lunes, 11 de mayo de 2009

Madre de la dignidad

Ajit Rajamani se despierta en la cama número 38, respira profundamente y aspira el perfumado aroma del té masala con leche servido en una taza de metal, a los pies de su cama. El té de la mañana, un reconfortante ritual, marca el comienzo de otro día más y por un momento brinda alivio al cuerpo, dominado por la enfermedad y del cual pronto partirá.

Tres largas filas de camas bajas y angostas están dispuestas a lo largo del dormitorio de los hombres. Marcos de acero con colchones maltrechos de color naranja y negro sostienen a un conjunto de cuerpos demacrados, delgados, marchitos, consumidos. Los pacientes están vestidos con pijamas sueltos blancos y azules, llevan la cabeza prolijamente rapada y ocupan camas que tienen adosado un número. Se sienten reconfortados de haber encontrado finalmente un lugar donde se los tenga en cuenta y se los cuide, aunque más no sea durante unos pocos días finales. Morir con dignidad es lo que la Madre Teresa imaginó al crear el centro Nirmal Hriday o Kalighat (Casa del Corazón Puro) para enfermos e indigentes moribundos. La ciudad de Calcuta está bendecida por estas organizaciones humanitarias fundadas por la muy reverenciada religiosa. Hoy continúan floreciendo bajo la guía de un ejército de monjas que lucen el característico hábito de algodón blanco con franjas azules tejido en Ghandiji Prem Nivas, una fábrica dirigida por leprosos.

Un grupo ordenado y decidido de monjas entra en el establecimiento para comenzar el trabajo del día. Se detienen al traspasar la puerta, miran para arriba hacia un descolorido retrato de la Madre Teresa e inician un animoso himno matutino. Cuando la canción ha terminado, la hermana Glenda se vuelve a las demás y las envía a sus tareas con una cita de la Madre: “Háblenles con ternura, que haya amabilidad en sus caras, en sus ojos, en su sonrisa, en la calidez de su saludo. Siempre tengan una sonrisa alegre. No brinden sólo su cuidado, sino también sus corazones”.

Las simples y significativas palabras de la Madre Teresa adornan las paredes de todas las habitaciones del centro; están rodeadas de sencillos marcos de madera a menudo colocados al lado del crucifijo. Dos pajareras ocupan una porción del interior y allí los pajaritos gorjean y pían con excitación. Los ruidos de la actividad externa se mezclan con el del rítmico girar de los ventiladores de techo, con el de los cacharros de la cocina y con el bullicio de las monjas ocupadas en sus obligaciones diarias.

Nirmal Hriday lleva adelante una actividad que contrasta con la quietud de estos frágiles pacientes, que han encontrado un hogar, una familia, una madre que se ocupe de ellos en sus últimos días de vida. Debajo de las grandes y arqueadas ventanas se alinean establos con techo de lata contra la pared exterior del edificio. Los vendedores ambulantes ofrecen sus mercaderías; una camioneta espera, en medio del tránsito pedestre, a que saquen a alguien de la morgue, y los perros callejeros gritan al ser apartados por los conductores de carros que transportan pasajeros con celeridad.

Grupos de niños que viven en la calle de enfrente gritan y se dispersan con deleite juvenil; luego se reúnen nuevamente para jugar sobre un dibujo hecho con tiza sobre el pavimento. Tres hombres achacosos permanecen en los escalones del frente de la casa de la Madre Teresa, listos para ocupar la próxima cama disponible. Los vendedores de verduras transpiran bajo el fuerte sol, cerca de magras pilas de mercaderías, en la vereda; los carniceros ahuyentan a las moscas de los cortes de carne colgados de hilos deshilachados, y gastadas prostitutas permanecen en los sombreados umbrales de las casas, aparentemente imperturbables ante el hedor de las letrinas al aire libre y los montones de basura. Desde el comienzo del programa de la Madre Teresa, un miserable amontonamiento de tugurios apareció alrededor del centro y se multiplicó con el contagio… tan desenfrenado como las enfermedades que se han llevado la vida de los cuerpos que son retirados del lugar todos los días. La comunidad desesperada se agrupa extendiendo los brazos y murmura una plegaria colectiva con la esperanza de obtener alguna gracia, amor o buena voluntad del visitante que pasa por ahí, sabiendo en el fondo de sus corazones que la sola benevolencia de Dios no puede mantener llenos sus estómagos o aliviar la opresión de soportar la pesada carga que significa pertenecer a una casta determinada.

La mayoría de los que terminan en Nirmal Hriday no tiene familia. Son encontrados por los voluntarios de la Madre Teresa en las plataformas de trenes, en callejones o en chozas bajo los puentes, o son traídos por la policía. Si bien algunos pacientes mejoran su salud y son dados de alta, 420 murieron el año pasado en el lugar y fueron llevados para su última bendición a la morgue local.

Abierto en 1952, este hogar para enfermos e indigentes moribundos ayuda a miles de pacientes por año gracias a la gran cantidad de voluntarios que donan por lo menos un mes de su tiempo a la limpieza de la casa y a asistir a pacientes. “Este centro fue el primer amor de la Madre Teresa porque ella comenzó su trabajo acá”, relata la hermana Glenda, directora del establecimiento.

“Toquemos a los moribundos, a los pobres, a los que están solos y a los no queridos, según las gracias que hemos recibido, y no nos avergoncemos o dejemos de realizar el trabajo humilde” (Madre Teresa).

Theresa Vernetti
Traducción: María Elena Rey
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