domingo, 10 de mayo de 2009

El último ladrón romántico

A los 7 años se convirtió en un chico de la calle. Y después se hizo ladrón. Pasó treinta de sus cincuenta y tantos años en la cárcel. Hoy dice que la cultura es la salvación de las personas y ansía escribir un libro. Con ustedes, Pedro Palomar, el hombre que inspiró al personaje de Nueve Reinas.

Quiso la casualidad que el apellido del protagonista de esta historia fuera el mismo que el del cronista, circunstancia que llevó al doctor Federico Stolte, defensor oficial de la Defensoría Contravencional N° 3 del Poder Judicial de la Ciudad de Buenos Aires, a llamar a la redacción de LNR para averiguar si existía algún parentesco con su defendido, que cumple una condena por robo en el penal de Olmos.

La charla, lejos de terminar con las explicaciones sobre la ausencia de parentesco, continuó en otra dirección. Poco a poco, Stolte, que además de abogado es psicólogo social, fue desgranando la increíble vida de Pedro Palomar, "un hombre de unos 55 años que, entre tantos pesares, encima carga con la cruz de no estar totalmente seguro de la edad que dice tener ni de que su apellido sea ése".

La curiosidad por la historia de Pedro hizo que al cronista se le abrieran caminos que lo conducirían hacia escenarios casi exclusivos del cine o de la literatura. Pero nada era ficción; todo pura realidad. "Si sumamos todas las veces que fue encarcelado por distintas causas -cuenta Stolte-, Pedro ha pasado más de la mitad de su vida preso; casi no hay instituto de menores ni cárcel en la Argentina en la que no haya estado. Y siempre por lo mismo: estafa, hurto, robo, defraudación. Pero jamás lastimó a nadie, ni disparó un arma contra alguien ni secuestró a ninguna persona. Nunca se lo procesó por hechos de sangre. Lo único que hizo toda su vida fue robar, robar a la antigua, con códigos que ya no existen. Como alguna vez él me dijo -y sin que esto deba interpretarse como una justificación y mucho menos una virtud-, es un ladrón romántico."

La relación entre Federico Stolte y Pedro Palomar avanzó más allá de lo jurídico. Una carta que Pedro le envió a su defensor en diciembre de 2005 muestra claramente por qué su historia merece ser contada. Desde la cárcel, Pedro escribió:

"... Le parecerá raro que un detenido le envíe una carta de este tenor, pero no puedo negar que muy a pesar mío soy un tipo especial. Será por la vida que me ha tocado en suerte, pero no reniego de ella, puesto que es la única que tengo aprendida. No reniego de ella; por el contrario, la tengo perfectamente asimilada. Sin embargo, estoy un poco cansado de huir hacia dentro de mí. Creo que ya es hora de ser un hombre de bien. Toda mi vida fui un marginal, pasé por todas las etapas de la carrera delictiva y en ninguna de ellas me sentí a gusto. No encontré la paz. ¿Será que nunca he puesto mis ojos en ella? ¿Será porque acepté sin remilgos esa suerte de dogma social que indicaba siempre hacia el sur de las cosas? ¿Será por el estigma de ser pobre y sólo hizo que me autocondenara?

"Tengo secretos inconfesables respecto a mis sentimientos sociales. Es más: creo que soy un antisocial por convicción, decisión y elección.

A veces creo que en el fondo de toda esta estúpida vida que me tocó, tengo razón en mi decisión. A veces creo que no me equivoqué.

"Amo la vida. Jamás disparé contra nadie. Ni siquiera amagué con herir a otra persona. Soy un romántico. Actué siempre de chico malo y sin querer me creí el personaje que interpretaba. Luego, me fue imposible volver atrás. Comulgué y creé códigos tan estrictos y rígidos que, hoy por hoy, hasta a mí me asombra. Viví una eterna filosofía de vida paralela: inventé un mundo. Un laberinto. Y un día allí estaba usted, mirando un camión celular que me transportaba. Nadie hace eso. A nadie le importó jamás eso.

"Principio del final de un laberinto? Estoy creyendo que es el otro laberinto, otro más duro, más real, más duro y vivo.

"No estoy loco. Y si lo estoy, bendito sea yo porque significa que he ganado mi parcela en el cielo. Solo espero que ese cielo no sea un invento mío, sino la creación de quien le corresponda inventar cielos."

Stolte cuenta que lo más parecido que ha visto a la charla que un defensor puede tener con su asistido en su celda, en intimidad, es una sesión de análisis con un psicólogo o la confesión ante un sacerdote. "En las tres situaciones hay algo en común, una especie de ritual, que es necesario para lograr la empatía, transferencia, arrepentimiento, el nombre que la ocasión indique. Esto no me lo enseñó la facultad, ni lo aprendí en Tribunales. Hace varios años empecé a visitar las cárceles de Devoto y de Caseros, de tarde y de noche, y ahí me di cuenta de que me estaba perdiendo algo que no había visto ni sentido en el ejercicio de la profesión como abogado, ni tampoco como funcionario judicial. Aquella experiencia me sirvió para darme cuenta de la razón que tenía el prestigioso jurista italiano Francesco Carnelutti, en Las miserias del derecho penal, cuando decía que «el preso es un desgraciado, un necesitado, a quien lo más importante que puede ofrecerle su defensor es la amistad». Nosotros lo visitamos a Pedro cada quince días, más o menos. Yo le he llevado varios libros clásicos de literatura, y él me ilustró sobre cuáles son los libros más leídos en los penales. Pedro es una persona tan particular, que me ha dicho que él no es como los demás, en el sentido de reprocharle cosas al servicio penitenciario, porque ha estado detenido 30 años y todo lo que vivió, lo vivió con ellos. Desde muy pequeño, además, construyó su mundo con las únicas armas que la vida le puso a su alcance: la calle y el sentido de supervivencia."

Y aquí está el nudo de la cuestión. Para algunos, un ladrón es un ladrón y nada habrá que justifique su conducta. Para otros, esa conducta obedece a las enseñanzas -malas o nulas- recibidas en su primera infancia. Habrá quien lo condene sólo por el hecho de no estar dentro del sistema. Habrá que preguntarse, del mismo modo, por qué el sistema lo excluyó. Y habrá, también, quien acepte la existencia de cierto romanticismo (si por romántico se entiende, en este caso, respetar la vida humana) en el ancho y oscuro escenario del delito.

Empujado por las circunstancias, Pedro se construyó a sí mismo. Es lo que es, y no, seguramente, lo que había soñado ser.

Identidad

Corrientes, un impreciso día de verano, hace unos cincuenta años.

Feliz y despreocupado, un niño de alrededor de seis años juega con otros niños entre los verdes pastizales de una isla de los esteros del Iberá mientras los mayores, hombres y mujeres, atienden sus quehaceres. Entre ellos están los Laguna. Nada extraordinario podía suceder ese día; ni siquiera el insoportable calor húmedo habría de merecer comentario alguno de ninguno de los habitantes del rancherío, gauchos puros todos ellos.

Pero algo iba a suceder. A lo lejos, y en lo peor de la asfixiante tarde, los niños divisan dos personas en una canoa que avanza lentamente hacia ellos. Al tocar tierra, una mujer de rasgos delicados, pelo largo y rubio y vestida con una pollera blanca estampada, camina con paso rápido y firme hacia uno de los niños, que la estaba mirando, embelesado. Después de abrazarlo y besarlo, la mujer le dice, en guaraní: "Hola Pedro. yo soy Angeles, tu mamá".

Angeles Mancuello, que había entregado a su hijo recién nacido al cuidado de los Laguna, volvió a la isla seis años después para llevárselo. Pedro, que hasta ese momento creía que los Laguna eran su familia, cuando para todos en la isla era simplemente el Peti, se iría caminando de la mano de una mujer rubia hasta la canoa que los esperaba. Nunca nadie le había explicado nada.

Sin saberlo, el Peti, ahora Pedro Palomar, inició ese día un camino tortuoso que marcaría su vida para siempre. El comienzo del laberinto.

Cárcel de Olmos, otoño de 2007

En la celda de Pedro, de dos por dos y medio, hay una cama marinera, dos banquetas de plástico, una pequeña mesa, un calentador eléctrico y una tabla sobre el inodoro sin tapa que a veces sirve de tercer asiento. Sobre la cama de arriba hay algunos diarios, una pila de libros y una docena de CD de música clásica. De la cuerda de nylon atada a dos clavos en una de las paredes cuelgan un par de camisas, algunas medias y una toalla. La puerta de la celda es de madera y cuatro barrotes cruzan una ventanita que da al patio exterior.

La Unidad 26 del Servicio Penitenciario de la Provincia de Buenos Aires, que forma parte del complejo carcelario Olmos, es un penal que aloja a unos cien reclusos beneficiados por el régimen de semilibertad. Los detenidos pasan sus días en esos calabozos, que son como pequeñas piezas de material pintadas de blanco, levantadas a ambos lados del patio interior que comunica con otro, mucho más grande y de tierra.

"Yo me crié entre gauchos auténticos. Con ellos aprendí el guaraní, el único idioma que conocí hasta casi mi adolescencia; y también aprendí a vivir de acuerdo con su propia filosofía de vida, la de los arandú, que significa "sabiduría". Es una forma de vida opuesta a la que conocemos en la ciudad, con otros valores y con absoluta libertad. Hasta que mi madre me arrancó de lo que para mí siempre había sido mi única familia, yo vivía libre y feliz. ¿Por qué le cuento esto? Porque esa breve etapa de mi infancia es el único registro de cosa cierta de mi vida. Ni siquiera estoy seguro de que Palomar sea mi verdadero apellido ni que mi edad sea la que creo tener. Como sea, mi primer documento lo tuve recién a los 33 años."

Pedro cuenta que su madre le relató que era hijo natural de un hombre con ese apellido. Luego, conoce a la segunda pareja de su madre, un inspector de escuelas llamado Wenceslao Galantini. "Al poco tiempo de casarse mi madre, este señor Galantini muere. Y vuelve a casarse, esta vez con un jugador de fútbol llamado Numa Rosetti, que moriría en Buenos Aires. Por ese tiempo vivíamos en Barranqueras, pero a raíz de una gran inundación que hubo allí mi madre y su marido decidieron venir a Buenos Aires. Esto habrá sido en 1958, y yo tendría unos siete u ocho años, por ahí. Salimos de Resistencia. El tren nos dejó en la estación Saldías, y de ahí teníamos que ir a lo que hoy se conoce como la Villa 31, en Retiro. Recuerdo que Saldías era un mar de gente, y empezamos a caminar rumbo a la villa. Hasta que, en un momento, yo y dos gurises más empezamos a correr y a alejarnos poco a poco de mi madre, hasta que terminamos en el subte de Retiro. Yo estaba nada más que con un pantaloncito corto de color negro. No tenía zapatillas ni remera. En un momento, los gurises agarran para otro lado y yo me quedo solo. No sé cómo, pero la verdad es que me subí al subte. Y me perdí. Para peor, no hablaba ni media palabra de castellano. No volví a ver a mi madre sino hasta muchos años después. Cuando el subte se detiene en una estación un policía se me acerca y quiere agarrarme del brazo. Yo me tiro a las vías y salgo corriendo por el túnel, en medio de una gran oscuridad. Corrí en la oscuridad hasta que a lo lejos logré ver la luz de la otra estación. Cuando salí del subte, otro policía me agarró. Me llevó a la comisaría y de ahí terminé en un convento de la Recoleta. Pero yo me escapaba. Hasta que los jueces de menores empezaron a mandarme a hogares sustitutos. Así conocí muchos hogares de Recoleta y Barrio Norte, con gente que siempre me trató muy bien, pero que no nos entendíamos. Y me escapaba. Porque a pesar de que ahí tenía comida y abrigo, quería volver con los gauchos. Buscaba mi libertad. Así viví durante dos años, hasta que un buen día, en la calle, me hago amigo de Huevito López."

Sin amigos

En un momento de la charla -en la primera de los cuatro encuentros a lo largo de tres semanas-, Pedro hace un gesto, lo mira fijo al cronista y dice como si quisiera despejar la más mínima duda acerca de por qué lleva la vida que lleva: "Yo me crié entre marginales, siempre: gran parte de mi infancia, toda mi adolescencia, toda mi juventud y casi toda mi etapa de adulto. Es más: no tengo ni un solo amigo que sea honesto. Hoy, la única persona honesta con quien estoy empezando a tejer una amistad es el señor Stolte, después de más de cincuenta años de vida".

Huevito lo lleva a vivir al viejo Mercado de Abasto. Al llegar al segundo subsuelo, estalla ante sus ojos un ejército de pibes, casi todos de entre ocho y doce años, y que estaban en la misma situación que él: huérfanos, abandonados, víctimas de abusos... Un mar de soledades compartidas en una enorme ranchada.

"Huevito -era peladito y tenía la cabeza medio ovalada-, que tendría unos diez años, era nuestro líder. Era muy ducho en el tema de la calle. Nos enseñaba a ser unidos y a defendernos, principalmente de los degenerados. Todos éramos uno solo, como una jauría. Y no importaba el nombre, se decía ranchito: hola ranchito, cómo andás ranchito, y así. Teníamos códigos de hierro: no ser ortiva, pelear mano a mano y no robarnos entre nosotros. Ese fue mi primer refugio. ¿Los sueños? No, era el día a día; cuando sos ranchito no tenés ambiciones. Proyectos empecé a tener de grande, en la cárcel, y siempre pasaban por el robo y conocer el mundo. Era tener los mejores autos, la mejor ropa, las mejores mujeres. De chico era sólo sobrevivir. De día, los puesteros nos daban fruta a cambio de limpiarles los puestos; de noche, nos arreglábamos con los tachos de basura, buscando qué comer, arrebatando. Huevito fue quien me avivó de lo que era Buenos Aires. Ahí empecé a amar la noche de Buenos Aires; no así el día: la noche es libertad, y el día, sinónimo de policía. De a poco me fui haciendo un animal nocturno, un predador.

Animal nocturno

Nunca más justa la descripción que hace Pedro de sí mismo. Un animal nocturno, un niño de apenas 7 u 8 años que empezó a desarrollar tempranamente sus sentidos para no ser devorado por una ciudad hostil, indiferente a sus pesares. "Siempre tuve la sensación de ser un fantasma. Pasé por las calles de la vida como mejor pude, y no siento demasiado orgullo por ello. Mi vida entera transcurrió fuera de eso que llamamos sistema. Y el sistema, que me excluyó, me aplastó. Tal vez por mi culpa, no lo sé. El sistema me convirtió en víctima y victimario, pero lo que el sistema no logró es enseñarme a odiar. En algunas de las cárceles que me tocó estar, que más que cárceles eran loqueros, hice valer mi calidad de NN y la habilidad innata de ser nada para serlo todo."

Pedro conoció casi todos los institutos de menores de la Capital Federal y de la provincia de Buenos Aires. "En esos lugares impera la ley del más fuerte, y también las alianzas y las uniones por conveniencia. Lo digo porque un pabellón, tanto en un instituto como en una cárcel, es como un país: hay estratos, hay clases, hay leyes, hay códigos, hay formas, hay modos, y hay que amoldarse al medio para ser dominador; de lo contrario, uno deja su vida y su dignidad ahí. Yo lo que tenía era una audacia rayana en la locura."

De códigos y secretos

En una de sus tantas entradas a los institutos de menores, una asistente social le informa que, al fin, había podido ubicar a su madre. Pedro tenía 14 años. Juntos, entonces, van a su encuentro. Angeles Mancuello vivía en una pocilga de chapa y madera de Villa Fiorito. Pedro se planta delante de ella. Y la descubre abandonada y borracha. "Yo acá no me quedo ni loco", le dijo a la asistente social. Y remató: "Prefiero vivir en la calle, con mis ranchitos, antes que esto".

Por esos tiempos, Pedro frecuentaba la zona de Recoleta, lugar que iba a marcar con fuerza varios años de su vida.

"Yo era un bicho del Abasto pero que vivía en Recoleta. A medida que iba creciendo, me iba alejando cada vez más de los ranchitos. Y como en Recoleta me conocían casi todos, siempre terminaba allí. Por esos años ya no tenía tantas ganas de volver a los esteros. Es que la calle y la noche me fueron formando. Aprendí mucho con esa gente. Fueron los maestros que nunca tuve."

-Pero su condición de ladrón no se modificó. -En realidad, yo empiezo a ejercer de lleno mi oficio de ladrón a los 18 años. Pero aunque no lo diga para justificar mi estúpida vida, debo decirle que nunca disparé un tiro para matar, nunca herí nadie. Eso se lo debo a esa gente que me enseñó el respeto por la vida.

-¿Cómo era usted como ladrón? -Era muy astuto. Tenía dos cualidades: saber escuchar y observar. A mí no se me escapaba absolutamente nada. Yo me he pasado la existencia radiografiando personas. Y eso me salvó la vida muchas veces, porque después conocí cárceles. Y en las cárceles hay que ser muy rápido mentalmente, muy inteligente. El gordo Valor me dijo una vez que los mal educados tienen pocas posibilidades de sobrevivir en una cárcel. Es que acá hay valores, hay códigos. Aunque hoy ya no tanto, porque hay una invasión de sátrapas que dio el hampa. Mire, antes no se masacraba a los ancianos ni se violaba a nenitas de cuatro años. Era un deshonor.

-Si Huevito fue el que le enseñó los códigos y secretos de la calle, ¿quién le enseñó a robar? -Fue el negrito Díaz. Lo conocí cuando empezamos a relacionarnos con otras banditas de Plaza Miserere, de Retiro, de Constitución. El me decía: "Mirá, observá, despertate. Y preguntate: ¿Por qué esa señora tiene la cartera contra su pecho? ¿Por qué ese tipo camina tan rápido? Mirá todo. Tenés que mirar las marcas de los relojes; si los zapatos son buenos; si la ropa es de marca.

-¿Y cómo era el negrito Díaz? -Fuimos amigos, pero con el tiempo nos hicimos encarnizados enemigos porque él era cruel y yo no. Yo a esas alturas ya había conocido lo que era el buen vivir. Ellos, en cambio, querían vivir en la villa, como rateros de cuarta. Para ese tiempo, yo, que tenía unos 17 años, me había puesto en pareja con Elvira, una artesana, y vivíamos en su departamento de Recoleta. Cuando tenía que juntarme con la banda, los tenía que ir a buscar a Villa Sapito, y eso no me gustaba. Hasta que me aparté para siempre del negrito Díaz.

-¿Qué pasó después? -Después de lo de Elvira, vino Marta, una mujer casada., que se separó por mi culpa. Era un ama de casa como tantas, y terminó convirtiéndose en pistolera. Salíamos a robar por los caminos del país, como Bonnie & Clyde, aunque sin la violencia de ellos. Una vez nos encarcelaron en Río Gallegos, pero yo tenía un abogado "sacador" que enseguida nos sacaba de las cárceles.

-¿A Marta la volvió a ver? -Lo último que supe de ella es que se había ido a vivir a la Patagonia.

-¿Y qué fue de la vida del negrito Díaz? -La policía lo mató en un enfrentamiento.

La biblia tumbera

Cada vez que un compañero de pabellón ingresa en el calabozo de Pedro, lo hace pidiendo permiso. "Permiso, Pedro. ¿tiene algún diario?". Y cada tanto, también, alguien entrará para ver si necesita algo: "¿Le traigo azúcar, Pedro?".

No es casualidad tanto respeto. Como en ningún otro lugar, la "biblia tumbera" (reglas y normas que rigen la vida carcelaria de los presos) es el primer libro no escrito de los reclusos.

Ellos saben todo de él; él sabe todo de ellos. Es que en las cárceles, cualquiera que sea de ellas, hay chorizos, cañeros, maracas, garompas, mulos, judas, parias, cuchillos largos, violines, punguistas, rufianes, primarios, sogueros, águilas, logis, batidores, soldados, rastreros, solitarios. Definiciones que entrega el diccionario tumbero para entender que en el submundo carcelario hay ladrones de poca monta, asesinos, homosexuales, líderes que manejan grupos, internos sometidos a la servidumbre en su pabellón, soplones, presos que jamás reciben visitas, presos de extrema violencia, violadores, carteristas, proxenetas, presos sin experiencia carcelaria, verseros, presos que acechan a homosexuales, giles, delatores, presos sometidos a la voluntad de otros, presos que roban a otros presos y presos que jamás se juntan con nadie. Pedro los conoce a todos. Eso lo convierte en líder. Su historia, su conocimiento del vasto mundo del hampa, esos treinta años de calabozo, su mirada de láser, su figura encorvada y su hablar suave pero firme, lo distingue entre miles.

-Se dice que un preso está encorvado por la cantidad de años que ha pasado entre rejas. -Sí, un poco es así. Es la manera de aparentar, de mostrarse sufriente, pero no sumiso. Si está encorvado es porque pasó años de calabozo. Aunque también es una forma de ser tumbero.

-¿Cómo funciona el hampa en la Argentina? -En muchos países, el ambiente del hampa está manejado por los narcotraficantes; acá está manejado por los "ladrones de caño", es decir, a mano armada. Los que tienen el dominio de las cárceles en el ambiente del hampa son los cañeros. A la vez hay distintos tipos de cañeros: están los que roban un quiosquito hasta los que roban un banco. Después están los estafadores, los punguistas, los escruchantes. Y las salideras de bancos, en las que están asociados los ladrones con gente del propio banco, o con policías, que avisan quién va a retirar montos altos de dinero. No le veo astucia ni honor a ese palo, a esa forma de robar. Es mejor que el ladrón sea ladrón y que el policía sea policía. No me gusta la mezcla.

-¿Cuál fue su mejor época de ladrón? -Fue en los tiempos previos al gobierno de Alfonsín. En 1982 robé tres bancos Ala. Me hice de 27.000 dólares que me sirvieron para vivir nueve meses en Europa.

-Bueno, al menos pagó el pasaje de avión. -Yo no diría tanto. La verdad es que me relacioné con un importante dirigente de Boca, gracias a que era el amante de una hermanastra mía, y así pude viajar con ellos a España, para el Mundial. En ese tiempo también conocí a José Barritta, El Abuelo, que fue jefe de La 12, la barra brava de Boca. Barritta, el dirigente aquél y yo terminamos haciendo un buen grupo.

-¿Y cómo le fue en Europa? -Yo viajé a Madrid porque quería robar joyerías. Allá tenía direcciones de algunos ladrones argentinos, amigos míos, que se habían radicado en España. También tenía direcciones en Alemania y en Francia. Yo llevé 27.000 dólares, pero había declarado 3000. Esos 3000 dólares se los tenía que entregar a Jorge Villarino, que estaba preso en Madrid. Me otorgaron una visa por un mes, pero me quedé nueve. En Sevilla me contacté con una banda de gitanos, pero no conseguí compañero de aventuras. Es que en Europa el hampa está manejada por mafias y tienen códigos muy distintos de los nuestros.

-¿Entonces? -Me dediqué a vaguear. Y conocí el casino de Montecarlo. Pero nunca tuve suerte para el juego. Eso sí: me producía muy bien, tipo James Bond: impecable traje negro, moñito, un whisky en la mano, un puro en la otra. Pero la pinta no me hacía ganar dinero. Después de vaguear por ahí sin haber podido robar ni un anillo, en Sevilla me atropella un camión y termino internado en un hospital. Y, claro, ahí descubren que yo estaba ilegal y me deportan a la Argentina.

La cultura te salva

Lo que siguió fue una época de bonanza: los años más productivos en su condición de ladrón y estafador. "Me llovía la plata. Vivía casi a cuerpo de rey. Y compraba autos cero kilómetro como si comprara una camisa.

-¿Nunca se le ocurrió trabajar? -Es que en este país un obrero no vive bien. Podrá vivir dignamente... Desde un punto de vista muy optimista, aclaremos.

-¿Cuáles son sus parámetros de dignidad? -Al momento que estoy robando, sé que estoy perdiendo la dignidad. Hoy lo sé, a los cincuenta y pico de años. No tuve una educación, una familia que me inculcara valores. Jamás pisé una escuela. Quizás hubo algún intento alguna vez, pero no me di cuenta.

-Pero algo pasó en su vida que hizo que usted cambiara. -Sí. El acceder a cierta cultura produjo cambios importantes en mí. El saber produjo esos cambios. Me di cuenta a través de la lectura.

-Y surgió la idea de escribir un libro. -Tengo intuición y agudeza. Si a eso le sumo lo que he vivido tanto en libertad como en las cárceles, creo tener material para escribir y tratar de vivir de lo que escribo. Yo pretendo que mi libro arranque una sonrisa, y en lo posible también una reflexión. "No habrá un libro inconcluso" es el título que le puse, pero todavía no he logrado contactarme con algún editor.

-¿Qué es lo que más pesa en usted?, ¿el arrepentimiento o la lamentación? -Lo que lamento es haber tardado tanto tiempo en darme cuenta de que todo lo que hice estuvo mal hecho. Pero. ¿qué gano con decir que estoy arrepentido? Lo único que gano es que me tengan lástima, y si hay una cosa que me da repulsión es la lástima. No me basta a mí con pedir perdón. A mí lo que me sirve es proyectar una idea que les sirva a los jóvenes, que comprendan que la única salvación es el saber. Si a uno no se le da la oportunidad de acceder al saber, está todo perdido.

Pedro fue procesado diez veces a lo largo de su vida, totalizando treinta años de prisión. Pasó por los penales de Eldorado, Gualeguay, Córdoba, Resistencia, Rawson, Río Gallegos, Corrientes Sierra Chica, Caseros, Devoto y Olmos.

Saldrá en libertad en agosto de 2008, cuando complete cinco años de condena por su último robo.

Jorge Palomar
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