domingo, 7 de junio de 2009

Islandia, a las puertas del centro de la Tierra

Cuando ven algún coche acercarse a su casa, Sarah y Jakob, de siete y cinco años, levantan sus cabezas rubias como pollitos. ¿Cómo serán estos turistas? ¿Habrá niños a bordo? Los dos hermanos viven con sus padres en una casa de madera con el techo cubierto de hierba y musgo. De un verde casi fosforescente, el musgo crece incontrolable por todas partes en este rincón de Islandia, Snæfellsnes, una alargada península que se adentra 90 kilómetros en el mar y en la que viven menos de 4000 personas. Hace unos años, sus padres reconvirtieron su granja en alojamiento turístico ( www.gistihof.is ). De un lado está el mar; del otro, las montañas. Los únicos signos de vida son las gaviotas y alguna que otra oveja. Un día a la semana los niños van a un colegio con 20 alumnos. Para hacer las compras hay que conducir durante 45 minutos. Es pleno verano, pero hay niebla y llueve. Laila, la madre de los niños, está contenta. Su alergia al musgo la dejará respirar tranquila un par de días. Los turistas recién llegados lo están menos. Dejan las maletas en su cabaña, sueltan un grito de emoción cuando ven el jacuzzi del porche y ponen la página 131 del teletexto, con la previsión meteorológica en inglés. Miran por la ventana. Snæfellsjökull, el glaciar que han venido a ver, el protagonista de esta apartada península, no aparece por ninguna parte. Y, sin embargo, está ahí enfrente...

Un viaje fantástico

En 1864, Julio Verne, un escritor francés de 35 años, publica su segunda novela, Viaje al centro de la Tierra. Licenciado en derecho, agente de bolsa sin vocación, Verne acaba de firmar un contrato con Pierre-Jules Hetzel, el que sería su editor de por vida, y empieza a cumplir su sueño de ser “artista”. Apasionado por la geografía, la física, la oceanografía y la geología, se ha impuesto una misión: fusionar ciencia con literatura.

El libro, para quien no lo tenga fresco, arranca en Hamburgo (Alemania). En una de sus múltiples incursiones a la biblioteca, Otto Linden­brock, un temperamental profesor universitario de mineralogía, “un sabio egoísta (...) que al andar mantenía los puños sólidamente cerrados”, encuentra un mensaje cifrado que ha permanecido oculto desde el siglo XVI. Lo firma Arne Saknussemm, un alquimista islandés: “Desciende al cráter del Snaefells Yokul, que la sombra del Scartaris acaricia antes de la calenda de julio, viajero audaz, y alcanzarás el centro de la Tierra tal y como yo lo he hecho”. Siguiendo estas indicaciones, Lindenbrock, su sobrino Axel y Hans, su guía, penetran en las entrañas de la Tierra a través de este volcán islandés. Dos meses y muchas penurias más tarde, salen escupidos por el cráter del Stromboli (Italia).

Uno puede imaginarse a Verne en su escritorio, leyendo al naturalista Milne Edwards y al vulcanólogo Sainte-Claire Deville. Poniéndose al día. Rodeado de mapas, mesándose las barbas, eligiendo los volcanes clave para su historia. La elección de la lejana Islandia es comprensible. Escoria, riolita o seudocráter se vuelven palabras familiares para todo el que le pone un pie encima. Hace dos años, el catedrático de ciencia planetaria David J. Stevenson dijo que, si pudiera introducir una sonda hasta el núcleo terrestre, a 3000 kilómetros de profundidad, lo haría a través de este país.

Pero en Islandia hay decenas de volcanes. ¿Por qué eligió Verne el Snæfells? Quizá le atrajo la “æ”, esa vocal escandinava que se pronuncia como una a seguida de una e tan abierta que parece una i. O quizá porque durante siglos se pensó que era el punto más alto de Islandia. Y no lo es. Mide 1446 metros, menos que el Hecla o el Öræjajökull, aunque, al contrario de éstos, está rodeado por el océano y corona la península como un flan. En la biografía Julio Verne, ese desconocido (Alianza Editorial), Miguel Salabert, traductor de su obra, se hace eco de otra teoría: “Desde hace mucho tiempo se ha observado la coincidencia de algunas erupciones del Etna con las del Hecla. Esto pudo llevar a Verne a ver en ambos volcanes algo así como un sistema de vasos comunicantes. Pero la violenta actividad de dichos volcanes debió obligarle, por razones de verosimilitud dentro de lo inverosímil, a desplazar ligeramente el escenario del Hecla al Snæfells, del Etna al Stromboli”.

Verne nunca pisó Islandia, pero se documentó bien. En los pasajes del libro que transcurren en la isla habla de sus fiordos, de pastizales, de ríos de lava y paisajes desérticos que sólo mancha alguna granja “aquí y allá”. También menciona los caballos –pasear a lomos de uno es, junto al gol y el ajedrez, el hobby más extendido en Islandia, que ostenta el récord de caballos por barba– y algunos de sus productos gastronómicos estrella: el pescado seco, el skyr (un yogur), y el jugo de bayas, uno de los pocos frutos que no se ven obligados a importar.

Tampoco olvida Verne que en los meses de junio y julio no se pone el sol –lo que hace felices a juerguistas y fotógrafos aficionados, pues la luz anaranjada del atardecer se prolonga– ni otra de sus características más llamativas: no hay árboles. Los meses de oscuridad pueden con ellos y los esfuerzos de reforestación resultan frustrantes. Los que hay son enanos, y apenas cubren el 1% del país. Uno sabe que lleva más de 10 días en Islandia cuando se oye exclamar: “¡Qué pedazo de bosque!” ante un puñado de aspirantes a abedul, o cuando entiende el chiste de un taxista que dice, señalando un arbusto: “Mira, un árbol islandés”.

La historia de Verne transcurre en la época en que la escribió, a finales del siglo XIX, cuando Islandia era una colonia danesa tan pobre, escribe el autor, que las iglesias no tenían reloj. Hoy es un país orgulloso de su independencia y con una renta per cápita que duplica la española. También es uno de los países más caros del mundo. Una jarra de cerveza cuesta 7,50 euros. Una habitación doble en un hotel mediocre, 95 euros. Una manzana, 1 euro. Una cena para tres en un restaurante italiano, 140 euros. En una de las escenas del libro, unos granjeros despluman a Lindenbrock “como un hotelero suizo”, cobrándole por su hospitalidad “una factura formidable en la que se contabiliza hasta el aire infecto (...)”.

El 10% del territorio de la isla está cubierto de glaciares, pero Snæfellsjökull es el único visible desde Reykjavik, donde reside un tercio de los 300.000 habitantes del país. Entre 1999 y 2003, Ástráður Eysteinsson, profesor de literatura comparada en la universidad de la capital, llevó a cabo un ritual: se asomaba a su ventana todos los días para admirar el glaciar. Sólo se distinguía con nitidez un día a la semana.

De energías y extraterrestres

A lo mejor por eso está rodeado de tanto misticismo. La mayoría de los islandeses cree a pie juntillas que desprende una energía especial, aunque pocos están dispuestos a admitirlo. Algunos escritores, como Halldór Laxness, el único Nobel islandés, han escrito allí algunas de sus obras. Laxness intentó explicar su energía con un poema: “Donde el glaciar se encuentra con el cielo, la tierra deja de ser terrenal y se funde con el firmamento. Aquí no habita el dolor y la felicidad, por tanto, ya no es necesaria; sólo reina la belleza, por encima de cualquier deseo”. Pero su fama trasciende fronteras. El 5 de noviembre de 1993, 500 personas se reunieron a sus pies siguiendo el pálpito de un ciudadano inglés que soñó que ese día aterrizaría una nave con extraterrestres. Si lo hicieron, nadie los vio, aunque sí distinguieron “unas luces raras”.

Por la carretera que conduce al volcán elegido por Julio Verne pasan pocos coches. La primera parada es Búðir, “un villorrio a orillas del mar”, según el autor. Hoy sólo hay una iglesia y un hotel; eso sí, el mejor de la isla. Ocupa un edificio de 1843, decorado con un toque kitsch, y en su bar suena música electrónica de Goldfrapp ( www.hotelbudir.is ; 225 euros la doble). Tras una breve conversación, la recepcionista se incomoda ante la pregunta ¿cree que el glaciar tiene una energía especial? “Bueno, es una de las teorías. Es evidente que hay algo casi físico en ello, pero si lo creo o no, es sólo cosa mía.”

Arnastapi, el pueblo en el que pernoctan los protagonistas del libro antes de trepar por la montaña, está a unos cinco kilómetros. El nombre, “acantilado de gaviotas”, está bien elegido. No hay mucho aparte de unos acantilados espectaculares y miles de gaviotas que aterrorizan a los turistas volando a un palmo de sus cabezas y pían poseídas. También hay una imponente estatua de piedra de Bárður Snæfellsás, un semidiós vikingo: se dice que vive en una cueva del glaciar y lo protege.

Enfrente hay una cabaña de madera en la que una camarera con sonrisa bobalicona y el mismo acento que Björk sirve café aguado por 3 euros. Desde aquí se organizan excursiones en motos de nieve por la cima del glaciar (92 euros; www.snjofell.is ), que debe seguir de mal humor e insiste en ocultarse tras la niebla. Algunos hacen el tour a medianoche para ver desde la cima cómo el sol roza el horizonte. Tryqqvi Konradsson es uno de los guías. Le pregunto que por qué se mudó aquí, y responde: “Porque no había nadie”. Le pregunto por qué cree que Verne eligió el Snæfells, y se encoge de hombros. “A la gente se le meten ideas en la cabeza. ¿Por qué estás haciendo tú este reportaje?” Le pregunto qué opina del tema de la energía, y responde: “Pregúntale a Guðrun”.

Hellnar, el lugar donde vive Guðrun Bergmann, está a un paso. En 1783 vivían aquí 200 personas que subsistían de la pesca. Hoy tiene nueve habitantes. Hace 15 años, Guðrun, una atractiva mujer de 56 años que lleva una piedra de ámbar colgando del cuello, cerró su fábrica textil y se mudó aquí con su marido. Formaban parte de un grupo new age que organizaba retiros espirituales al pie del glaciar. Así que Guðrun habla con naturalidad de la energía, de su aparato que mide auras, de líneas terrestres que conectan Snæfellsjökull con las pirámides de Keops, de que ve elfos y que son como brillantes, que Peter Jackson los clavó en El Señor de los Anillos...

De aquel grupo new age sólo queda ella. Los demás fueron marchándose, y su marido murió. Sus cenizas, seguro que ya se lo imaginan, las esparció por el glaciar. “Hablé con él después de su muerte y decidimos que era el sitio adecuado”, dice con una sonrisa. Lo que sí permanece, y va viento en popa, es su hostal ( www.hellnar.is ), con unas vistas espectaculares. En la recepción venden, por 10 euros, papelitos con frases como: “Pienso con el corazón”. Guðrun sigue hablando: “Todo tiene aura, y la del glaciar es enorme, porque el hielo es magnético. Cerca de él se intensifican los sentimientos. Si estás positivo, lo estarás más. Si te encuentras pesimista, empeorarás. A muchos les abre el corazón, lloran. Te guste o no, cerca de él entras a formar parte de su energía. Pero si quieres saber más, pregúntale a Erla”.

¿Es posible que Erla resulte aún más sorprendente? Pues sí, lo es. Erla, de 72 años, es profesora de piano de Reykjavik y tiene un don: es clarividente. Pero no una clarividente cualquiera. Mientras que otros sólo ven ciertos mundos, Erla los ve todos: elfos, trols, ángeles, divas, espíritus... No habla inglés, así que Olafur, uno de sus discípulos, hace de mediador. Ante la pregunta de cómo es eso de ver tantas cosas, éste explica que es como cuando ves un pájaro. “¿A que no vas por ahí contándoselo a todo el mundo?”. Gracias a su poder, Erla sabe que Snæfellsjökull es uno de los siete chakras o puntos energéticos de la Tierra. Los otros son el Triángulo de las Bermudas; Sedona, en Arizona; el Parque Nacional Snowdonia, en Gales; la pirámide de Keops, en Egipto, y un monte del Tíbet y otro de Perú que ahora mismo no recuerda. Snæfellsjökull, por cierto, era el chakra de la garganta, pero las energías, dice Erla, están cambiando. Ahora es el del corazón.

Amanece despejado en Snæfells. El glaciar brilla a lo lejos como una alucinación, y el turista empieza a entender muchas cosas. Musgo, mar, lava, hielo. Verde, azul, negro, blanco. Entonces cae en la cuenta. A Verne se le pasó por alto un detalle: el cráter del Snæfells, el camino por el que se accede al centro de la Tierra, está enterrado bajo toneladas de hielo. Su última erupción fue en 1219. Poco después, la nieve lo cubrió por completo. Aunque Guðrun avisa: “Cada vez hay menos hielo. De seguir así, en 50 años se habrá derretido todo”. Quizás entonces se cumpla la profecía de Verne, que, según Erla, fue –al igual que ella– clarividente. Si es así, pueden estar seguros de algo: la excursión costará un potosí y sólo podrán adentrarse en las entrañas del planeta un puñado de millonarios.

Carmen Pérez Lanzac
El País, S.L.

revista@lanacion.com.ar

Ruta de viaje
Un volcán como una rótula


En Viaje al centro de la Tierra, el profesor Otto Lindenbrock y su sobrino Axel llegan a Islandia desde Hamburgo tras un recorrido que incluye varios trenes y una larga travesía a bordo de la goleta danesa Valkyrie. Hoy, decenas de aviones llegan a la isla cada día. Pero sólo en temporada alta, de mayo a septiembre. Desde Madrid se tarda unas 3 horas y media.

Reykjavik suele ser la primera parada de los recién llegados. También lo fue para Lindenbrock. Verne describe la capital como un pueblo con dos calles. Desde entonces aumentó de tamaño, pero mantiene su aire rural y es casi imposible perderse allí.

Los protagonistas del libro tardaron ocho días a caballo en llegar al pie del Snæfells, el volcán que conduce a las tripas del planeta. Hoy se tarda 2 horas y media en coche, lo que incluye atravesar un túnel de seis kilómetros (peaje: 11 euros). Desde la capital hay que tomar la ruta nacional 1, que circunda la isla y, a la altura de Borgarnes, desviarse por la 54, que se adentra por el Sur, en Snæfellsnes ( www.snaefellsnes.com ), una alargada península menos transitada por los turistas y que Axel describe en el libro como “una especie de península semejante a un hueso descarnado que termina en una enorme rótula”. Al final, cerca del océano, está el glaciar, visible desde kilómetros, a no ser que se oculte tras la niebla.


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