lunes, 11 de mayo de 2009

Los indios judíos

Graciela Mochkofsky relata en "La Revelacion" una aventura: la que llevó a Segundo Villanueva, un joven trabajador peruano, a la búsqueda de la fe verdadera. Villanueva, como un nuevo Moises, condujo a todo un pueblo desde lo alto de los Andes hasta la jungla del Amazonas para fundar una comunidad útopica en el siglo XX. Una historia que parece extraida de la Biblia misma, una poderosa epica que trasciende todas las fronteras.

La fe que cambia el destino de un pueblo

Antes, ni había palabra. Sólo un espléndido, verde valle que trepaba por la falda de un cerro, en lo alto de una imponente cordillera. Una legua de tierra llana, atravesada por ríos, en la que medraban cazadores de venados y vizcachas. Nacían, comían, se multiplicaban y morían. No se preguntaban cuál era el sentido de sus vidas: les bastaba con sobrevivir.

Cuando los milenios borraron su memoria, otros hombres llegaron a la tierra para sembrarla y cultivarla. Habitaron elevadas viviendas, domesticaron al cuy y erigieron un templo de arcilla blanca, en cuyo centro ardía el Fuego. Ante El sacrificaban venados; sobre El cocinaban sus restos, en ollas de cerámica oscura.

No duraron. Otros hombres acabaron con esos hombres del Fuego y, sobre las ruinas de su templo de arcilla, levantaron altos muros, terrazas, escalinatas de piedra y canales por los que corría, bulliciosa, el Agua.

Un nuevo milenio reinaron; en el siguiente sucumbieron. Sacerdotes ajenos alzaron un recinto circular, una pirámide truncada y masivas plataformas de roca labrada; administraban el culto de un primer Dios cuyo nombre se ha perdido. Los nuevos echaron a pastar llamas de vellón tibio y siluetas recortadas por el crepúsculo, comandaron grandes extensiones de tierra, ricas en hombres, cultivos y animales, incluso más allá del valle.

Era un poder nunca visto, pero Catequil, Dios del Rayo, que dominaba al Fuego, al Agua y a todas las otras fuerzas de la naturaleza, lo venció. En cada mano, llevaba una honda; con cada honda arrojaba relámpagos hirientes y truenos iracundos sobre la tierra indefensa. Sus siervos, que desplazaron a los servidores de la pirámide, se envolvían las cabezas con madejas de lana roja para recordar constantemente esas hondas terribles. Para aplacarlas, ofrecían plegarias, llamas, niños pequeños.

En el reino de Catequil, de cambiante temperamento, cada cosa, grande y pequeña, tenía su Huaca, su dios guardián. Su, el Sol, cuidaba la vida y aseguraba la fertilidad de las mujeres y la tierra; Muri, la Luna, vigilaba las cosechas y marcaba las fiestas del calendario; Chuchucoc protegía el ají; Payguinoc velaba por los indefensos cuyes. Y Chuip, las Diosas Estrellas, y Exqioc, la más brillante; y, con ellas, Tantazoro, Llayguen, Llaga, y el aterrador Ursopillao, en cuyo recinto ningún hombre podía adentrarse y salir vivo, porque allí las carnes se desprendían del cuerpo.

El universo todo estaba sometido a la tiranía de estos dioses, que se decían eternos. Pero tampoco ellos dominaron por siempre. Como el día y la noche, como el calor y el frío, el valle tragaba dioses, sangre y hueso, la roca y la ceniza, la vida en marcha perpetua.

Catequil fue destronado por un príncipe guerrero a quien nombraban, con reverencia, como El Inca; corrió sangre bajo la verde colina. Las Huacas fueron subordinadas a un Dios Sol que no era el viejo y los hombres, que ya se habían agrupado en pueblos, lenguas y jefes, tuvieron que aprender un nuevo idioma y una nueva economía, de ganado y preciosos tejidos.Uncidos fueron todos a un nuevo Imperio, que se extendía a lanzadas sobre la tierra de siempre, inmenso e intrincado como un tapiz.

El nuevo Sol había encarnado en aquel hombre, su Hijo, el Inca. Como Hijo, el Inca era un Dios y los jefes de cada pueblo sometido, por ser jefes, sus Huacas; y, de este sencillo modo, los hombres tomaron el lugar de los dioses. El Hijo del Sol era sagrado y debía ser llevado siempre en andas; cuando sus pies tocaran el suelo, terribles catástrofes sacudirían la tierra. Por boca del Inca, hablaba el Dios; por ella, todas las cosas tuvieron su nombre.

Cajamarca, llamó a la tierra del valle. Si quiso decir lugar de las heladas, lugar de los cardos espinosos, lugar situado en la quebrada, pueblo en descampado o pueblo del rayo, ya nadie lo recuerda. El significado verdadero se ha perdido allí donde se pierde, también, el verdadero comienzo de esta historia.

Cuatro siglos pasaron. Dos mil hombres, mujeres y niños poblaron Cajamarca. Las casas, de doscientos pasos de largo, estaban protegidas por altas tapias y coronadas con techos de paja y madera; una trama de caños regaba sus patios. Coloridos, elaborados tejidos, los más hermosos que se hubieran visto nunca, llenaban hasta el techo los amplios depósitos. La plaza central, amurallada, hacía inconcebible un lugar más grandioso.

Una inabarcable red de caminos unía el Imperio y, cuando por ellos el viajero desembocaba en el valle y veía, en la ladera del cerro, la gran escalera que trepaba hasta la fortaleza de piedra, sentía que había llegado al centro del universo.

El Inca Atahualpa, Hijo del Sol, Poderoso Señor de las Cuatro Partes del Mundo, reinaba desde las afueras, en las termas de Curoc. Las tiendas de su ejército cubrían una extensión tan vasta que vacilaron, cuando asomaron la cara al valle por primera vez, los setenta y dos jinetes y ciento seis hombres de a pie que mandaba el conquistador Francisco Pizarro.

Venía de una lejana y fría tierra que llamaba Europa. Había nacido en una ciudad calurosa, construida sobre roca, de una península sin junglas a la que nombraba España y que, decía, era parte de Europa. De niño había criado cerdos; ya hombre, lideraba a los máximos aventureros de su tiempo. Buscaban el oro y la plata, que valoraban más que sus vidas.

En el largo viaje, sus soldados habían doblegado mares enfurecidos, selvas monstruosas, orgullosos pueblos guerreros. Ante el espectáculo del Inca y su poder, sin embargo, se detuvieron admirados, por un momento, y, en ese instante único, dudaron. Pero Pizarro dio la orden y avanzaron hacia el futuro.

A Pizarro, el número no le acicateaba el temor, sino la astucia. Se instaló en Cajamarca e invitó al Inca a comer, como si fuera su casa. Atahualpa se hizo esperar, pero asistió. No era incauto, era el Hijo de un Dios. Entró en la plaza central de Cajamarca a lomo de su corte; detrás, lo seguía un ejército de siete mil hombres. Algunos de los soldados de Pizarro, escondidos en los costados de la plaza, se orinaron del susto.

Sin miedo, en cambio, un sacerdote de España caminó hasta el Inca y le habló en voz alta, con la vista fija en un pequeño y blando objeto rectangular. Un cautivo de los conquistadores que mal hablaba las dos lenguas explicó al Inca: el sacerdote ordenaba que se sometiera al poder de su Dios. Atahualpa, impaciente, pidió el objeto rectangular. ¿Qué Dios era ése? Lo miró con desprecio y lo arrojó al aire con furia.

Cuando tocó el suelo, Pizarro gritó la orden de ataque. Sus soldados salieron de los escondites y cargaron contra el Inca y sus guerreros. Antes de que terminara el día, el Hijo del Sol había caído de rodillas, prisionero, y la plaza se había teñido con la roja sangre de sus siete mil soldados.

Humillado, Atahualpa ofreció una habitación llena de oro y dos de plata por su libertad. Pizarro las tomó, pero incumplió su parte. Un cometa de fuego verde cruzó el firmamento a medianoche.

––Cuando mi padre Guaynacapa murió, se vio otra señal semejante –se resignó Atahualpa.

Condenado ya, los conquistadores le advirtieron que si no aceptaba al Dios cristiano, ardería en una hoguera. ¡El cuerpo del Inca debía ser venerado!, se alarmó Atahualpa. Pero se negaba a inclinarse ante el Hijo del Dios ajeno. ¡El también era Hijo!, y estaba vivo. El Hijo del Otro, según decían ellos mismos, había muerto hacía mucho, clavado de pies y manos en una cruz de madera, ofreciéndose en sacrificio para salvar a todos los hombres.

Lo llamaban Jesús, Cristo o Jesucristo; sus seguidores se decían cristianos y su símbolo era la cruz. Por El, decían, los hombres tenían la posibilidad de vivir eternamente junto al Padre en un lugar perfecto llamado Paraíso, al que se ascendía después de morir. Para ellos, el tiempo había empezado con el Nacimiento de Cristo y marchaba en línea recta: el pasado y Cristo estaban atrás y el futuro y el Paraíso adelante; y esa agonía traían con ellos.

Hasta entonces, la noche y el día, el frío y el calor, el nacimiento y la muerte, se habían repetido en el valle en un ciclo infinito; ahora, por la fuerza de las armas, el Inca y su pueblo habían sido arrojados a un momento de ese tiempo, el año mil quinientos treinta y tres, y a su agonía, la espera de un inevitable Juicio Final.

Perdido el tiempo, el mundo desquiciado, Atahualpa resolvió salvar, al menos, su cadáver sagrado. Aceptó que arrojaran sobre su cabeza unas gotas de agua y lo dijeran bautizado, es decir, súbdito del otro Dios. Después, fue arrastrado, como el común mortal, hacia sus verdugos.

Cuando entró en la plaza, el pueblo se arrojó al suelo, en medio del pavor y la incredulidad. ¿Qué cataclismos sufrirían? Atahualpa fue amarrado a una máquina que los de España destinaban a los criminales. Le rodearon el cuello con un aro de hierro, como a un animal, y lo ajustaron y ajustaron hasta darle muerte. Y tal fue el fin del Hijo del Sol, Poderoso Señor de las Cuatro Partes del Mundo.

El cielo, sin embargo, no había caído, ni la tierra estallado en fuego ni las aguas se habían alzado y vuelto a precipitar. Resultaba casi imposible aceptarlo. El pueblo se convencería luego –y así lo contarían las leyendas– de que el Inca había sido degollado y su sangre sagrada había empapado la losa; ese rastro no se borraría nunca, y allí lo ven algunos, todavía.

Tras la derrota y la muerte, las cruces regaron el valle; Cajamarca se hizo San Antonio de Cajamarca. Brotaron templos y cementerios cristianos. Los cajamarquinos se dejaban bautizar. Enterraban en sepulturas a sus muertos, como les exigían los nuevos, pero en secreto liberaban los huesos y los depositaban en ventanillas de piedra en las montañas, como debía ser.

Cuando los descubrían, los sacerdotes quemaban los huesos al aire libre, en horrorosas fogatas, como lección y penitencia.

Para ellos, el fuego era el castigo del Mal: en un fuego inextinguible, el Infierno, ardían para siempre las almas condenadas por Dios después de muertos sus cuerpos. Para ellos, los conquistados eran criaturas sin alma y había que insuflarles una, con educación, trabajo y fuego.

Debían, antes que nada, enseñarles la historia de Dios y de su Hijo. La historia estaba contada en el objeto rectangular y blando que había arrojado al aire Atahualpa, precipitando su fin: un Libro sagrado que llamaban Biblia. Allí adentro estaba la Palabra de Dios, que explicaba a los hombres el origen y el futuro del Mundo, y sus deberes. El valle, que había pasado por las edades del cazador, del Fuego, del Agua, del Rayo y del Inca, entró, así, en la era del Libro.

La Palabra estaba dirigida a todos, pero no todos podían abrir el Libro con impunidad; sólo los que se habían consagrado a Dios, los sacerdotes. Estaba escrito en un idioma que sólo ellos, y nadie más, hablaba: el latín. Ellos eran los voceros: Dios hablaba en el Libro y ellos lo contaban al pueblo. Parecía simple pero, desde el principio, dio lugar a malos entendidos.

Tres días después de haber muerto en la cruz, decían los sacerdotes que decía el Libro, Jesús había vuelto a la vida y, antes de subir al Paraíso con el Padre, había prometido regresar para salvar, otra vez, a los hombres. Ese día, el del Advenimiento del Mesías, acabarían los sufrimientos porque ese día acabaría el mundo, que sería sometido al Juicio Final. Para los sacerdotes, aunque el Libro no lo aclaraba, faltaba poco.

El pueblo lo entendió de otro modo: el Libro anunciaba que el Inca Atahualpa resucitaría y todo volvería a ser bueno. La Tierra Prometida y el Paraíso Terrenal, de los que los sacerdotes hablaban porque hablaba el Libro, no podían ser sino otros nombres de la Tierra Sin Mal, del Paititi. Allí estaba la Morada del Inca; allí esperaba el momento de restablecer el orden perdido.

Pero al oír al pueblo mentar el Paititi, los conquistadores deducían que debía tratarse de una Ciudad de Oro, donde guardaban la mayor fortuna del mundo. Para ellos –y también para el pueblo– se encontraba en algún rincón profundo de una colosal selva cercana, la selva del Amazonas. Generaciones de hombres se perderían buscando el oro o el Inca en ese lugar mágico.

Cada uno se aferró más a su versión de la esperanza en los malos tiempos que siguieron. De Europa llegaron enfermedades devastadoras y un nuevo orden, en que la riqueza y la pobreza ya no se medían por la cantidad de familiares de un hombre, sino por el número de sus bienes. La vida se hizo muy dura. Por impaciencia o descreimiento, por la ilusión o convicción de que ya era tiempo, estallaron rebeliones. Pero no era el tiempo y el valle se cubrió inútilmente de sangre.

Conspirando en voz más baja, los vencidos mezclaron más al Dios de los cristianos con las Huacas, y a su sangre y su simiente con las del conquistador y sus hijos. Así nació algo nuevo: el Perú. Mil ochocientos veintiún años después del Nacimiento, los hombres y mujeres nacidos de aquellas mixturas libraron una guerra contra España, que hizo del Perú un país independiente y de Cajamarca una de sus provincias.

En un terco afán por descomponer su mezcla, los integrantes de la nación nueva se dividieron escrupulosamente según su pureza de sangre: los blancos, o descendientes de españoles, dominaron; los cholos, nacidos de la cruza, quedaron en medio; y por debajo dejaron a los indios, como llamaron desde el comienzo los conquistadores al pueblo sometido.

Varias luchas de poder se sucedieron y, con ellas, los gobiernos. Ninguna de estas luchas afectó el reinado del Libro. La Iglesia Católica, como se nombraba a la unión de los sacerdotes cristianos, habitualmente aliada de los blancos o ricos –ambas palabras se usaban para designar más o menos lo mismo–, imperaba sobre todos por igual.

Sin otro dios a la vista, la tierra del valle parecía más inalterable que nunca. La venta a Europa de excremento de aves marinas hizo a muchos soñar con un futuro de incalculables riquezas, pero a Cajamarca, tan lejos del mar, el sueño le resultó ajeno. Su falta de ilusiones se probó certera: luego de otras dos guerras, la miseria continuó. Una sucesión de militares se turnaron en el gobierno férreo del Perú.

Indiferente a estos estrépitos, Cajamarca vivía modestamente del cultivo, de las vacas y del queso. Ya tenía el telégrafo que transmitía mensajes lejanos, el cinematógrafo que replicaba imágenes de hechos ocurridos en el pasado y un diario que contaba lo que ocurría en el valle y en el mundo, pero se mantenía, en gran medida, aislada, porque las comunicaciones con el exterior se interrumpían con frecuencia por las inundaciones y el mal clima. El tiempo se precipitaba, devorando días, hacia el Juicio, pero ni la conciencia del inexorable Final conmovía lo suficiente. No había más sobresaltos que las peleas de borrachos.

Nada, sin importar cuán poderoso o sagrado, había permanecido inalterado en el valle; acaso se creyó, por simple letargo, que la Palabra duraría. Tales ilusiones se habían visto antes; una a una, se habían perdido.

En el año mil novecientos veintisiete después del Nacimiento y trescientos noventa y cuatro del imperio del Libro, Abigail y Alvaro Villanueva, dos campesinos del valle, dieron a éste un nuevo hijo, Segundo Villanueva. Nada había de especial o señalado en este nacimiento. Pero, en el breve o largo tiempo de su vida, Segundo se impondría una tarea tan extraordinaria que, de completarse, traería al valle un nuevo Advenimiento: intentaría descifrar, por sí mismo, el verdadero mensaje contenido en el Libro.

Esta es la historia de su empresa: de cuanto hizo, deshizo, causó, padeció y averiguó.

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