domingo, 7 de junio de 2009

Tilda Swinton, camaleón de estirpe aristocrática

Tilda Swinton, la actriz británica que la Academia acaba de premiar con un Oscar por su admirable labor en Michael Clayton , nunca armonizó demasiado con la aristocracia de sus orígenes. Descendiente de una patricia familia escocesa cuyos orígenes se remontan, treinta y cinco generaciones atrás, hasta el siglo XIX, de ella apenas conserva cierta arrogancia en el porte, en la mirada, en la manera de desplazar su figura delgadísima, o en los modos y la expresión algo glacial que imponen distancia y revelan una firmeza de carácter secretamente altiva; huellas, quizá, de las enseñanzas primeras en la mansión de sir John Swinton o de su educación en la West Heath Girl s School, la misma a la que asistía Diana Spencer. Pero sólo eso. La estirpe añeja no la impresiona. "Todas las familias son antiguas -suele decir-. Sucede que la mía ha vivido en el mismo lugar durante muchísimos años y además lo ha dejado documentado."

Mucho menos todavía le importan los mandatos de la tradición. Nada más lejos de ella, eterna inconformista, que ceñirse a las obligaciones formales. "Me parece que mis padres se dieron cuenta desde muy temprano de que yo no iba a casarme con ningún duque", dice, y se ríe.

Unica mujer entre tres hermanos, la resistencia creció en ella naturalmente. Era la más observadora, la que cuestionaba el porqué de cada rito y hacía las preguntas incómodas. La que empezó a rebelarse cuando oyó decir al preceptor de sus hermanos: "Ustedes serán los líderes del mañana", mientras en su escuela las preparaban para ser "las esposas de los líderes del mañana". Entonces, o quizá todavía antes, se declaró decididamente independiente.

Evidencias de esa decisión hay muchas. Antes de ingresar en Cambridge, por ejemplo, trabajó dos años como voluntaria en escuelas de Kenya y Sudáfrica. En la universidad estudió ciencias políticas y sociales, pero cuando descubrió que le interesaban más las letras, cambió de carrera y se graduó en literatura inglesa. Ya decidida a ser actriz, logró ingresar en la Royal Shakespeare Company, pero sólo duró un año allí por la dureza con que veía tratar a los actores. "Salí tan pronto como pude -recuerda- y mi vida sólo ha mejorado desde entonces." Alguna vez fue más rotunda al afirmar que no le gusta el teatro.

Le gustan, en cambio, los desafíos, los compromisos "bizarros". Tal vez por eso estuvo siempre tan ligada al cine experimental británico y durante años fue la musa de Derek Jarman, quien la dirigió en Caravaggio , The Last of England , Aria, Eduardo II o Wittgenstein . Pero el personaje que la consagró no se lo debió a Jarman: fue Sally Potter quien la hizo aparecer como hombre y como mujer en Orlando , inspirada en la novela de Virginia Woolf, un trabajo que le valió la Copa Volpi en el Festival de Venecia. No era la primera vez que Swinton vestía ropas masculinas; también lo había hecho en el teatro, en Mozart y Salieri , de Pushkin, personificando al genio de Salzburgo, y al marido muerto de un ama de casa humilde en Man to Man , de Manfred Karges, papel que repetiría en el cine a las órdenes de John Maybury.

Pero pese a ese éxito internacional, siguió privilegiando sus compromisos con el cine independiente ( El amor es el diablo , de Maybury; Vanilla Sky, de Cameron Crowe; El ladrón de orquídeas , de Spike Jonze). Hollywood también le abrió las puertas, pero salvo en el melodrama policial El precio del silencio (Scott McGehee), donde encarnaba a una madre capaz de todo por sus hijos, o en Las crónicas de Narnia , que la puso en la piel de una temible Bruja Blanca que está a punto de reaparecer, no le dio hasta Michael Clayton papeles a la altura de su ductilidad y su potencia dramáticas: en La playa era la líder de una comunidad hippie que seducía a Leonardo Di Caprio; en Constantine , un ángel que quedaba en segundo plano detrás de los efectos visuales.

Tilda Swinton debe de ser la primera en admitir que carece de esa clase de sex appeal característico de las estrellas; blanquísima, alta, con poco y nada de maquillaje, tiene un aspecto casi andrógino: muchas veces, por la calle, la han tratado de señor, según comenta risueña. En cambio, posee esa formidable capacidad camaleónica que le permite desaparecer detrás de sus personajes y que a veces hace difícil reconocerla de un papel a otro. Quizá por eso, porque quiere descartar una imagen que la limite, odia pensar en forjar "una carrera". Sabe que en el fondo, uno siempre se representa a sí mismo, que todo es autobiografía. La cuestión es saber usarla como un prisma a través del cual sea posible proyectar algo propio y verdadero en el personaje.

"La última cosa que un actor debería desear es que se lo vea actuando", sentencia. Con ella, no hay peligro.

Fernando Lopez

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