lunes, 11 de mayo de 2009

Carlos Chernov: “El espacio literario es un lugar que no está acá”

Se rompe, se pudre, se deforma, se corta: eso suele pasar en las ficciones que escribe Carlos Chernov. Suele pasarles a sus personajes, a sus cuerpos y a sus relaciones, y así es como retrata las posibilidades monstruosas del ser humano, o al revés, la humanidad del monstruo. Este médico psiquiatra y psicoanalista exacerba sentimientos, convencimientos y rasgos y entonces, ahí, larga a sus criaturas, para que se muevan con una lógica que evoluciona naturalmente a fuerza de ir extremando situaciones. En los nueve cuentos de Amor propio, el libro que acaba de publicar, esta mecánica de funcionamiento conduce casi siempre al terreno de lo espantoso y lo opresivo, pero a veces el autor deja asomar alguna nota caricaturesca de humor negro que descomprime, resignifica y por momentos hace graciosa la chifladura, un toque delirante de las damas y los caballeros que andan por estos textos. En “El borde de la película”, por ejemplo, un señor gordo sueña que se lo empieza a comer un tiburón y cuando despierta encuentra que lo están asfixiando con un almohadón: como no tiene posibilidades de sobrevivir en ninguno de los dos lados, se propone “escapar hacia el límite de los dos lugares”.

Situaciones y personajes extremos: un torero hemofílico que perfecciona su oficio porque un raspón puede matarlo, un patólogo que escala el Aconcagua fascinado por el congelamiento de los cuerpos vivos, un fotógrafo de modelos que fantasea recurrentemente con quedarse a solas con una chica en una isla desierta, una mujer hermosísima que acaba en un leprosario. “Los escribí a lo largo de los últimos catorce años”, dice Chernov en su estudio-consultorio de la calle Laprida, y enseguida deja entrever que el género no es su prioridad: “Coincido con Norman Mailer, que en la antología de sus cuentos reunidos dice que para él la novela es mucho más difícil y meritoria, y que escribir un cuento es una pavada, más o menos. Mailer, que es un petardista y no es, claramente, un cuentista, dice que ser bueno a lo largo de 200 o 300 páginas es mucho más difícil que serlo a lo largo de diez. La novela es la novela: te metés en ese mundo, laburás como un galeote y hay que remar todo el océano para llegar a la otra orilla”.

–Pero esa extensión permite dar brazadas en falso o hacer la plancha, algo que acaso el cuento tolere más difícilmente. –Sí, el cuento tiene un nivel de condensación importante. Por eso mis libros tienen pocos: en el primero había seis nomás. Los cuentos tienen una condensación similar, en algún sentido, o al menos cercana, a la poesía, y eso no se puede bancar demasiado: el lector comienza a leer un libro de veinte relatos y al décimo ya no se acuerda del segundo, ya le perdió el gusto, el sabor quedó medio difuminado. La novela permite algún ripio; es más, necesariamente hay que meterlo, porque si no hay cosas que no se entienden.

–¿Pero está conforme con el libro? Porque da la sensación de “hum, bueh, cuentos...” –Sí, me gusta esta cuestión de condensación y cosa cerrada, con final. Lo difícil de la novela es sostenerla estructuralmente. Hay muchas novelas que son, en realidad, series de cuentos unificadas por un personaje: el Quijote es eso, si uno mira bien no tiene una estructura orgánica, se trata más bien de una cadena de perlas. El cuento tiene su dificultad, también, y como permite el remate, hay que conseguirlo. En eso soy clásico, me gusta que tenga incluso un giro sorpresivo, que el lector diga “ah, era esto”. Ahí hay un placer.

“Hay un nivel que tiene que ver con la extrañeza y la inverosimilitud, pero por debajo de eso hay personas: escribo desde el sentimiento”, dice Chernov. “Por más que el torero hemofílico sea una especie de freak, sufre por amor. Varios de estos cuentos son de la época de Anatomía humana, cuando trabajaba al borde de la inverosimilitud. Parto de una premisa absurda –en ese caso se morían todos los hombres–, y desde ese delirio sigo de la manera más realista posible, a como dé lugar. Esa distorsión inicial va a llevar a una salida extraña donde todo se tuerce, pero eso da una perspectiva sesgada sobre la realidad. Sobre eso pongo lo emocional, lo que sienten los personajes. Me intriga mucho, porque hay cuestiones como el amor que son loquísimas. Aparece y modifica situaciones estables: alguien se casa o tiene un hijo, y cambia todo. Es muy raro, lo veo todo el tiempo en el consultorio.”

–Los cuerpos de sus personajes la sufren bastante. –Sí, la violencia ejercida, sí. Bueno, en la novela futurista que estoy escribiendo ahora parto de una premisa inverosímil, aunque no tanto: el cuerpo queda como algo desechado. El cuerpo es un problema muy grave que tenemos.

–¿Sí? –Sí, sí, se enferma de cualquier cosa en cualquier momento. Es muy complicado. Es un lastre, en realidad. En la práctica somos nuestro cerebro. El cuerpo es un quilombo. Ahí, además, se verifican todas estas cosas misteriosas, mutilaciones, transformaciones. Aunque es bastante limitada la posibilidad de transformarlo: uno puede tatuarlo, calificarlo, castrarlo, pero sigue siendo más o menos lo mismo. No es que se transforma en ave.

–Bueno, pero determinadas prácticas con y sobre el cuerpo también inciden sobre lo anímico y lo cerebral. –Es cierto, cambia lo emocional. Hace muchos años, una vez, en un congreso de psicoanálisis, nos hicieron hacer expresión corporal. Una sola reunión. Y me sentí rarísimo: de pronto en ese marco eras otro, te tocabas con todo el mundo, rodabas por el piso, una serie de cosas que nunca había hecho. “Tengo que hacer esto”, me dije, pero me tomó la corriente de siempre y pasó. El cuerpo es muy fascinante, y además está todo lo sexual, ahí.

–¿Se informa mucho, investiga, previamente a contar? –Antes más, ahora menos. Para el cuento del torero, por ejemplo, uno de los más antiguos de este libro, leí un montonazo, incluso de crítica taurina, para captar el lenguaje. Eso fue hasta La conspiración china: luego de escribir esa novela tuve que sacar muchísima información, que se filtraba desde todos lados y dificultaba la lectura. Para la novela que estoy escribiendo ahora también reuní muchos libros, pero leí muy poco. Y creo que así es más narrativo, fluye mejor.

–¿Cómo interactúan sus prácticas de escritor y psicoanalista? En el caso de “La bella y el leprosario” queda claro en el relato que ella le hace a un psicólogo. –Me gustó eso de presentar al psicoanalista del lado humano, que el tipo se quede impactado con una paciente que es una Miss Universo y le cueste escuchar. Las dos cosas se nutren bastante. Freud siempre declaró su admiración y su deuda con Shakespeare, Goethe y compañía. El psicoanálisis toma mucho de la literatura. Del otro lado lo que se va viendo son matices de historias, relatos que se repiten. En mi consultorio escucho bastante el relato del amor y todas sus dificultades y angustias. Hay detalles que me cuentan que sirven para los cuentos, pero la historia en sí es muy común para mi tipo de literatura.

–¿Hay algo de autobiográfico en sus relatos? –Que yo sepa, poco. Uno lee cualquier libro de John Irving, donde se nota que hay mucho autobiográfico, y lo encuentra muy poco meritorio. Me parece fácil. Meter lo autobiográfico es meter lo conocido. Y yo creo que el espacio literario, en mi concepción, es un tercer espacio que no está acá. Es algo que uno inventa. La novela que voy a escribir después de la que estoy terminando va a ser una especie de falsa autobiografía. Va a tener un psicoanalista que escribe, para que todos muerdan el anzuelo y digan “ah, se reveló, así es Chernov”.

–Una novela, la próxima... ¿ya tiene avanzado un plan de sus obras completas? –(Risas.) No sé por qué es así, pero voy acumulando notas para cada novela. La que escribo ahora la empecé hace diez años pero cambió mucho, hay cosas que no funcionan como uno las piensa. Las novelas son máquinas estrictas, tienen una lógica de funcionamiento casi metálica: si la pieza no encaja, no hay forma. Luego de la del psicoanalista viene otra que se llama Copia original, sobre un artista que vende por anticipado toda su obra a un coleccionista, y eso hace un juego que va desde la obligación de pintar a cómo zafar de ese pacto diabólico. Hay otra que se llama El dolor ruso, sobre un ruso de mierda que se quiere convertir en un ruso de Rusia. En fin, algunas se darán y otras no. Escribí unos capítulos de Anatomía humana para una segunda parte que nunca terminé.

–¿Qué puntos de contacto hay entre Amores brutales, su primer libro de cuentos, y Amor propio? –Los cuentos de este libro iban a ser como variaciones musicales de los de aquél. No salió exactamente eso, pero quedaron vestigios, parentescos: “La bella en el leprosario” remite a “Eugenia convertida en obra de arte”, y así. Originalmente, el libro se llamaba Belleza, esa propiedad de las cosas que nos hace amarlas, pero no entraba en la tapa. Me costó bastante cambiarlo pero estoy contento, porque Amor propio remite al narcisismo y a la apropiación del objeto del amor, ese doble juego que está muy presente y es bastante poco amoroso, en realidad. Está bueno este desenmascaramiento del buen sentimiento del amor, que tiene tan maravillosa prensa. Yo sé que es imprescindible, pero como decía Kurt Vonnegut, “menos amor y más respeto”.

Angel Berlanga

La ficha

Carlos Chernov nació en 1953 y es autor de las novelas Anatomía humana, La conspiración china, La pasión de María y El desalmado y los libros de cuentos Amores brutales y Amor propio. Es médico psiquiatra y psicoanalista. “Intenté escribir de manera ensayística, me acuerdo de que trabajé mucho tiempo sobre el tema de Wittgenstein y el psicoanálisis, pero no, no era lo mío”, dice. “Yo escribo para pensar, y pienso las cosas en función de la ficción, porque es todo tan extraño. Desde cierto ángulo, todo es muy raro: ¿por qué uno tiene hijos? Aparte de todos los trabajos que supone, de las alegrías y las felicidades, es muy extraño que de golpe haya por el mundo duplicados de uno, personas que tengan la misma carga genética. La literatura me da la posibilidad, la libertad, de mirar esas rarezas, desplegarlas y aumentarlas.”

Textual

Eugenia me dijo que quería psicoanalizarse por teléfono, prefería que no nos viéramos; yo me negué, le expliqué que de esa forma el tratamiento no iba a funcionar. Ella insistió en su insólito pedido; dijo algo raro, algo que me pareció más una amenaza que un argumento: “Verme puede hacerle mal”. Me mantuve firme. Al fin vino a mi consultorio pero no me dio la mano. En ese instante interminable, parado en la puerta con la mano derecha alargada en el aire, me sentí más avergonzado que furioso; el motivo de mi turbación resultaba obvio: Eugenia era la mujer más hermosa que había visto en mi vida. Rubia, sus ojos azules eran tan grandes, tan fuera de proporción, que me costaba decidir si eran bellos o monstruosos. Experimenté una dolorosa urgencia de poseer esa belleza. El ruido del arranque del motor de la heladera me rescató de la fascinación.

–Fui leprosa –dijo como saludo.

Me sorprendió. Se podía suponer que su negativa a darme la mano se debía al temor de contagiarme, pero todavía resonaban en mí sus palabras: “Verme puede hacerle mal”. Eugenia tenía razón: verla me hacía sufrir. Me enamoré de ella en un instante y, en el mismo instante, me atormentó la pena de saber que no sería correspondido. Traté de recomponerme, de ubicarme en mi papel de psicoanalista. Su carrera parecía colgar del extremo de la manga de la camisa. De golpe me horrorizó imaginar que la sostenía con una pinza, que la lepra había mutilado sus manos.

De “La bella del leprosario”, en Amor propio, Alfaguara.


© 2000-2007 www.pagina12.com.ar|República Argentina|Todos los Derechos Reservados

No hay comentarios:

Publicar un comentario