claro que son gordos hijos del marketing, un rollito aceptable y punto.

En televisión, parados encima de la balanza, los gordos parecen secuestradores que empiezan una negociación. Bajan la vista, sonríen con timidez. Si se enamoran, es un acontecimiento (por no decir, una rareza). Los aplausos llegarán el día que devuelvan al flaco que mantienen en cautiverio. El tiempo vivido con kilos de más es tiempo transcurrido en la cárcel. Pocas enfermedades son expuestas con semejante nivel de crueldad.

Salvavidas de plomo

A los 16, tuve una revelación desconcertante: bajar de peso resulta sencillo. El cuerpo humano es increíble, soporta cualquier maltrato. Los excesos de años pueden borrarse con seis o siete meses de relativa conducta. Ese fue el tiempo que invertí en despojarme de los 54 kilos que venía acumulando desde los tiempos de Nelly Raymond. Tampoco fue cuestión de inmolarse, apenas un ajuste de tuercas mínimo: voracidad y sedentarismo, afuera. Sospecho que esta facilidad es, en múltiples sentidos, la perdición del obeso. Aunque con las décadas, la ecuación se modifica, lo cierto es que salir a rescatar al flaco que todos tenemos dentro es pan comido (la mejor metáfora que encontré), casi tan fácil como volverlo a encerrar. En el fondo, el delgado que nos corresponde es sentimental. Vuelve vencido a la casita de los viejos. Le gusta pasar uno años a la sombra. ¿Síndrome de Estocolmo? Existen pocas dolencias graves cuya solución, desde el punto de vista funcional, sea tan sencilla. Con cerrar un poco la boca y hacer algo de ejercicio, alcanza. Uno no puede, con la misma sencillez, dejar de ser ciego. Pero puede dejar de ser gordo. Claro que todos sabemos que la realidad es bien distinta: la obesidad es una enfermedad compleja, que se arrastra durante toda la vida y tiene raíces profundas. Ahora bien, ¿lo sentimos de verdad? Nadie habla de forma abierta porque es políticamente incorrecto. Sin embargo, la gente piensa que la culpa es del chancho.

El gordo carece de autocontrol, se pasa de la raya. Calavera no chilla. Algo parecido pasaba hace años con los alcohólicos. Gordo es quien quiere. Armados de innegable buena voluntad, miles de profesionales del área combatieron esta noción errada y trataron, por todos los medios, de inculcarnos que la obesidad se encuentra lejos de ser una decisión. Lo lograron. O están a punto de hacerlo. El tema es: ¿mejoró la posición de los gordos dentro de la sociedad en que viven? ¿Tienen una mayor calidad de vida? En el pasado, muchos flacos sentían una secreta admiración por los gorditos que consumían todo aquello que les ponían delante. Aparentemente relajados, evitaban ceder a las presiones estéticas del sistema. La imagen del gordo feliz tenía una función social, coartada que el tsunami saludable se llevó. Esto era más común en las mujeres. “¿No se cuida?”, se preguntaban frente a una señora entrada en carnes. Y enseguida miraban al hombre que tenía a su lado. Si el sujeto que acompañaba a la belleza renacentista era delgado y atlético, el desconcierto alcanzaba cimas monumentales. ¿Cómo hará? La medicina les dio una solución perfecta: es un esposo devoto que acompaña a su mujer enferma. El gordo resulta ser un enfermo, no un revolucionario que elije vivir distinto.

Damos por sentadas cosas que están a años luz de conseguir silla. En el campo legal, las relaciones entre salud y enfermedad son claras. Sin el reconocimiento del estatus de enfermo, el obeso queda librado a su suerte, carente de los tratamientos que podrían salvarle la vida. En el territorio social, el beneficio de la asociación está por verse. Durante el proceso de instalación, los conceptos nuevos rechazan las sutilezas. Aprendemos las reglas en bruto. Después vendrán las excepciones que las confirman. El pulido fino queda para más adelante. Repitan en voz alta: “Alumnos: los gordos están enfermos; los flacos, sanos”. Aunque la segunda oración no está tan difundida y también hay reacciones contra la delgadez extrema, es lo que se infiere. Es más, es lo que queda. Salud y delgadez terminan haciendo yunta. El dato que se debe considerar es qué entendemos por gordura. La cultura dicta lo siguiente: flaco es aquel que exhibe los huesos en la vidriera. Cualquier atisbo de rollo, a cualquier edad, te saca de juego; atentado al buen gusto que se rechaza por lo bajo. Con el reconocimiento, perdimos hasta el último gramo de carisma. En función de lo que se ganó, puede parecer banal. Pero muchos gordos soportaban la tensión amparados en estas coartadas sencillas. “No le importa”, “Le gusta disfrutar de la vida”, “Se ríe de todo”. Ahora lleva colgado un cartel que dice “enfermo”. Salvavidas de plomo. El argumento también les viene como anillo al dedo a muchos padres que les imponen un modelo salvaje a sus hijos. “Lo hago por tu salud”. Y acto seguido, los someten a dietas estrictas.

Mientras el estatus legal del obeso subió varios escalones, el social tiende a bajarlos. Al zampar el rótulo de “enfermedad”, los médicos agotaron todos y cada uno los atajos disponibles en plaza. De revolucionarios con agallas, a pacientes que necesitan urgente atención.

La mayoría de las adicciones se ocultan de los demás; la gordura, no. Un cocainómano o un alcohólico puede tener plena conciencia de su problemática, e incluso tratarla sin necesidad de andar portando carteles ambulantes. Ser gordo es una ocupación de tiempo completo. Ahí donde va, el obeso es lo más parecido a un libro abierto. Hay que tener cuidado con lo que se escribe en él. Su físico cuenta su historia. Igual que las celebridades, cedió intimidad. Al mismo tiempo que se prepara para combatir la obesidad, la sociedad aprovecha y saca a relucir su proverbial intolerancia ante las diferencias. Un pequeño detalle que los profesionales olvidan. Tal y como están las cosas, poner el foco sólo en la necesidad de adelgazar, puede arruinarle la vida a mucha gente. La maldición de Santa Rita: en un mismo movimiento, el gordo gana obra social, y es echado a los leones. Lo digo desde la autoridad moral que me confiere el honor de haber sido un auténtico (o casi) chico Toddy.

Omar Bello
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