lunes, 11 de mayo de 2009

Demoliendo hoteles

El jueves 5 de septiembre de 1957, el crítico Gilbert Millstein pronosticó en las influyentes páginas de The New York Times que En el camino (On the Road), publicada en esos días por Viking Press, se convertiría en el equivalente de lo que Fiesta, de Ernest Hemingway, había representado para la “generación perdida”, los escritores norteamericanos (Scott Fitzgerald, Ezra Pound, el propio Hemingway) que vivieron en Europa, pululando alrededor de Gertrude Stein.

El libro sería la nueva Biblia de la joven camada de beats (“golpeados”, entre otras traducciones posibles), que hasta ese momento había erosionado la plácida imagen de la vida cotidiana de la próspera “era Eisenhower” de modo subterráneo. Con el libro de Kerouac, salía explosivamente a la luz. En los años siguientes pasaría de ser un grupo creador entrecruzado por lazos personales y sentimentales a habitar repetidamente las páginas y las imágenes de los medios masivos.

En la tapa de la novela, una fotografía de Kerouac, rudo, pensativo, sin afeitar, con un crucifijo colgado del cuello, prometía una nueva mirada narrativa sobre la realidad norteamericana. Tenía la suficiente dosis de distanciamiento: era de familia franco-canadiense, y en otro libro diría de sí mismo: “Soy canadiense, no aprendí a hablar en inglés hasta los cinco o los seis años de edad, a los dieciséis hablaba con cierta dificultad y en la escuela era un desastre”. En el camino había sido recomendado a la Viking Press por un especialista en la anterior “generación perdida”: el crítico Malcolm Cowley.

Jack. Jean-Louis Lebris de Kerouac nació el 12 de marzo de 1922 en Lowell (Massachusetts). Habló sólo en francés hasta los 7 años. Fue jugador de fútbol americano, y marinero de la Marina Mercante (1942-43). Tuvo trabajos diversos atendiendo garajes, haciendo periodismo deportivo y como guardafrenos en el Southern Pacific Railroad de San Francisco (1952-53). Se casó tres veces y tuvo una hija, Jan Michelle Hackett. En Columbia conocería a William Burroughs y Allen Ginsberg. En ese entonces, Kerouac era visto sobre todo como un resistente jugador de fútbol americano. Alguien de la época recordó que chocar con él en el juego era como darse contra una pared de ladrillos. Después de una breve experiencia marinera, pronto absorbió la división que le gustaba hacer a su amigo Hal Chase entre la intelectualizada novela europea y la robusta literatura americana: Melville, Theodore Dreiser y, sobre todo, Thomas Wolfe y sus viajes frenéticos que cruzaban América tratando de entregar lo registrado sin recortes, en masas de palabras enormes. Desde esa juventud cargada de experiencia y riqueza hasta su muerte, la relación vida-literatura fue indestructible: según James Campbell, ya entonces “quería que una novela real de Jack Kerouac se transformase en una imaginaria de Wolfe y Melville, para poder situarse en ella como personaje”. El contacto eléctrico y salvaje, la visión encarnada de lo que quería, fue Neal Cassady, un generador de energía, sobre todo física, inmediata, veloz para todos los beats, aunque no pudo producir él mismo esa literatura que tan bien solía inspirar en otros, sobre todo en Kerouac.

Jack tenía una memoria prodigiosa sobre su infancia, y la capacidad necesaria para recrearla literariamente. Lo descubrió en El pueblo y la ciudad, una novela inicial convencional, que no pronosticaba el sacudón de En el camino y su larga secuela múltiple, a partir de Los subterráneos. Otros poetas o creadores lo admiraban por su velocidad para mecanografiar: cuando murió, tempranamente, el 21 de octubre de 1969, dejó resmas enteras de diarios, cartas y apuntes sobre sus búsquedas en el budismo (cuatrocientas páginas tituladas Algo del Dharma, publicadas recién en los años 90).

Firmó como John Kerouac su primera novela, de estilo pausado y minucioso. Terminó por plantearse un extenso libro en varios tomos, al estilo de Proust, con una poética de espontaneísmo puro, que dejara fluir sin trabas el pensamiento, las sensaciones y el lenguaje. Había una contradicción entre ese proyecto y las numerosas correcciones que sufrió su clásico En el camino. También la hubo entre su entrega al estudio y ejercicio del budismo y su catolicismo; entre la mística del movimiento de su libro principal y su regreso continuo a la casa de la madre (“Memére”); entre su honesta búsqueda de liberaciones y sus ideas reaccionarias de los últimos años; entre su impulso y el freno que era su salud (padecía flebitis); entre la expansión y el aislamiento de sus últimos años. La figura del padre moribundo de cáncer (a quien cuidó varios meses), dedicado a tratar de abatir su vocación literaria, dejó una fuerte marca en él.

El libro. “Conocí a Dean poco después de que mi mujer y yo nos separásemos.” Así comienza En el camino. Kerouac había intercambiado correspondencia con Neal Cassady (el Dean Moriarty del libro) poco después de publicar El pueblo y la ciudad, mientras Cassady estaba internado en un reformatorio de México. En este libro, y para toda la generación beat, Dean aparece como una figura libre, suelta, dispuesta a privilegiar el movimiento sobre la quietud, la intensidad antes que la duración. El libro narra las idas y venidas de quien cuenta en primera persona con un esponjoso grupo de amigos y conocidos. Frente a la vida serena, segura, aburrida de los “hombres de trajes de franela gris”, todos ellos, jóvenes, buscan lo que ofrezca el exterior del hogar, el camino. Ya en las primeras páginas aparecen las promesas: “Sabía que durante el camino habría chicas, visiones, de todo; sí, en algún lugar del camino me entregarían la perla”.

Con el paso del tiempo, el libro suele ser recordado sólo como la espontánea descripción de ese viaje perpetuo. Lo que constituye su solidez, sin embargo, es en buena medida lo que ocurre en las paradas, el descubrimiento de relaciones nuevas, la descripción de un país complejo y de realidades distintas, opuesto al impulso homogeneizador de un american way of life impulsado desde los medios de comunicación de la costa este, principalmente Nueva York. Al pasar, se va construyendo la imagen de la generación beat: “El hombre del calabozo y las tinieblas –dice Kerouac–, el underground, los sórdidos hipsters de América, la nueva generación beat a la que lentamente me iba uniendo.” Justamente, el primer título del libro era La generación beat, que lo hubiera dejado fijo en una época.

Las cinco partes en que está dividido el texto arrancan con partidas y culminan con llegadas. El espinazo permanente es el camino: “El motivo por el que voy a ocuparme de todo lo que sucedió en Frisco es porque enlaza con todas las demás cosas de la carretera”, explica Kerouac. El protagonista es una materia blanda, abierta, disponible, que sigue el modelo impreciso de Moriarty: durante un tiempo es policía (hasta que iza al revés la bandera americana); tiene una relación relativamente estable con una mexicana; se siente hombre de la tierra; prueba sabores, olores, paisajes. Pero no aprende: En el camino no es una novela de iniciación en el sentido tradicional. De algún modo, se trata más de un recorrido espiritual o místico que de una absorción del mecanismo en que se traduce el mundo social, humano. En su primera parte la elección es clara: la vida antes que la literatura, aunque sin desdeñarla. “Llevaba un libro que había robado en una librería de Hollywood. Le Grand Meaulnes, de Alain Fournier, pero prefería leer el paisaje americano que desfilaba ante mí”, dice Kerouac. El regreso (un regreso que está en la base de su conflicto biográfico) será a la Nueva York de donde partió, donde lo espera la “tía” nutricia (que en la realidad era la madre nutricia): “Había viajado trece mil kilómetros a través del continente americano y había vuelto a Times Square; y precisamente en una hora punta, observando con mis inocentes ojos de la carretera la locura total y frenética de Nueva York con sus millones y millones de personas esforzándose por ganarles un dólar a los demás, el sueño enloquecido”. Sólo al entrar en su cuarto percibe en una alfombra lo que se ha acumulado: no experiencia sino “el propio paso del tiempo”. En la segunda parte aumenta la progresiva conciencia del cimiento místico del recorrido. La música, por ejemplo: “Un furioso bop nos empujaba a través de la noche”. Incluso la reivindicación de la inmadurez: “Me confundo y desconcierto corriendo detrás de una estrella fugaz tras otra hasta que me hundo. Así es la noche, y eso produce. No puedo ofrecer más que mi propia confusión”. Comienza la conciencia visual, o abstracta, de factores básicos de la vida americana, y del país tomado en su conjunto, como nueva totalidad. Si en más de una ocasión Kerouac recuerda a Whitman, aquí quien aparece es Mark Twain, a través del Gran Río, el Mississippi: “Nos inclinamos sobre la borda y contemplamos el gran padre marrón de las aguas que bajaba desde el centro de América como un torrente de almas destrozadas llevando troncos de Montana y barro de Dakota y Iowa, y cosas que habían caído en él en Three Forks, donde el secreto comenzaba siendo hielo”.

Allí, en el río, aparece al fin el secreto, la “perla en la ostra abierta” del mapa estadounidense que había buscado: “Mientras el río corría desde el centro de América bajo la luz de las estrellas lo supe, supe igual que un loco que todo lo que había conocido y todo lo que conocería era Uno”. Cada visión, sin embargo, va acompañada por las contradicciones de la realidad. Hay algo de Rambo hippie en un amigo “sabio” del grupo, que sin embargo cree necesario tener un buen arsenal de armas. Por otra parte, Kerouac sigue esperando el cheque puntual de “veterano de guerra” que envía la fiel “tía” para posibilitar el movimiento. Y otra vez el regreso, y la separación: “Todos pensábamos que no nos volveríamos a ver, y no nos importaba”.

Las tres partes restantes circulan sobre rieles originales y eficaces: una combinación por momentos desmañada pero siempre vigorosa de opiniones, visiones, experiencias, anécdotas, con un sentido del equilibrio que siempre matiza la cercanía a lo beatífico con datos inmediatos. Ya sea Dean hablando de un coche “Plymouth marica”; o Kerouac escribiendo páginas nítidas sobre el jazz de San Francisco; o los dos buscando sin esperanzas al padre perdido de Dean; o la iluminación sobre el doble mito americano (el Este y el Oeste), recibida en una interminable sesión continuada de cine, con un western y una película de gángsters, que rotan en perpetua sucesión. El camino es siempre el de los Estados Unidos. La tercera parte culmina diciendo: “Total, que no fuimos a Italia”. La cuarta comienza con una conciencia dura del probable vacío, pensando en los hijos que nunca imaginarían “la locura y el enredo de nuestras arrastradas vidas reales, de nuestra auténtica noche, del infierno contenido en ella, de la insensata pesadilla de la carretera. Todo el interior de unas vidas interminables y sin final que está vacío”.

La quinta y última parte adquiere un tono de honda melancolía en su brevedad. Cuando culmina, junto con el libro, no tiene el tono de la experiencia duramente conquistada (al estilo Hemingway) sino de la infancia que se niega a morir, con un impulso entre lírico y panteísta que une al “osito Pooh” y la noche, “esa noche que es una bendición para la tierra”, según Kerouac, “que oscurece los ríos, se traga las cumbres y envuelve la orilla del final, y nadie, nadie sabe lo que le va a pasar a nadie excepto que todos seguirán desamparados y haciéndose viejos, pienso en Dean Moriarty, y hasta pienso en el viejo Dean Moriarty, ese padre al que nunca encontramos; sí, pienso en Dean Moriarty”.

Después. Aunque nunca fue un best seller con permanencia en la famosa lista de The New York Times, la proyección de En el camino fue increíble e inmediata, y ese éxito destruyó buena parte de la delicada maquinaria con que Kerouac se comunicaba con el mundo. En 1967, un grupo de Paris Review fue a entrevistarlo. En la introducción se advierte el conocimiento que tenían de los problemas de Kerouac (la bebida, el aislamiento), y cierta actitud condescendiente. Sin embargo, la entrevista avanza y Kerouac se da el gusto de tomarles el pelo y expresa con claridad sus teorías formales, o su odio hacia los editores que arruinaban la espontaneidad con la camisa de fuerza de la puntuación standard (“Malcolm Cowley hizo infinitas revisiones e insertó miles de comas innecesarias como, digamos, Cheyenne, Wyoming (¡por qué no decir simplemente Cheyenne Wyoming!”). Expresó su admiración por Céline y Genet, su opinión de que hasta entonces Burroughs no había escrito nada a la altura de Almuerzo desnudo y su necesidad de escapar de la fama: “No voy a pasar el resto de mi vida sonriendo y estrechando manos y enviando y recibiendo perogrulladas, como un candidato a funcionario político, porque yo soy escritor: mi mente tiene que estar sola, como la de Greta Garbo”.

La “nueva América” de Bush se acerca mucho en su esencia aburrida, desesperante, a la de la posguerra. Por algún camino habrá que salir, siendo joven e inquieto. En todo caso, En el camino vende unos 100 mil ejemplares al año sólo en los Estados Unidos.

Elvio E. Gandolfo
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