lunes, 11 de mayo de 2009

El viaje de Celedonio

parir a Azul. A parir a Azul, ruta provincial 51, 35 kilómetros de contracciones, de sudadera y de aguantar el parto. A parir a Azul, ruta nacional 51, 35 kilómetros de contracciones, de sudadera y de aguantar el parto, y eso, aun así, era mejor que parir en Tapalqué, pequeño pueblo ralo, sur de la provincia de Buenos Aires, en medio del campo, sin luz, sin clínicas, sin nada. A parir a Azul, pensaba Amelia, y manejaba mordiéndose los labios sin saber que volvería a ese pueblo -a parir- una vez más: a sacar del vapor de sus entrañas a Carlota, una niña que, con los años, viviría en París, sería asistente de arte de Beatrice Rotschild y staff del Louvre. A parir a Azul, pensaba Amelia, tocándose con dedos fríos el vientre de yeso, la frente húmeda. A parir a Azul el cuarto hijo: el cuarto después de la primera -Margarita-, después del segundo -Juan-, después del tercero, -Patricio-, antes de la última: Carlota. El cuarto fruto de su vientre, que daría, en total, cinco. El cuarto: un varón delgado, celeste, un árbol magro, un álamo.

-Nací en Azul.

Son las tres de la tarde en Buenos Aires. En Barrio Norte, en la cocina de un departamento antiguo, sobre un piso de madera negra, el hombre -delgado, celeste, un árbol magro- dice que nació en Azul.

-Nací en Azul -dice.

Y se llamó dueño-del-cielo.

-Me llamaron Celedonio.

La casa donde vive Celedonio Lohidoy -39 años, arquitecto, joyero, artista más o menos secreto cuyas piezas lucen en los cuellos, los dedos y los brazos de Máxima Zorreguieta o Sarah Jessica Parker- es un departamento del año 1914 al que acaba de mudarse: todos los pisos son negros y los muebles, pocos. Un sofá, una salamandra, una mesa hecha por sus propias manos, pocas sillas.

-Nosotros vivíamos en Tapalqué. Papá y mamá eran de Olavarría, pero en Tapalqué papá tenía una casa de remate de ganado. Teníamos una situación económica privilegiada, y mamá creía que en Tapalqué, que era un pueblo que no tenía siquiera luz eléctrica, se le iba a morir algún hijo en el parto. Entonces, cuando le empezaban las contracciones, agarraba el auto, las mucamas, y partía para Azul manejando, con el bombo así. Y ahí tenía a sus hijitos. Después la iba a buscar papá.

Y así fue como Amelia lo tuvo y después volvió a la casa con jardín de una hectárea en Tapalqué donde ese chico se crió y creció y se reveló delgado y de contornos finos e hizo de todo -jugar, cocinar, mirar los pájaros, escuchar el ruido del viento- menos comer.

-No comí durante toda mi infancia. Me abstraía tanto mirando la naturaleza que me olvidaba.

-Algo habrás comido.

-Sí. Pero no me acuerdo.

Así, sin comer, o sin recordar lo que comía, Celedonio se crió en una casa donde se hacían desde el pan hasta la manteca, donde ocho dogos cuidaban a los niños en ausencia de los adultos, y rodeado por pacientes tuberculosos y enfermos mentales: el pequeño ejército de mucamas y jardineros que trabajaban para los Lohidoy, de Tapalqué.

-Mamá tenía una cosa fuerte de ayuda al desvalido. Ella se preguntaba quién les iba a dar trabajo a los tuberculosos. Entonces los contrataba. Eso a mí me hizo muy humano. Me hizo darme cuenta de la fragilidad de la vida y de la presencia de la muerte desde muy temprano.

Quizá fue porque lo vieron abstraído, mirando como si viera los ruidos huecos del viento por la casa. Quizá fue porque su padre se hartó de escuchar las quejas cada vez que sacrificaban un animal en el campo. Quizá porque, de pronto, temieron por el futuro de un niño así: tan raro. De un niño así: que creía que las hadas cantaban en el viento, que el aire estaba preñado de mensajes y la casa llena de energías que él podía sentir.

-No era un niño normal. Era un niño que no quería comer porque se aburría, que se la pasaba mirando la naturaleza, que jugaba con sus amigos pero que sentía cómo un espíritu salía de un placard y se iba al jardín. Imaginate lo que eso provocaba en mi casa. Gente de campo, alta burguesía. Mi papá era inspector de vacas y su hijo veía espíritus y le reprochaba que criara vacas para comerlas. Así que me mandaron al psicólogo.

-¿En Tapalqué?

-No. En Buenos Aires.

Así, desde los diez, y durante tres años, Celedonio fue embutido una vez por semana en un ómnibus que, ocho horas después, lo depositaba en Buenos Aires, donde su hermana mayor le compraba una trufa de chocolate, lo llevaba al analista, lo esperaba, le daba de comer, y lo depositaba, esa misma noche, en un ómnibus de regreso a Tapalqué.

Pero la debacle -real, arrasadora- llegó cuando tuvo 15 años y sus padres -la exótica Amelia, el rutinario Hernán- se divorciaron.

-Mamá se volvió a casar, se mudó a Buenos Aires, y de ahí se fue a Chile, a la isla de Castro, porque quería ver ballenas pasar frente a su living. Después vivió en la India. En el Tíbet. Muy exótica era ella. Mi papá, en cambio, no se volvió a casar. Era hipercatólico. Rezaba todos los días en un reclinatorio. Para él fue un sablazo la separación. Yo creo que él la adoraba. Que la adoró siempre.

Solo a los 15

Cuando Amelia marchó a Buenos Aires, Celedonio fue con ella, pero a los pocos meses regresó a Tapalqué y se instaló en la casa de verano de la familia: un caserón lleno de cuadros y muebles finos en el que se declaró, por primera vez, independiente, y donde empezó a vivir solo, toda la vida.

-Yo creo que mis padres pensaron: "Este burguesito no va a aguantar mucho solo". Pero se ve que mi tozudez fue mayor. La casa era enorme, me daba pánico, y armé un búnker en mi dormitorio. Hice todo ahí: cocina, living, escritorio. Cuando me empecé a quedar sin guita, empecé a vender los muebles y los cuadros. Y así viví un año. Cada vez que me faltaba guita, vendía algo. Pero yo estaba en tercer año del colegio y una persona de mucha autoridad ahí me dijo que si no me acostaba con él no pasaba de año. Y, por supuesto, no pasé de año. Entonces volví a Buenos Aires. Mamá me dijo que si quería que me pagaran el colegio privado tenía que vivir en el departamento de la familia. Eso implicaba aceptar las reglas, y yo no encajaba en ese proyecto. ¿Qué iba a hacer? ¿Me iba a dedicar a las vacas? Yo quería ser libre. Entonces dije no, me voy a mantener como un adulto. Fui el único de los hermanos que tomó esa decisión. A los demás los mantenían, y yo dije no voy a aflojar. Pero juro que pensé que iba a ser más fácil.

El primero de los escollos fue la edad: salió a alquilar y descubrió que no había muchas personas dispuestas a alquilarle nada a una persona de 16 años.

-Tuve que alquilar por intermedio de un amiga. Un departamento ínfimo. Fue un año triste. Venía de una megacasa, de la naturaleza, y vivía en un ambiente, y era superpobre.

Consiguió trabajo como lavacopas, como vendedor en una agencia de viajes, como modelo, hasta que recaló en un estudio de arquitectura: el Melhem-Bazán, de las arquitectas Mónica Melhem y Anne Bazán.

-Estuve trabajando ahí 17 años. A los 20 empecé a estudiar arquitectura en la Universidad de Belgrano. Trabajé toda mi carrera, pagando la universidad y el alquiler sin atrasarme un día, y me recibí gracias a Mónica y a su mamá, que me daba la comida porque yo no tenía un mango.

Terminó su carrera a los 26 y empezó a trabajar en Gris Dimensión, una de las más importantes casas de diseño en Buenos Aires que Mónica Melhem abrió con León Churba. Pero, mientras decoraba casas de clientes millonarios, Celedonio seguía tan perdido y pobre como siempre.

-Y entonces a mamá le agarra cáncer en la cabeza.

La divina Amelia dejó atrás Chile, el Tíbet y la India para instalarse en Barrio Norte, Buenos Aires, y empezó a tener alucinaciones y desvaríos, producto de la enfermedad.

-Un día, mientras le daba de comer, me dice: "Decí un deseo, lo que más te gustaría". Y le dije: "Mirá: mi deseo es cruzar la plaza Vicente López y no volver nunca más". Y me dijo: "Hacelo". Y le dije: "Ay, mamá, vos me decís eso porque estás completamente loca, el tumor en la cabeza te lo enfatizó, y además siempre fuiste millonaria, pero no sé si te acordás: yo trabajo y vivo de mi trabajo hace un montón de años". Medio como reclamo se lo dije. Y me dice: "Tenés razón. Yo no te ayudé, no te di un peso y no me enorgullece. Pero saliste adelante. Mirate. Sos arquitecto, sos fuerte. Mirame a mí: siempre fui millonaria, hice lo que quise, viajé por el mundo, y estoy en una cama, y no tengo recuperación. Vos tenés solución, vos todavía tenés posibilidad. Caminá por la plaza Vicente López y no vuelvas más". Y yo pensé: "Tan loca no está, che".

Al día siguiente, y según tenía planeado, Celedonio partió para Nueva York.

-Entonces en el trabajo me dijeron que ese año no me podía tomar un mes de vacaciones. Y yo dije: "No me parece justo. Hace diecisiete años que trabajo acá, siempre fui impecable". Y me fui. Al día catorce dije no, yo no puedo volver a encerrarme en un local donde no soy feliz, no puedo volver para ver morir a mi mamá.

Cuarenta días después de haberse ido, de regreso en Buenos Aires, Celedonio ya no tenía trabajo ni ahorros, y le quedaba poco tiempo de sus padres vivos: Amelia moriría ese año y su padre, Hernán, seis meses después. Era 1998 y su vida empezó a ser -en verdad, siempre había sido- la vida de un niño solo.

El nacimiento de los collares

Fue entonces cuando una amiga arquitecta, Verónica Azcona, le propuso poner un estudio de arquitectura con otro colega amigo, Manuel Usandizaga, y Celedonio dijo que sí. Les fue bien hasta que, en 1999, empezó a hacer cosas con las manos: eso dice, que empezó a hacer cosas con las manos.

-Empecé a hacer unos cuadros con collages. Sacabas pedazos de los cuadros y los usabas como collares, y después los volvías a integrar al cuadro. Y dejé el estudio. Me dijeron que estaba loco, pero yo siempre fui fiel a mi espíritu, que me decía: "Seguí adelante; por algún motivo estás en esta vida y tenés que descubrirlo". Entonces empecé a ir al Once, compré mostacillas, hice un collar, lo vendí, con eso compré más mostacillas, hice dos collares, después tres, los vendí".

Y así, de a poco, entre las damas de la ciudad se extendió el rumor de que ese arquitecto de nombre raro y gusto exquisito, que algunas conocían por su trabajo en Gris Dimensión, había empezado a diseñar y hacer collares.

-Siempre tuve clientas divinas, generosas. Las cosas se empezaron a vender más y más, y me di cuenta de que necesitaba tomar un empleado. Y llegó a verme la primera persona que contraté: Eli. Llegó al estudio para una entrevista, y yo la veía como rara. Le digo "disculpame, pero... ¿vos ves bien?". Y me dijo: "¿El hecho de que yo no vea es un impedimento?". Bueno, era ciega. Y yo pensé: "Para esta mujer la vida ya debe ser muy difícil como para que yo además se la haga más difícil". Y desde entonces Eli está conmigo.

A principios del siglo nuevo, con Eli pero sin estudio propio, viviendo todavía en sitios de alquiler, Celedonio se presentó en un concurso para diseñadores convocado por la casa Cerrutti y resultó ganador entre 23.000.

-A raíz de eso me invitaron a hacer una muestra en Nueva York. Tenía que preparar un montón de cosas y no tenía dónde. Entonces, la dueña del bar Mundo Bizarro me prestó el depósito de bebidas. Y ahí, en una tabla sostenida con cajones de cerveza, Eli y yo empezamos a preparar cosas. Cuando fui a Nueva York no podían creer que la cajita, el papel, el diseño del sello y el collar, todo, lo había hecho yo.

Utilizando lo que nadie utilizaba -materia muerta, hojas, esqueletos, huesos, trapos, botones, pasamanería, cristales, piedras nada preciosas- Celedonio fundó su reino de collares, anillos y pulseras que, desmembrados, son aire, polvo, nada: botones viejos, alambres, virulana.

-Nunca me gustó trabajar con oro, con platino, con diamantes. Un anillo con un diamante de un millón de dólares vale por el diamante. Si desarmás alguno de mis collares, cada pieza no vale nada. Pero la magia está en cómo el diseño embellece.

Con insectos, con cantos rodados, con alas de mariposas, hizo piezas que evocaban los esqueletos nervados de las mujeres, su íntima arquitectura. Collares como cascadas mordiendo cuellos de ninfas, anillos como gotas frescas estallando en dedos como carámbanos helados. Vislumbres del útero de las hadas, caprichos orgánicos, musgos, sueños del ámbar. Hoy, Celedonio le vende joyas a la princesa Máxima, desarrolló accesorios para Kenzo y Emanuel Ungaro, y diseñó vidrieras de la tienda neoyorquina Saks, donde la productora de la serie Sex and the City compró sus trabajos y adornó con ellos a Sarah Jessica Parker en varios capítulos.

-Una de esas cosas era un collar hecho con virulana de la cocina. Pero uno no es en la medida en que tenga clientas geniales. Hace poco le hice un collar a una clienta que fue a una fiesta con la reina de Inglaterra. Llevó un collar con pasamanería, hojitas de un árbol de Bariloche, unos cristalitos, piedras. Y me dijo que no hubo persona que no le preguntara de quién era el collar. Se levantó Armani y le preguntó de quién era. Pero yo no hago las cosas en función de un reconocimiento. Que Armani se haya levantado me importa tres carajos.

Ahora, después de todo su pasado, Celedonio adorna a mujeres como cisnes, abandonó sus pequeños espacios alquilados y tiene departamento propio y grande, y un taller.

-Pero todavía no tengo la vida que quiero tener. No tengo gustos caros. No quiero un Jaguar y un departamento en Nueva York. Pero lo que sí más deseo en este momento es poder comprarme un campito de diez hectáreas y trabajar desde ahí.

No sabe. Y entonces, contra lo que perece y lo que muta -lo que decae, lo que se acaba- sólo puede hacer sus cosas. Sus piezas de balsámica belleza.

Leila Guerriero

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