lunes, 29 de junio de 2009

La moda del antidepresivo

La palabra “bipolar” ha pasado a formar parte del lenguaje cotidiano y es empleada por doquier. Ya no sólo la usan los psiquiatras y los médicos, sino también los legos puesto que se presta a múltiples aplicaciones. Cualquier cambio de estado de ánimo será pensado como signo de bipolaridad, cualquier discordancia llevará ese nombre, cualquier altibajo tendrá esa impronta, la mínima disparidad, su etiqueta. Prontamente, advertimos que el vocablo se presta a una suerte de función multiuso apta para diversas aplicaciones ya que el ser humano es contradictorio, suele tener ambivalencia en sus afectos, los humores son cambiantes, las contingencias de la vida lo afectan, no reacciona siempre de una única manera. Y si “bipolar” es quien no resulta ser idéntico a sí mismo, todos seríamos bipolares.

Se dirá que es frecuente que las palabras pierdan especificidad al ser empleadas por el profano y que de tanto hábito se asemejen a las monedas gastadas, tal como eran llamadas por el poeta Mallarmé aquellas de las que se hizo tanto usufructo. Sin embargo, no es este exactamente el caso, ya que aquí se trata de un término que no por su empleo corriente, sino ya por su origen, no dice nada específico por una extensión sin límite que evapora las diversas aristas de los cuadros clínicos. Como si la globalización hubiese afectado el campo psiquiátrico, antes caracterizado por la fineza del detalle diagnóstico. En Internet pululan más de 100 listas de famosos “bipolares” que van desde figuras del ambiente del espectáculo hasta escritores renombrados, músicos ilustres, pintores célebres, políticos conocidos. ¿No se ha leído incluso la opinión de profesionales acerca de la supuesta bipolaridad de nuestra presidenta?

Pero aun en usos más específicos, en los últimos años he recibido pacientes que llegaban a la consulta con un diagnóstico psiquiátrico ya realizado: “trastorno bipolar”. De hecho, habían experimentado ciclos importantes de manía: insomnio, verborrea, excitación psicomotriz, pasajes al acto. En todos estos casos, detecté sorpresivamente que el “trastorno bipolar” se había desencadenado luego de la administración de antidepresivos. Antes de tal eclosión, habían sido tratados como depresivos y, meses después, como bipolares.

Interesada por este fenómeno, interrogué a psiquiatras orientados a las neurociencias y avisados en el uso de tal medicación, y me respondieron que tal secuencia se debía a que el paciente había sido inicialmente mal diagnosticado, al no contemplarse la posibilidad de una manía latente.

El tema lleva a pensar que la llamada “bipolaridad” puede ser, muchas veces, propiciada por el mismo medicamento. La materia no es inaudita si tenemos en cuenta los últimos informes de la Administración de Drogas y Alimentos de los Estados Unidos (FDA, de sus siglas en inglés) que, examinando la efectividad de los medicamentos antidepresivos, destacan el aumento del riesgo suicida en niños y jóvenes que toman estos fármacos. Por otra parte, resulta algo público que el gigante farmacéutico Eli Lilly & Co estaba advertido –desde el año en el que el Prozac fue lanzado al mercado– de sus efectos secundarios, como la violencia.

Me interesa referirme a otro fenómeno de creciente actualidad. En los casos citados, los médicos que habían suministrado antidepresivos lo hicieron desde un confesado “mal diagnóstico” aunque, de todas formas, se trataba de pacientes que manifestaban trastornos importantes. En la nueva moda, ni siquiera se hace evaluación basada en diversos signos, sino que basta solamente uno: la baja de serotonina alcanza para administrar el fármaco. Ya no son tanto los psiquiatras –sino otros médicos– quienes se inclinan por el antidepresivo no bien detectan alteraciones en el neurotransmisor. Insisto: sin que su disminución esté acompañada por signos de depresión en los sujetos tratados. Y ni hablar de los casos en los que el estado de tristeza basta para imponer tal prescripción. Sin negar la existencia de la depresión, el psicoanálisis advierte sobre el peligro de medicar cualquier signo de tristeza, considerando el mínimo índice de esta como enfermedad.

No siempre la tristeza fue considerada por el creador del psicoanálisis como una manifestación patológica. En su célebre artículo “Duelo y melancolía”, Freud diferencia ambos términos. El estado de ánimo profundamente doloroso, la cesación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de todas las actividades, son elementos comunes a ambos. Estos estados se han desencadenado a partir de una pérdida que puede ser la de una persona, la de un lugar o la de un ideal. Un sólo ingrediente recae con exclusividad en la melancolía: la extraordinaria disminución del amor propio y el autorreproche que llega hasta el delirio moral de empequeñecimiento. El dolor, la pena y el eventual retraimiento que implica el duelo son considerados por Freud como fenómenos normales que dan testimonio, en última instancia, que los objetos no pueden sustituirse tan fácilmente por otros, que los seres no son descartables, que lleva tiempo el proceso de desasimiento, que hay apego, viscosidad libidinal. El psicoanálisis da al duelo un inestimable valor y Freud, Melaine Klein y Lacan ubicaron el proceso de duelo en el análisis, pudiéndose afirmar que no hay análisis sin duelo.

Sin desestimar el efecto depresivo en el fin de un análisis, Lacan –al remitirse a Spinoza– consideró a la tristeza un pecado moral y la opuso al gay saber nietzscheano. Spinoza construye una ética en la que lo que se define como bueno o como malo no reposa en una moral formal exterior al hombre separada de lo que acontece en el cuerpo: bueno es todo aquello que puede potenciarlo y malo todo aquello que puede descomponerlo. Ser lanzado al mundo es correr el riesgo de ser conmocionado por un devenir hecho de contingencias y de azares. Padecemos en tanto somos una parte de la naturaleza que no puede concebirse por sí misma sin las demás partes. Encuentros en los que puedo ser afectado de alegría, cuando mi potencia para actuar aumenta, o de tristeza, cuando mi potencia para actuar disminuye.

Spinoza llama servidumbre a la impotencia del hombre para gobernar y reducir sus afecciones, ya que el ser humano sometido a las pasiones es marioneta de la fortuna, esclavo de causas externas. Consumar la potencia de actuar implica haber atravesado el régimen de la pasión, que es siempre pasivo, en tanto obedece a la provocación de algo distinto de mí mismo, pero ese atravesamiento no implica ausencia de afecto, sino advenimiento de un afecto activo: la alegría-acción. ¿300 años después se podría acaso hablar de las bondades del antidepresivo como sustancia que, al mitigar la tristeza, elevaría la potencia de actuar? Este argumento no cabría en la ética spinoziana, ya que si bien el filósofo no se pronuncia por la tristeza, tampoco lo hace por una alegría-pasión provocada por “causación” externa. Siempre sería servidumbre aquello que ahorrase al hombre de la capacidad para gobernar y reducir sus afecciones; capacidad que se construye a partir de una experiencia hecha de tanteos y vacilaciones. Aprendizaje donde –a modo del materialismo del prudente preconizado por Rousseau– se modula el arte del vivir en la libre utilización de los afectos. Lejos de la razón desafectivizada del estoico, esta razón tan corpórea nos acerca al pragmatismo del saber hacer con el síntoma.

En una época preconizada por Heidegger como ávida de novedades y ansia por lo nuevo, época de material desechable, el duelo y la tristeza deben suprimirse, ya que hablan de una adherencia al pasado; en este sentido, el antidepresivo es sintomático de estos tiempos. También sintomático en su atribuido poder de borrar la heterogeneidad entre el goce femenino y el masculino y las diferencias entre los sujetos. Tanto en “Escuchando al Prozac”, de Peter D. Kramer, como en “Nación Prozac”, de Elizabeth Wurtzel, se elogia este fármaco y se lo considera un remedio portentoso que obra cambios milagrosos en la personalidad. Kramer describe el caso de una paciente suya, Tess, que padecía una depresión crónica y había entablado una serie de relaciones masoquistas con hombres casados, hasta llegar a estar inhibida en su trabajo. Después de algunas semanas en las que consumió Prozac, su personalidad experimentó un “cambio radical”: rompió su relación con el sujeto que la maltrataba y empezó a salir con otros hombres, modificó su círculo de amistades y se volvió segura en el trabajo. Tal metamorfosis y el hecho de que en general son las mujeres las que padecen de falta de “autoestima”, hicieron que los inhibidores en la recaptación de serotonina se transformasen en una suerte de ícono feminista en los Estados Unidos y varias mujeres emularan la “ liberación” de Tess.

En “El fin del hombre”, Francis Fukuyama describe una interesante simetría entre el Prozac y el Ritalín. Dice que el primero se receta a mujeres deprimidas con falta de autoestima y que les confiere algo parecido a la sensación del macho alfa inducida por las concentraciones altas de serotonina. El Ritalín, por su parte, se prescribe en gran medida a niños de corta edad que se niegan a permanecer quietos en clase porque su temperamento no está diseñado para ello. Si el Prozac aparece como una especie de píldora de la felicidad, el Ritalín llega a actuar aun más ostensiblemente, como instrumento de control social. Nombre comercial del metilfenidato, se lo emplea para tratar el síndrome denominado “trastorno de déficit de atención con hiperactividad”, o ADHD, disturbio asociado con niños de corta edad que tienen dificultad para comportarse debidamente en el aula. Cabe, por supuesto, la pregunta acerca de si el no poder permanecer sentado en un pupitre varias horas deba ser considerado acaso una enfermedad. Entonces, ¿no puede pensarse que es esa exigencia la que crea la impresión de que existe una enfermedad que está extendiéndose y que lleva a ciertos psiquiatras a afirmar que una vez que se comprende la naturaleza de este fenómeno, se lo verá en todas partes? ¡Todos deprimidos y todos hiperquinéticos! ¡Todos medicados!

Fukuyama concluye que los dos sexos son empujados hacia esa personalidad andrógina media, satisfecha de sí misma y dócil desde el punto de vista social, que es la políticamente correcta en la actual sociedad estadounidense. Así, el Prozac y el Ritalín son la primera generación de fármacos psicotrópicos. En el futuro, prácticamente todo aquello que –según la imaginación popular– se prevé que logrará la ingeniería genética, es más probable que se consiga a través de la neurofarmacología.

Pero el asunto ha llegado también a Europa, donde existe una fuerte campaña contra la depresión. En Francia –país con el mayor número de consumo de psicotrópicos del mundo–, Jacques Alain Miller ha consagrado contra esa empresa una crítica virulenta iniciada por el ministro de salud y propiciada vehementemente por el presidente Nicolas Sarkozy. En la revista “Le Nouvel Ene”, de la cual es director, el psicoanalista francés dice que hoy en día es muy grande la tentación de considerar “depresión” a la menor fatiga, tristeza o pequeña caída existencial, al igual que ocasionales sentimientos de pérdida de estima. ¿No son acaso propios del hombre tales vaivenes anímicos? ¿No hay acaso una pretensión de exterminar el género humano al querer eliminar esos estados? La tristeza es inherente a la especie humana. Si resulta ser una enfermedad, la humanidad misma lo sería, curarla es entrar en la biotecnología, produciendo otra especie, una especie asexuada y muda que se comportará como es debido.

Por otra parte, Miller explica muy bien que, en la medida en que la gente experimenta normalmente momentos de tristeza y sentimientos de desvalorización, la decisión de medicarlos da lugar a un crecimiento exponencial del número de depresivos. Por ello no es extraño que la Organización Mundial de la Salud (OMS) prevea que en el 2020 la depresión será la segunda causa de invalidez en el mundo, después de las enfermedades cardiovasculares. Declara que en la actualidad, 121 millones de personas la sufren y la carga que representan esas enfermedades aumenta. Advierte que una de cada cinco personas llegará a desarrollar un cuadro depresivo en su vida, y este número se acrecentará si concurren otros factores, como enfermedades médicas o situaciones de estrés. Y la campaña contra la depresión corre así el riesgo de acentuar este fenómeno.

Sabiamente, Freud decía que la felicidad es episódica y parcial, amante de los contrastes y de las diferencias, intempestiva y nunca continua. En su texto “El malestar en la cultura” afirma que: “El propósito de que el hombre sea dichoso no está contenido en el plan de la ´Creación`. Lo que en sentido estricto se llama ´felicidad` corresponde a la satisfacción más bien repentina de necesidades retenidas, con alto grado de éxtasis, y por su propia naturaleza sólo es posible como un fenómeno episódico. Si una situación anhelada por el principio de placer perdura, en ningún caso se obtiene más que un sentimiento de ligero bienestar. Estamos organizados de tal modo que únicamente podemos gozar con intensidad el contraste, y muy poco el estado. Ya nuestra constitución limita nuestras posibilidades de dicha”. Resuena la conocida afirmación de Borges: “En todo día hay un momento celestial y otro infernal”.

La felicidad freudiana no es contraria al altibajo, ya que más bien lo supone, ella emerge cual ave Fénix, siempre entre cenizas. ¿No se eliminaría ella misma al intentar hacer desaparecer la disparidad de las tonalidades? Paradójicamente, el hombre siempre eufórico sería el hombre infeliz, ya que cuando la felicidad se transforma en el deber “superyoico” del ¡siempre! deja de ser felicidad. Cuando la dicha deviene exigencia, obligación, mandato, se apelará al tóxico para esos fines. Sabemos que a toda adicción subyace una orden y ahora es toda una campaña quien la ordena. Se dirá que se trata de ver lo que ocurre en nuestro país, en el que no hay campaña, pero donde también impera la dictadura de ese imperativo. No es casual que en los últimos tiempos el consumo de los antidepresivos haya aumentado cerca de 15%.

Anular entonces la heterogeneidad entre el goce femenino y el masculino, nivelar, suprimir las diferencias. El empuje al antidepresivo se inscribe en la era situada por Miller como la del hombre sin cualidades, en la que se asiste a una dictadura de la norma, lo normal es la media y lo patológico su desviación. La novela de Robert Musil citada por Jacques Alain Miller, “El hombre sin atributos”, profetiza un pensamiento que impone a las cosas una camisa de fuerza y hace de ellas los símbolos de un universal y de una identidad, que viola su singularidad y su autonomía. Cabe recordar la ética freudiana relativa al goce: que “el programa que nos impone el principio de placer, el de ser felices, es irrealizable”. Sí resulta probable una felicidad episódica que jamás puede prescribirse como igual para todos: “Discernir la dicha posible es, en ese sentido moderado, un problema de la economía libidinal del individuo. Sobre este punto, no existe consejo válido para todos.

Cada cual tiene que ensayar por sí mismo la manera en que puede alcanzar la bienaventuranza”. Alude así Freud a una frase atribuida a Federico el Grande: “En mi dominio, cada hombre puede alcanzar la bienaventuranza a su manera”. La moda del antidepresivo se orienta en una dirección bien diferente, la píldora de la felicidad borra la singularidad de cada dicha. Y así se deja el camino expedito hacia un fármaco que, en algunos aspectos, guarda una inquietante semejanza con el soma de “Un mundo feliz”, de Aldous Huxley. En la obra literaria, la gente la ingiere para encontrarse mejor anímicamente. A su vez, el Estado se encarga del reparto de esta sustancia, a fin de controlar las emociones sentidas por los miembros de la comunidad, con el propósito de mantenerlos contentos, factor necesario para no poner en peligro la estabilidad de la tecnópolis (nombre de la ciudad de la novela). ¡Cómo no recordar al personaje de Bernard Marx, el “alfa”, rechazado por ser diferente y por no ingerir el mágico elixir!

Queda por pensar si los efectos indeseados de estas drogas no representarán acaso la manifestación, en lo real, de lo que ha sido rechazado. Y si ellos generalmente se expresan a través de la violencia, es porque esa violencia grita en forma acuciante que hay algo que no se deja domeñar. Es que el hombre sin atributos es quizá necesariamente violento.

Silvia Ons /Psicoanalista. Miembro de la Escuela de Orientación Lacaniana.
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