lunes, 11 de mayo de 2009

Un muerto es un muerto

Está sentado al volante de ese carro negro, ciego en la tarde caliente y densa del trópico, medio dormido por la borrachera. Lleva así todo el día. Algo brilla atrás, en el espejo retrovisor.
Se voltea y ve los asientos vacíos; vuelve la cabeza al frente. Recuerda otra vez. A su papá; manejando, hace más de treinta años; ese mismo carro. Un hombre joven, con la barba sin afeitar y la frente grande, que huele a tabaco, que tiene puesta una camisa de rayas azules. Un niño que fue él mismo, sentado en el asiento amplio de atrás, jugando con dos hermanas pecosas, iguales. Una canción dulzona que sonó en el radio.

El aire húmedo de la tierra caliente se mete por la ventana. En el recuerdo y ahora. El olor de los plátanos, de la niebla, la luz densa de las cinco. La voz del papá que habló de los plátanos, de la luz, de la música.
El hombre que ahora maneja está solo. No va hacia ninguna parte. Está borracho.
Tiene cuarenta años y dolor de estómago.
No tiene con quien llorar las tristezas: del papá ahora muerto, de las hermanas que no veía desde que eran casi unas niñas y tuvo que ver hace poco, en el entierro. Del país al que acaba de volver, acabada por fin la guerra que supo evitar durante más de veinte años.

Se topa con un pueblo al borde de la carretera. Entra despacio por las calles de casas bajas, de zaguanes y aleros grandes, hasta la plaza cubierta de ceibas gigantes. Es un pueblo igual a otro pueblo de la infancia. No lo recuerda, pero sí recuerda los olores mezclados, calientes, de avena y río sucio, de helechos, de carne cruda, de gasolina derramada, que lo hacen bajarse y caminar por los andenes vacíos.
Deja que se le agüen los ojos.
Decide sentarse en la primera cantina que ve.
Para enlazar la última borrachera, en otro pueblo igual, con esta borrachera nueva, la misma. Lleva más de diez días así, perdido en el dolor, metido en los recuerdos, a la deriva. Recorriendo un país que no reconoce, un país muerto, sin gente. Un país de cementerios.
Se le va toda la tarde bebiendo cerveza, despacio, mirando la plaza. Mirando atrás, antes. Otras carreteras, otras mesas, otras personas. A las cinco pasa un campesino, descalzo, con un burro atado a una cuerda. Después la calle está oscura y no camina más gente; él sale dando tumbos, a buscar mujeres en otra cantina, a buscar un motel para acabar con la noche.

El amanecer le llega en la forma de un bombillo amarillo, de un cuartucho rosado; de una puta gorda, todavía borracha, abrazada a su cuello. Hay un espejo turbio en la pared, un lavamanos que gotea. A través de la ventana rota mira una fila de camiones quietos sobre la carretera de tierra. El gran río, al fondo del cañón cubierto de niebla. Los primeros buitres.
Tiene ganas de llorar. Se sienta en la cama. Se pone los pantalones, los zapatos.
Sale a la calle.

Se desayuna dos cervezas.
Recuerda un ataúd negro. Hace una semana. Recuerda que tuvo la certeza, mientras la tierra caía sobre la madera hueca del ataúd, de que ya no le hubiera sido posible saber cómo era la cara de ese muerto, de su papá.
Recuerda también a una de sus dos hermanas, en el entierro, con las manos en el vientre, doblada por el dolor.
Recuerda a su mamá, rígida, en silencio, sin una lágrima, sola en un rincón. Sabe que trató de imaginarse cómo habrían sido las mil tardes iguales del viejo, de su papá solo en la biblioteca. Sin hijos, sin mujer. Refugiado en su barrio ya para entonces cercado por la miseria y la destrucción de la guerra. Recuerda que lo imaginó arrugado, desconocido, muerto. Llevando a cabo los mismos rituales inútiles de siempre; la tienda del pan, la hora del periódico, las conversaciones con la empleada del servicio, las cartas diarias a las rotativas corrigiendo erratas de artículos sobre la guerra.
Recuerda que hace una semana, en el entierro, pensó que tal vez su padre había tenido también recuerdos de antes de la guerra. De cuando estaban todos juntos. De los pueblos tranquilos de tierra caliente. Recuerdos como los suyos: una carretera, música en un radio, el olor de los plátanos, la niebla sobre el río.

A las once el hombre ya está otra vez borracho. Como ayer. Se ha tomado una botella de aguardiente con dos empanadas viejas.
Está a punto de perder la conciencia. Remotamente sabe que ya no le quedan más pueblos de este lado del río para dejarse llevar, para seguir muriéndose despacio. Que al otro lado del río está solo la sabana interminable, el sol, las carreteras bombardeadas.
Nada.
Pide otra botella de aguardiente. Después de cinco tragos se le paraliza la cara. El dolor de estómago le llega hasta la espalda. Ya no puede pensar nada más.
Levanta los ojos del piso, siente la lengua hinchada.
En la misma mesa, en un banquito de madera como el suyo, está sentado su papá, el muerto.
El hombre lo mira, temblando. El muerto también mira, dócilmente, casi con dulzura. Después el hombre oye cómo le habla, despacio, en voz muy baja. De los primeros días de la guerra.
Del comienzo de un final atroz, sin reglas, sin orden.
Sus frases son lentas, opacas.
El hombre escucha, con los ojos secos, sin poder mover la lengua, procurando mantener la cabeza firme. Escucha cómo fueron los primeros bombardeos sobre los barrios más pobres de la ciudad. La semana en la que los soldados con cascos azules se tomaron las calles. Cómo patrullaron durante diez días y diez noches y al final firmaron un acuerdo con alguna de las partes, y se llevaron a cinco presos importantes, y se largaron por fin para no volver.
El hombre tiene que oír. Eso y más.
Todo lo que nunca quiso leer en los periódicos durante veinte años de exilio; lo que le hizo apagar los televisores, botar los recortes de revistas que llegaban con las cartas de los pocos amigos, saltarse párrafos de los periódicos.

Sirvió la siguiente ronda de trago con mano temblorosa, apoyando el tronco en el borde de la mesa.
El muerto le hablaba ya de las llamadas de mamá, cuando todavía había teléfonos.
Diciéndole desde París que se fuera. Que dejara la casa, que huyera en los aviones militares. Le habló también de un fajo de billetes de diez dólares en un sobre con estampillas de Francia, que él botó por la ventana para que lo recogieran los últimos niños de la calle. Porque él no quería dólares, ni vivir en París, sino que lo dejaran en su barrio tranquilo, seguir existiendo en paz entre sus libros, ejecutando con puntualidad hasta el día de la muerte sus rituales mezquinos.
Y habla de cómo ese dinero le hubiera podido salvar la vida, después, en los días más duros, cuando los soldados desaparecieron una noche y tuvo que defender la casa de la turba, la última casa del barrio ya destrozado. Habla del disparo de revólver que le había alcanzado un hombro. La herida inofensiva que lo mataría lentamente después de varios meses de agonía. Acompañado por una empleada del servicio que tampoco tenía ya a dónde ir.
Encerrados los dos en la casa. Solos.

El borracho escucha todo eso, temblando, con la botella todavía agarrada por el cuello. Callado. Mirando a su papá, que está muerto.
Eso es lo que cree el borracho. Porque el borracho se escucha solo a sí mismo.
Porque los muertos no hablan.
Porque los muertos están muertos, y no se ven.

Solo está él. Caído de la borrachera en su mesa vacía.
Le ofrece un trago al muerto. Pero el muerto no quiere beber más. El muerto mira el abismo del río con los ojos entrecerrados y no vuelve a abrir la boca.
Y el borracho, él, se levanta impulsado por algo que sale de su estómago y le tensa la lengua, por un grito que se le queda atragantado. Da tres pasos tambaleándose, se cae.

Se despierta mucho más tarde ahí, recostado contra una columna del alero, en el andén sucio. Mira el cañón profundo del río, los buitres planeando bajo el sol. Siente que se puede parar; lo hace; adolorido, con la piel mojada de sudor.
Le entrega al hombre del mostrador un billete sucio.
Camina muy despacio hacia su carro. Se demora en prenderlo.
Sale del pueblo por la única carretera, llega hasta el puente medio destrozado y logra atravesarlo; desde el pueblo se ve, rodando muy despacio. Al otro lado del río está la sabana interminable, el sol, ruinas de pueblos.
Carreteras bombardeadas durante la guerra.
Al otro lado del río no hay nada.

ANTONIO UNGAR

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