lunes, 8 de junio de 2009

Rehenes

Una de las decisiones más extremas, graves y trascendentales que los seres humanos debemos afrontar es la de abandonar el país de origen, ese lugar donde están encerrados los secretos lazos que nos unen a tradiciones, olores, sabores y sensaciones ligadas a lo más íntimo de nuestro ser. Nada es igual en ninguna otra parte y, si bien todo depende de las situaciones económicas, políticas y sociales que determinen esa elección -no siempre libre y realmente voluntaria- y de la edad y el tipo de arraigo que hayamos establecido con el país natal, nunca será agradable el desgarro que produce en nuestro ánimo un hecho de esta naturaleza. A veces las razones son económicas y responden al lógico deseo humano de la superación y la valoración adecuada y acorde a nuestro saber y rendimiento. Otras, son cuestiones personales, desengaños y traiciones las que nos hacen creer que un cambio de país puede ser un adecuado "borrón y cuenta nueva". Suceden también acontecimientos políticos (guerras, dictaduras, persecuciones religiosas y amenazas de muerte) que nos empujan a las fronteras y, por supuesto, hay exilios que tienen partes de todos estos factores aunados en complejos cuadros psicológicos que hacen aún más difícil el trance. Lo cierto es que, más allá de los logros conseguidos en las "nuevas patrias", la mayoría de las personas que se enfrentan a esta cuestión tardan muchos años en cicatrizar las heridas y los resentimientos que estos sucesos producen. Por eso no es un tema que los gobiernos deban tratar con frivolidad, descuido o demagogia. Cuando miles y miles de africanos huyen de sus países con travesías que incluyen el traslado por rutas estrechas y peligrosas hasta llegar al océano que une y separa las tierras prometidas del trabajo y la comida, y allí se embarcan en pateras y balsas absolutamente precarias que no ofrecen la más mínima seguridad de llegar vivos, o, peor aún, se meten en cubículos reducidos sin aire ni comida -que sólo prometen muerte por asfixia y gangrena en piernas y brazos que deben ser amputados al llegar a destino-, se supone que no lo hacen porque adoran el clima de las islas Canarias y quieren ver las arenas volcánicas de sus paradisíacas playas. Las largas travesías por los desiertos mexicanos con noches heladas llenas de coyotes con alas y coyotes de dos patas que cobran los pocos dólares ahorrados con enorme sacrificio a los buscadores del sueño americano para pasarlos por la frontera en operaciones riesgosas y con peligro de vida no son tours de turistas que quieren pasar a California, llegar a Hollywood y pedirle un autógrafo a Julia Roberts. En casi todos los casos, esos emigrantes son echados de sus países por los malos gobiernos locales, las horrorosas políticas exteriores de los países ricos que aplican sistemas de apropiación y/o explotación indebida de los recursos naturales de muchos de esos territorios y luego los explotan como trabajadores ilegales, en negro, hasta que, agotados los cupos y enfrentando las propias crisis internas de desempleo, los gobiernos revierten su vista gorda y se inflaman de discursos nacionalistas poniendo en el inmigrante toda la culpa de la inseguridad ciudadana.

El emigrante político puede encontrar protección en países con gobiernos más o menos afines a su ideología; el que se exilia por cuestiones económicas, tarde o temprano se asimila o vuelve con la frente marchita, se reencuentra con su historia y puede intentar un nuevo camino; el que huye de un desengaño comprobará que eso le puede pasar en cualquier lugar. Pero el emigrante de la miseria, del horror, de la desnutrición o del genocidio no tiene vuelta atrás: él extrañará y echará de menos hasta morir su vieja patria, donde un día jugó con otros niños sin darse cuenta del hambre ni de la mueca desesperada de una madre sin un pedazo de pan para darle. Rehenes de la basura local, de los explotadores compatriotas que los guían por el camino de la huida y luego de los que como limosna les dan lo que pueden hasta que no hay más, son los más castigados y están en nuestras calles como remanente vergonzoso de las malas políticas internacionales.

Enrique Pinti

Copyright S. A. LA NACION 2008. Todos los derechos reservados

No hay comentarios:

Publicar un comentario