lunes, 4 de mayo de 2009

Isabel, la mejor discípula

El sábado 28 de marzo de 1970, cuando llegaban a su fin mis cuatro días de conversaciones con Juan Domingo Perón, en los que el exiliado de 75 años me permitió grabar la historia de su vida, me atreví por fin a formularle la observación que había tenido todo el tiempo en la punta de la lengua: "¿Se da cuenta, general, de que Evita está ganándole la batalla de la historia?". Tal como lo esperaba, Perón se encrespó. En la grabación se lo oye golpear su escritorio de la quinta 17 de Octubre, situada en las afueras de Madrid. Las tazas de café tintinean, las cucharitas vuelan por el aire. El tiempo no ha borrado el disgusto de Perón, que está todavía allí, en las cintas.

El viejo general no podía pasar por alto el desafío: "Eva fue un producto mío", dijo con voz ronca. "Yo la preparé para que fuera lo que fue. En la mujer hay que despertar las dos fuerzas extraordinarias que son la base de su intuición: la sensibilidad y la imaginación. Cuando esos atributos se desarrollan, la mujer se convierte en un instrumento maravilloso de la voluntad del hombre. Claro, es preciso darle también un poquito de conocimiento. De otro modo, no sirve ni para los menesteres".

Un par de veces durante cada uno de esos días me crucé en la quinta de Puerta de Hierro con Isabel Martínez, con la cual Perón se había casado el 5 de enero de 1961 en la iglesia de la Virgen de la Paloma, en Madrid. Se movía con discreción, como un fantasma frágil, y las únicas palabras que le oí fueron: "¿Quieren café o té los señores?", siempre con el mismo tono neutral y monocorde. En una de esas ocasiones, José López Rega -que hasta 1969 había sido una figura invisible en la vida doméstica de la quinta y que al año siguiente ejercía un control abusivo sobre los movimientos del matrimonio- interrumpió nuestro diálogo exhibiendo una enorme foto de Isabel, en la que ella aparecía llorando durante una ceremonia en la que había representado al marido, días atrás. "Vea, general: esta sí que es una mujer hecha y derecha. De acero para obedecer sus órdenes y llena de ternura cuando se le tocan los sentimientos". Era una alusión clarísima al carácter intransigente de Evita, a la cual Perón acababa de llamar "fanática y sectaria, incapaz de transar con lo que no es peronista".

Poco antes de despedirme, del viejo caudillo, aquel sábado de 1970, le pregunté, ya en entre los árboles del huerto delantero, si su esposa estaba preparada para tareas más arduas que las del exilio. "He tenido muchos discípulos en la vida", respondió. "Ninguno ha llegado tan lejos como Isabel en el aprendizaje de la conducción. En cada tarea que le he encomendado ha hecho las cosas muy bien. Tiene inteligencia e instinto, y a mi lado ha ido adquiriendo una habilidad para mandar mejor que la de los políticos profesionales".

Cuando Perón la eligió como su vicepresidenta, en 1973, le quedaban sólo diez meses de vida. Confiaba en Isabel a ciegas y pedía con frecuencia su consejo. Sabía exactamente lo que significaba abrirle un espacio en la fórmula presidencial. Sería una mujer dócil, obediente, que haría lo que le dijeran al pie de la letra.

No contaba con que López Rega estaba allí y que tenía sobre la esposa la influencia de un sumo sacerdote. Perón trató de educar a Isabel con la razón. López Rega lo hizo a través de la fe. El mayordomo, astrólogo y secretario del viejo general era tan seguro de sí y de sus artes esotéricas que no ocultaba nada de lo que pensaba. En julio de 1972 le oí decir que "si para educar a los argentinos tiene que correr sangre, entonces derramaremos sangre". Perón, que también estaba allí, asintió. "Si no lo hacemos nosotros lo harán otros", dijo. "Yo perdono siempre a los infiltrados y a los traidores. Pero los que me siguen no perdonan jamás."

Quién sabe si Isabel Perón recordaría esas historias cuando Interpol la arrestó el 12 de enero en su casa de Villaviciosa de Odón, un suburbio situado a treinta kilómetros al oeste de Madrid. Vivía allí desde 2001, resuelta a no dejarse molestar por las turbulencias del pasado. Todos los que habían compartido el poder con ella ya estaban muertos. Su paso por la política había sido una sucesión de fracasos. No se podría decir que era inocente, porque aprobó todo lo que se hacía en su nombre: las represiones, las muertes, el decreto de aniquilación. Durante los veinte meses de su desastroso gobierno -legítimo, pese a todo- hubo más de ochocientas desapariciones y unos quinientos asesinatos. López Rega contribuyó al horror de esas estadísticas, pero Isabel lo dejó hacer y protegió su poder siniestro mientras el delirio de los crímenes crecía. Es imposible saber ahora si Perón habría aprobado la amplitud de tanta barbarie. Pero está claro que sin él nada de eso habría sucedido. Perón creó los monstruos y los dejó sueltos en una Argentina confundida.

Cuando decía en Madrid que ningún discípulo le había salido tan bueno como su esposa pasaba por alto las boberías de Isabel durante la llamada Operación Retorno, el fallido intento de Perón de regresar a la Argentina desde España, el 1º de diciembre de 1964. Ella convenció entonces al general que saliera desde la quinta 17 de Octubre hacia el aeropuerto de Barajas escondido en el baúl de su automóvil Mercedes Benz. Creía sin vacilar -y así lo dijo- que, cuando Perón volviera, ella sería más grande que Evita.

En 1965, Isabel regresó a Madrid desde Buenos Aires, después de una travesía vicaria sin pena ni gloria. Al partir declaró a la prensa en el aeropuerto: "Voy a ver a mi esposo, a quien en todo este tiempo no he podido visitar. Volveré tan pronto como me sea posible. Viajan conmigo mi secretaria Luisa Valle y el escritor [sic] José López Rega". Ya entonces había caído bajo la seducción de lo esotérico, en un reino astral donde no hay bien ni mal, sólo expiación y culpa.

Es difícil decir si fue sólo una viuda embriagada por el poder o una crédula que no conocía sus límites. Aunque el 12 de enero estuvo detenida sólo cinco horas, negándose a que la juzguen en la Argentina, los crímenes de que la acusó un juez federal de Mendoza -la desaparición de un joven y el secuestro de un menor- son apenas guijarros de la avalancha sangrienta que se padeció durante su gobierno.

Si Isabel es responsable, no es la única. Algo del bien que le enseñaron lo aprendió mal, o quizá aprendió demasiado bien el mal que le enseñaron.

Tomás Eloy Martínez
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