lunes, 11 de mayo de 2009

No discriminar

Marginar, discriminar, segregar, excluir, ignorar, verbos que significan cosas negativas de nuestra naturaleza y que, como todo, tienen como mínimo dos acepciones. No está mal marginar lo que consideramos negativo para nuestra calidad de vida; discriminar también quiere decir discernir entre lo bueno y lo malo. Segregar nuestro propio egoísmo puede ser altamente positivo y excluir la deshonestidad o ignorar la mediocridad son facultades altamente recomendables; el problema, como siempre, suele ser más el "cómo" que el "qué". En las dos caras de cada uno de estos conceptos podemos encontrar el sentido del delicado equilibrio, tan difícil de lograr y tan necesario para no dejarse abatir por los múltiples obstáculos en nuestro camino existencial.

Todos, de una manera u otra, somos –o al menos nos sentimos– a veces marginados, discriminados, segregados, excluidos o ignorados. Las mujeres han sido uno de los grupos protagonistas de numerosas restricciones y prejuicios a lo largo de la historia de la humanidad y son todavía hoy en muchas sociedades víctimas de abusos que van desde las prohibiciones más puritanas hasta la explotación como prostitutas desde la infancia. Cuando se plantean las reivindicaciones de cada grupo avasallado en sus derechos se pone tanto el acento en su condición individual que a veces se olvida lo obvio, o sea, que lo que es malo para las mujeres, en este caso puntual, es malo para cualquiera porque, cuando se trata del respeto a la libertad de elección y al destino que cada uno sueña para sí, no hay sexo, religión o condición social que valga más que otra; el derecho es para todos.

Es lógico entender que, cuando determinado grupo ha sido castigado con más fuerza y continuidad en la historia, los integrantes de ese sector de la sociedad radicalicen su queja y militen con pasión y vehemencia para conquistar lo que para otros es normal. Y esto se aplica no sólo en casos de feministas o machistas, sino en problemas cotidianos. No hay como vivir en zonas donde la energía eléctrica o el agua corriente son escasas o nulas para tomar conciencia de que la marginación y la exclusión aúnan a hombres y mujeres, homos y héteros, gordos y flacos, derechistas e izquierdistas, en el mismo grupo de "olvidados de la mano de Dios". Pero la militancia positiva y estimulante como principio redentor no debería llevarnos a "santificar" a todos los integrantes. Ahora que en el mundo se van dejando de lado sin prisa, pero sin pausa, prejuicios retrógrados acerca del papel de la mujer como gobernante sería bueno reflexionar acerca de las virtudes de cada candidata, más allá de su sexo, sin otorgar medallas de "sensibilidad mayor, sentido común más sensato, mayor capacidad de negociación y búsqueda de la paz pues toda mujer es madre y las madres odian la guerra más que los hombres". Recordemos que, a la hora de la verdad, desde la reina Isabel I de Inglaterra en el siglo XVII hasta Margaret Thatcher en el XX, delicadas manos femeninas declararon todas las guerras que tuvieron que declarar. Y cuando en un mundo hemos visto tantas cosas no hay excusa para caer en la ingenuidad de pensar que la condición sexual es garantía de algo.

Cada vez que uno decide el voto tiene que pensar en las ideas expuestas, en la historia personal del partido, agrupación o individuo que las declara y en el interés personal, que siempre debe pasar por lo colectivo. Ahí están: Evita, la Sra. Moreau de Justo, Hillary Clinton, Angela Merkel, Isabelita, la Bachelet, Chiche Duhalde, Fernández Meijide, María Julia, Adelina, la Miceli, la Michetti, Lilita, Cristina, Patricia Bullrich, tan distintas como para creer que ser mujer u hombre no es una definición tan clara como puede parecer.

Enrique Pinti
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