lunes, 11 de mayo de 2009

Joe Orton y el señor Sloane

Un Oscar Wilde plebeyo, un dandy de barrio bajo: así define Sebreli al autor de “Atendiendo al señor Sloane” –pieza que se representa en la Ciudad Cultural Konex–, asesinado cuarenta años atrás. La puesta le sirve al sociólogo para repasar la particular carrera del dramaturgo, heredero de la farsa y la sátira de costumbres del siglo XIX, que algunos emparentan con Harold Pinter y que llevó a los escenarios la vida de las clases populares. Pero no sólo eso: en el reciente estreno de una serie de obras, el columnista advierte, también, un regreso al teatro de texto.

Hace cuarenta años, Joe Orton fue asesinado a martillazos por su amante; la escena y los personajes parecían salidos del teatro de Orton. El “swinging London” de Carnaby Street, los hippies, el rock, el ácido lisérgico, la liberación sexual, anterior a la crisis económica, al sida y al ocaso de las utopías eran el aire del tiempo sin el cual Orton no hubiera podido escribir lo que escribió: “Todo el problema de la sociedad occidental hoy es que no hay nada digno de ocultar”, escribía en su Diario.

Sus éxitos no fueron fáciles. “Tuve que abrirme paso a golpes”, escribía Orton, reafirmando su calculada dureza, mezcla de encanto y crueldad, como él mismo la definía. Un duro que le dice al representante de Los Beatles cuando éstos faltan a la cita: “Quizá sea mejor que se busque otro escritor”. Una arrogancia fanfarrona para ocultar el fracaso de su intento para ingresar al establishment. Aun siendo famoso, seguía actuando como un marginal: “Yo soy arroyo y no lo olvides nunca porque yo no lo olvidaré”, dijo. Prefería a la vida social las orgías anónimas en la penumbra de los toilette-rooms de suburbio, esos “amores secretos” de vagabundo al que se refirió en uno de sus escritos.

La lectura del Diario publicado póstumamente, de la biografía de John Lair Susurro en tus oídos y la espléndida película del mismo nombre de Stephen Frears permiten conocer cómo Orton había asumido el papel de proscripto rebelde, libre de toda culpabilidad y de toda vergüenza, también cuánto le encantaba escandalizar y hasta dónde despreciaba el falso decoro.

El teatro de Orton es a primera vista inclasificable. Su realismo duro y su forma clásica de encadenar las situaciones –planteo, nudo y desenlace– lo alejan de la vanguardia de los años sesenta. Suele señalarse la influencia de su coetáneo Harold Pinter, pero Orton daba vuelta esa opinión observando las similitudes del segundo acto de Regreso al hogar con Atendiendo al señor Sloane, estrenada dos años antes. Tampoco se lo puede ubicar entre los Angry Young Men. Los antihéroes de John Osborne en Jóvenes iracundos –así se llamó a los jóvenes ingleses de esa generación– o en Recordando con ira eran unos inconformistas semiintelectualizados y melancólicos que protestaban contra la monotonía de la vida cotidiana y la mediocridad de la clase media, y fueron pronto barridos por los movimientos contraculturales de los sesenta. El ícono de los cincuenta, James Dean, demasiado tierno y angustiado, fue reemplazado por el ícono de los sesenta, Mick Jagger, duro, seguro de sí mismo, con aire perverso; también las angustias existenciales de la generación anterior se desvanecieron ante el revitalizado impulso erótico. El señor Sloane, joven y bello asesino que causó escándalo tan sólo por llevar pantalones de cuero muy ajustados –según lo indicaba el autor– y que no poseía otros medios para sobrevivir más que la sexualidad y la indiferencia por todo código, pertenecía a la generación de Mick Jagger. El amigo y asesino de Orton, Kenneth Halliwell, tenía también algo del señor Sloane.

El sentido del humor de Orton lo liberó de las angustias metafísicas del Teatro del Absurdo. A la vez, el delirio y la crueldad llevados al paroxismo en sus obras rebasaron los límites de la comedia negra a la manera de Arsénico y encaje antiguo, aptas para el público de Broadway o de Hollywood. Orton no era Joseph Kesselring pero tampoco Osborne ni Samuel Beckett ni Antonin Artaud; estaba, en cambio, más próximo a una vieja tradición inglesa de comedia de costumbres con ribetes satíricos y burlescos que se remonta a los siglos XVI y XVII con George Etherege, William Wycherley, John Vanbrugh y sobre todo William Congreve, llamado por Voltaire el “Molière de Inglaterra”.

La sociedad inglesa de la Restauración que, liberada de la dictadura puritana de Oliver Cronwell, se lanzaba a un de-senfrenado libertinaje quedó reflejada en la pintura de William Hogarth, en la ópera de John Gay y en el género teatral de la comedia satírica de costumbres. En esa época, se incorporaron al lenguaje cotidiano inglés los galicismos burlesque y ridicule. Tanto Etherege como Congreve se destacaban por un sentido excepcional de los diálogos con réplicas vivaces de un humor ácido. Asimismo, Congreve y Wycheley usaban la violencia verbal y el lenguaje obsceno, elementos que recuperarían después los cómicos de music hall. Esta modalidad teatral culminó en el siglo XVIII con La escuela del escándalo, de Robert Sheridan. Orton mencionaba elogiosamente en su Diario a Congreve y a Sheridan.

La herencia del siglo XIX

El viejo estilo inglés de la farsa y la sátira de costumbres fue retomado con nuevos procedimientos por Oscar Wilde hacia fines del siglo XIX –los llamados “the naughty nineties”. En especial La importancia de llamarse Ernesto reiteraba los mismos diálogos punzantes, epigramáticos y cínicos de los comediantes de la Restauración para burlarse de la aristocracia inglesa de la época victoriana.

Orton fue el heredero de esa tradición inglesa combinada con otras fuentes de variados orígenes, en muchos casos sólo coincidencias inconscientes: la picaresca, el esperpento, el grotesco, el gran guignol, Jean Genet, la novela negra, Ronald Firbank, la parodia de la tragicomedia isabelina.

A diferencia de la comedia inglesa clásica, que transcurría en los ambientes de la alta burguesía o de la aristocracia, el teatro de Orton incorpora los escenarios de las clases populares lindantes con el lumpen; fue un Oscar Wilde plebeyo, un dandy de barrio bajo. Atendiendo al señor Sloane muestra la decadencia de una familia de clase media baja en una casa simbólicamente edificada sobre un basural. La caricatura de los buenos modales y un decoro tan artificial que resulta ridículo ocultan la corrupción de los hábitos. Los personajes fantochescos son moralmente indiferentes o con una doble moral que oscila entre la hipocresía y el cinismo.

La explicación de ese estilo psicopático, tan acorde a una época de búsqueda de sensaciones y de negación del sufrimiento, tal vez se encuentre en una anotación privada de Orton: “No estaba tan seguro de mí mismo como me hubiera gustado y, por eso, adoptaba una actitud descarada y simulaba ser mucho más duro de lo que era en realidad. Afrontaba las situaciones con una actitud cínica e irónica porque así conseguía que no fueran tan dolorosas”.

La actual puesta de Atendiendo al señor Sloane en Buenos Aires –había sido estrenada en 1968, un año después de la trágica muerte del autor– suscitará sin duda el interés de nuevas generaciones de espectadores habituadas al llamado teatro alternativo o experimental y que rara vez asisten a representaciones de obras de texto. Alejandro Urdapilleta es un paradigma de esta evolución: surgido del espectáculo underground, se ha transformado en el gran intérprete de Shakespeare y de Orton.

El hecho de que en los últimos tiempos se hayan representado en los escenarios porteños El enemigo del pueblo, La muerte de un viajante, La profesión de la señora Warren, ¿Quién le teme a Virginia Woolf?, Los padres terribles, La gata sobre el tejado de zinc caliente y Atendiendo al señor Sloane revela que el público se está cansando de las experimentaciones parateatrales, de los vanguardismos convertidos en academia, a la vez que se revaloriza la “pièce bien fait” y se busca lo nuevo en el, hasta ayer, denigrado teatro de texto.

Juan José Sebreli
Diario Perfil.com

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