lunes, 4 de mayo de 2009

La ira

La ira, esa pasión arrebatadora, esa furia que de vez en cuando nos convierte en auténticas fieras. Aparentemente somos personas como los demás y ante un pequeño estímulo o una provocación, nos convertimos en auténticos salvajes.

El pecado de la ira es una cuestión de grados. Es un movimiento, una reacción que puede indicar simplemente que estamos vivos y por lo tanto nos revelamos contra injusticias, amenazas o abusos.

Cuando el movimiento instintivo pasional de la ira se despierta, nos ciega, nos estupidiza y nos convierte en una especie de bestias obcecadas. Ese exceso es malo pero yo creo que un punto de cólera es necesario.

Como en muchas cosas de la vida, con los pecados primero hay que tener la experiencia. Si eres una persona tan pacífica que nunca te has enfadado, aunque te describan mucho la ira, nunca la entenderás. Si eres justo te puedes sentir arrebatado por la ira, como me ocurre a mí de vez en cuando. Allí te toparás con el pecado. Y aunque consideres y busques motivos para la justicia de tu ira, es un estado que no te mejora, sino todo lo contrario: te empeora.

De cualquier manera y pese a mis reflexiones en un ámbito de calma, me acercan a la cólera quienes se sienten inmunes e impunes, que consideran que están en la tierra para obligar a los demás a creer lo mismo que ellos.

La violencia que ejercen en forma directa o a través de sicarios como un recurso que estimulan y por supuesto luego encubren. Combaten el escepticismo racional —tan sano para una sociedad— y promueven sentimientos masificantes, luchan contra la inmoralidad individualista, respaldan las razones del Estado, pero no se les mueve un músculo cuando desde ese mismo lugar se roba y corrompe. Son partidarios del aburrimiento que genera la seriedad y el rigor, cuando tienen su origen en la repetición ritual, y enfrentan con la misma pasión aquello que se crea sin desdeñar el placer como base de su veracidad. Estos personajes me alteran y hacen que no me haya callado nunca y creo que tampoco lo haré en el futuro.

Lo interesante en este caso es que pese a que la ira es un pecado, se le puede atribuir a Dios. Pero sería escandaloso hablar de la lujuria, la avaricia o la envidia de Dios. Es evidente que la divinidad se reserva el derecho a la ira.

Hoy el mundo tiene una tendencia a la ira fácil. Cada vez son menores los niveles de paciencia y reflexión. Lo que veo peligroso es la posibilidad de que en algún momento se conjugue la ira con el razonamiento, y que se concrete un mix que respalde lo que algunos llaman la ira razonada, lo que es un contrasentido, pero que puede ser una base riesgosa para justificar cualquier acción con la excusa de "aquí no hay otra manera de hacer las cosas".

Cuando fui a dar una conferencia para educadores a Dinamarca con motivo de la edición de Etica para Amador, me encontré con que la mayoría de los docentes son mujeres. En general cuando se producen conflictos entre alumnos, y hasta que salen del sistema escolar a los 17 o 18 años, las maestras cortan de raíz cualquier posible pelea entre chicos de edades parecidas. Cuando salen del sistema escolar y entran al mundo real, pueden morir en una pelea callejera, porque no tienen medida de lo que puede ocurrir en ella. No tienen noción del daño que pueden provocar y recibir. Lo cierto es que si has perdido tres o cuatro peleas en tu niñez vas aprendiendo lo peligroso que puede ser levantarle la mano a otro, o que te lo hagan a ti. Así comienzas a entender que el recurrir a la violencia no suele ser el mejor camino para andar por la vida.

Los días de furia

En el cristianismo se considera a la ira como el producto de "un apetito desordenado de venganza".

Para que la ira se transforme en pecado es imprescindible que exista el desorden, lo contrario a la razón, sino no se lo catalogará como pecaminoso. Se considera que existe una ira buena que es la que tiende a suprimir el mal y reestablecer el bien.

Los que somos coléricos por naturaleza no llevamos la ira a un nivel destructivo. Pero las personas que tienen un umbral de ira muy alto, se van cargando, sin dar señales hasta que al final la última gota rebasa la copa y estrangulan al portero cuando bajan a la calle o al primer individuo que se les cruza. Entonces comienzan las preguntas de los vecinos que dicen "¿cómo ha podido ser, si era una persona tan tranquila?" Con alguien de mal carácter hubiese sido distinto, todos hubieran estado prevenidos.

No hay por qué tolerar el enfado gratuito de los otros, pero no hay nada peor que el que va echando en su mochila todo lo que le causa fastidio hasta que se rompen las costuras y ocurre un desastre. Es más controlable la persona de habitual mal genio que aquella que pierde los nervios ocasionalmente, como el personaje de Michael Douglas en la película Un día de furia.

El individuo iracundo busca defectos en forma permanente, tropieza con la gente, dando gritos y creando situaciones incómodas, pero a su vez tiene un límite. Si lo ves venir lo evitas. En cambio aquel que está con un aire amable, de pronto pega un rugido y te salta al cuello. Esa es la ira que no hay manera de controlar.

La ira buena, la ira mala

La ira puede ser un motor para poner en marcha a las personas. Si te pones a reflexionar sobre el hambre en el mundo y llegas a la conclusión de que se trata de una situación indignante, intolerable para una persona decente, tal vez por el camino de la razón no movilices a mucha gente. Pero si argumentas poniendo una película de un gordo seboso, arrebatando un pedazo de pan a un niño famélico, la gente sentirá tal indignación que es capaz de echarse a la calle para impedir que eso ocurra.

La ira por sí sola como sublevación ante abusos e injusticias rara vez logra resolverlos. La puesta en marcha de la ira es imprescindible para buscar una solución y debe estar acompañada por momentos de calma que permitirán pensar cómo encontrar el camino.

Estas situaciones deberían manejarse por la vía de la reflexión, sin necesidad de ilustraciones patéticas. Los líderes que quieren controlar la masa, intentan despertar y manipular su indignación. Por ejemplo: el proceso para que las mayorías respalden las guerras, pasa por crear una figura diabólica del enemigo, es decir, cargarse de razón.

Pero también es cierto que los políticos populistas utilizan la ira en el sentido social, como un buen truco para tener en un puño a los sectores populares. Son los que aseguran que para mejorar las condiciones de vida de los pobres hay que castigar a los ricos. Hay una anécdota sobre Otelo Saraiva de Carvalho, uno de los líderes de la Revolución de los Claveles en Portugal —el más radical—, quien hizo una gira por Europa para recoger fondos y respaldos para el nuevo gobierno. En Suecia se encontró con el primer ministro Olof Palme, quien simpatizaba con la situación portuguesa, y le preguntó: "¿Usted por qué cree que la revolución ha recogido tantas adhesiones dentro y fuera de Portugal?" a lo que Saraiva contestó: "Porque queremos acabar con los ricos", entonces el sueco respondió "la diferencia es que nosotros lo que queremos es terminar con los pobres". Esta es la distinción entre la cólera desordenada que quiere el castigo, pero que en el fondo no sabe como arreglar el problema, y la justificada que dice "yo estoy en contra, pero no de la riqueza, sino de la pobreza y del mal reparto. Hay que terminar con la injusticia de la mala distribución tratando de incluir dentro del sistema a aquellos que están excluidos. Este puede ser un ejemplo de una buena utilización del odio y la ira contra la pobreza. Así es algo sano y útil, mientras que tener como objetivo fundamental castigar al rico es absolutamente estéril, porque no mejorará la realidad de los pobres. Lo que tienen que hacer los gobiernos es generar más riqueza y crear sistemas de distribución que alcancen a todos.

Es curioso que la ira sea uno de los tópicos en los que han coincidido George Bush y Osama bin Laden. Ambos llevan a la práctica el convencimiento de que Dios está con ellos y que combaten al amo de los infiernos. En síntesis, vivimos ante el peligro de señores que aseguran que han identificado al Mal en todos aquellos que le llevan la contraria. Es una situación preocupante incluso desde el punto de vista clínico. Estamos en presencia de la frase-lema de la época de las Cruzadas: "Dios lo quiere".

Cuando hablamos de un dios colérico, nos referimos sobre todo al del Antiguo Testamento. Pero recordemos que Cristo incluso se lió a latigazos en el templo con los comerciantes. Fue algo intemperante por parte de aquel señor, teniendo en cuenta que los pobres mercaderes poseían todos sus permisos en regla; ninguno era vendedor ambulante ilegal. Además, se habrán preguntado por la ira de Jesús, que ni siquiera era inspector. Sin embargo ese gesto descontrolado es considerado como un ejemplo de Santa Cólera.

También se cree que una sociedad que no siente repulsión por ciertos y determinados actos, está baja de defensas.

Por supuesto que una comunidad que llama "terrorismo" el que no se respeten los semáforos, está enferma de paranoia. Pero claro, si esa sociedad permite que niños de siete años sean martirizados en el trabajo infantil, o que sus conciudadanos estén amenazados de muerte por haberse expresado en un periódico, eso es también una actitud enfermiza.

Hay veces en que la ira social, siempre y cuando no sea desproporcionada, si enfrenta un abuso o una injusticia, se transforma en una forma de cordura. La ira está relacionada con los fracasos, las frustraciones, los conflictos de cada persona.

Es cierto también que la ira es una especie de droga, que te hace sentir intensamente vivo. El iracundo lo pasa en forma estupenda mientras está enfadado, porque suben sus energías, se carga de adrenalina, y tiene la sensación de quemarse de indignación. La realidad es que si eres un poquito consciente, luego te sientes avergonzado de haberte creído un rayo destructor, como una tormenta vista desde adentro.

Por lo general procuro tener una representación humorística de las cosas, como contrapeso de la ira. Porque el colérico se toma todas las cosas en serio, las que lo merecen y las que no, con lo que pierde de vista los temas importantes. En el iracundo, no existe el sentido del humor ni siquiera para las cosas domésticas.

En lo personal creo que me pueden hacer cualquier cosa, siempre y cuando piense que la persona no tuvo mala intención. Si he pedido en un restaurante un estofado y me traen un gazpacho, digo bueno: "el gazpacho está bien", y me lo como si me convenzo de que fue un error involuntario. Pero cuando veo mala fe o arrogancia pierdo el control.

Casi siempre la ira es explosiva, apasionada, incluso trasladándose a conductas masivas. Por ejemplo, 500.000 personas en las calles de Madrid protestando por la invasión de Bush a Irak, parecían muchos individuos, pero la realidad era que había otros cuatro millones que no fueron tomadas por la ira y no salieron a la calle. Lo cierto es que son más vistosos los que toman una ciudad.

Pero lo que también ocurre es que los estallidos de ira colectiva suelen mostrarse como una simple celebración deportiva. La comparación vale porque cuando los simpatizantes de un determinado equipo de fútbol, ven que su mejor jugador ha hecho un partido horrible, todo es indignación y odio contra el hombre. Pero si marca un gol apenas comenzado el siguiente encuentro, el odio de la multitud se transforma en una adoración hacia el héroe. Es decir, que la experiencia del gran sentimiento compartido, pasa del espanto al amor sin solución de continuidad.

Lo que se opone a la ira es la paciencia. Yo soy poco paciente, pero creo que a medida que pasan los años, uno gana en realismo, ya que las virtudes no son más que distintas formas de realismo. Mientras que los vicios son simplemente el producto de una mirada poco realista. En ellos uno se considera más importante que los hechos mismos y que lo que puede producir en terceros. Con los años alcanzas a conocer tus verdaderas fuerzas en la vida, y hasta donde puedes llegar. Pero en verdad soy consciente, de que una de mis virtudes no es la paciencia, aunque yo no le guardo rencor a nadie. Infinidad de veces he regañado con distintas personas y cuando con el tiempo me los encuentro en la calle los saludo con total afecto. Claro que en estos casos no sé si no soy rencoroso o simplemente tengo problema de falta de memoria.

Lo mismo me ocurre cuando escribo algunos artículos. Llego hasta el ordenador en estado de incendio sobre tal o cual cosa. La experiencia me ha enseñado que debo pararme, esperar dos o tres días y escribir a caballo de la razón y no de la ira. Aunque con la ira seguramente me saldría algo más divertido para el lector.

También existe una paciencia constructiva, que tiene que ver con la conciencia de que muchas cosas no se pueden cambiar de hoy para mañana. Por lo tanto, si creo que el sistema financiero es abusivo, mejor que quemar los bancos con los banqueros adentro, voy a tratar de gestionar que un partido político proponga medidas y leyes que reestructuren sus funciones para que sean más útiles al conjunto de la sociedad. Seguramente esto me va a llevar más tiempo, pero va a ser más eficaz que poner una bomba en el club volando a todos los plutócratas. La paciencia es constructiva cuando aplaza una reacción virulenta, hasta tener mejores caminos para ejercerla. Claro, que si la paciencia es simplemente apatía o resignación frustrada puede ser, en ocasiones, peor que la ira.

La paciencia es operativa cuando piensas que la espera, finalmente, va a llevar a que puedas intervenir en el cambio de circunstancias y mejorar la situación. Pero en el momento en que pierdes la esperanza de lograr un cambio, entras en el peor de los mundos.

Los que siempre están impacientes son los jóvenes. En ellos la frase característica es: "esto no puede ser", pero la verdad es que puede ser porque es, y todo lo que es, es porque puede ser. En estos casos lo que deberíamos hacer es intentar arreglarlo, pero no verlo como una alteración del orden del universo, porque todas las cosas que ocurren por atroces que sean, pueden ser y son. Esto no quiere decir que nos resignemos, y si el problema dura diez segundos, años o meses, puede durar otros diez, lo que debemos hacer en esos plazos es intentar resolver la dificultad.

Es difícil ver el resultado final de ser paciente. Salvo con los hijos, con quienes en general, tienes una relación por el resto de tu existencia.

Distinta es mi visión como profesor universitario. A los educandos los ves un año y después desaparecen de tu vida y nunca sabes si lo que has hecho con paciencia ha tenido alguna utilidad. En algunas oportunidades, te encuentras con uno de ellos y te dice: "Leí aquel libro que me dijiste, tú no sabes lo que significó para mí", pero eso rara vez pasa.

La vida del educador siempre tiende a la esquizofrenia. Es el sector de trabajadores, donde se da la mayor tasa de enfermedades mentales. Los maestros mal pagados, desatendidos por la sociedad, se enfrentan con alumnos totalmente zafados. Ante el menor elemento coercitivo que utilizan para normalizar una clase les cae encima una inspección, o un padre ofendidísimo por cómo tratan a su pobre hijo. Lo real es que un educador que quiera mantener cierta disciplina está muy desprotegido.

El docente nunca debería actuar con ira, sino castigar explicando el sentido del castigo. Sin embargo, aún existen maestros que ejercen el don de la paciencia, porque todavía siguen creyendo que pueden imponer sanciones, o hacer valer su autoridad de manera razonable. Pero la mayoría se ha resignado. Amigos maestros y profesores me dicen "hombre, ya no me importa que estén escuchando tal o cual cosa con sus auriculares mientras están en mi clase; pero cuando se paran encima de la mesa, ponen la música a todo lo que da y de paso comienza a magrearse con una chica que tienen al lado…¡ me distraen!.. No espero que se reformen, pero por lo menos que me dejen dar clase y cumplir con mi trabajo".

Yo recuerdo a un paciente profesor de Hispánica que tuve en el primer año de la facultad. Daba unas clases de literatura que no me interesaban en lo más mínimo. El tema de la materia me encantaba, pero en sus manos era la más aburrida del mundo. Sin embargo, me enseñó algo extraordinariamente útil, porque desde el primer día se empeñó en que teníamos, sin ninguna posibilidad de excusas, que aprender a escribir a máquina. Insistió, insistió con toda su paciencia, algo que a mí me parecía agobiante, hasta que me compré una maquinita de escribir y aprendí con los tres dedos. Entonces a este hombre, de cuyas clases no me acuerdo absolutamente nada, le debo una de las cosas más útiles que he aprendido en mi vida.

Fernando Savater
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