lunes, 4 de mayo de 2009

Cartas de la selva

Una carta no se escribe para ser publicada. Ni siquiera para ser conservada. Está dirigida a una persona, no a cualquier curioso. Pero la correspondencia de un es-ritor suele tener un sentido añadido. Por más descuidada que parezca, no deja de ser escritura; y como tal se integra con el resto de la obra. Su lugar puede resultar marginal, pero con frecuencia permite leer claves y preocupaciones centrales. No sólo por las alusiones y comentarios que pueda contener sino, sobre todo, porque descubre cierta intimidad, una historia narrada por entregas, con distintas entradas, repeticiones y diferencias y nudos dramáticos que se reiteran. Las cartas que escribió Horacio Quiroga son un ejemplo deslumbrante de ese momento en que el género epistolar se construye como literatura. Diario y correspondencia, el quinto y último volumen de las Obras de Horacio Quiroga, editado por Jorge Lafforgue y Pablo Rocca, reúne por primera vez más de 350 cartas enviadas a unas veinte personas entre 1902 y 1937. El material está ordenado en cinco secciones: “Los amigos salteños” (correspondencia con Alberto Brignole, José María Fernández Saldaña, José María y Asdrúbal Delgado y Enrique Amorim); “Dos profesionales” (Luis Pardo, secretario de redacción de Caras y Caretas y César Tiempo); “Destinatario en Misiones” (Isidoro Escalera, su peón en San Ignacio); “Hermanos menores” (Julio E. Payró y Ezequiel Martínez Estrada) y “Miscelánea epistolar” (corresponsales ocasionales). Hay también un anexo con cartas de datación incierta, dirigidas a Quiroga o referidas a él (por ejemplo una de su hija Eglé, poco después de su muerte). El tomo se abre con el Diario de viaje a París, escrito entre el 20 de marzo y el 10 de junio de 1900, e incluye las minuciosas notas que añadió Emir Rodríguez Monegal a ese texto en ediciones aparecidas entre 1949 y 1950 y dos artículos con impresiones del viaje escritos en la misma época.

La edición de Lafforgue y Rocca no presume de ser completa: faltan por ejemplo las cartas de Quiroga a su segunda esposa, María Elena Bravo, “que permanecen bajo rigurosa custodia”, y además la investigación y el rastreo de textos siguen en curso. Tampoco, pese al consistente cuerpo de notas que sigue a las cartas, quiere ser una edición crítica; se busca “un lector no especializado pero ávido e inquieto”. El grueso del material fue publicado en libros o revistas. Además de la articulación del conjunto, los editores salvan omisiones, reponen algún inédito y ofrecen un plus considerable: por caso, restituyen los pasajes expurgados por su tono “subido” en la edición de las cartas a Fernández Saldaña (para nada anecdóticos, ya que revelan la dimensión de las aventuras amorosas en Quiroga y cuánto disfrutó).

Hot line

Horacio Quiroga tiene veintiún años cuando viaja a París (había nacido en Salto, Uruguay, el 31 de diciembre de 1878). A diferencia de otros escritores que siguen esa ruta por la época, la capital francesa no lo deslumbra: encuentra pobres y sombríos los grandes monumentos. Para él la Ciudad Luz es más bien oscura. Y antes que el Museo del Louvre, aun cuando lo visita, le entusiasma más presenciar carreras de bicicletas en el Velódromo, donde puede usar la camiseta del Club Ciclista Salteño. Si bien registra con cierto interés aspectos de la ciudad y de sus habitantes (“lo magnífico de París son las cocottes”), termina por concluir que, no ya Montevideo, incluso “el Salto es mejor que París”, porque “cada cual vive la vida que le es posible”.

Lafforgue y Rocca subrayan la proyección de ese texto, algo que los especialistas en la obra de Quiroga “no han sabido calibrar”. En las libretas donde lo apuntó quedaron borradores y versiones iniciales de poemas de Los arrecifes de coral (1901), su primer libro, y el proyecto de una novela que luego resolvió como cuento. Allí también se pueden leer los grandes temas de la correspondencia posterior. En primer lugar los valores que pone en juego al hablar sobre literatura: en la lectura que hace entonces de Emile Zola está el germen de lo que procesará en los cuentos de la selva. También el amor: al partir Quiroga deja en Salto a una novia, que no fue a despedirlo, y su recuerdo y los temores de ser engañado van y vienen en sus anotaciones. Finalmente los apremios económicos: la estancia en París resulta una pesadilla porque se queda sin dinero, a la espera de un giro que no llega y forzado primero a empeñar hasta el menor objeto de valor y después a aceptar la ayuda más bien módica de los funcionarios del Consulado uruguayo (apenas le alcanza para comer, pero se las ingenia para ahorrar y comprar cigarrillos y libros). En alta mar, sin embargo, había tenido una especie de revelación: “me creo notable, muy notable, con un porvenir, sobre todo, de gloria rara (...) sutil, extraña”.

La gloria que le cupo, al menos en vida, fue en efecto cambiante, y así puede leerse en la correspondencia, que ofrece testimonios como para apreciar tanto su exitosa incorporación al mercado literario argentino, en los primeros años del siglo XX, cuanto las dificultades que encontró a mediados de los años ‘30 cuando intentó retornar a los suplementos literarios y revistas porteñas. Esa premonición manifiesta una de sus características: la convicción con que enfrentó situaciones riesgosas, como su experiencia de pionero agrícola, primero en Chaco y luego en Misiones. Alguna de sus mujeres se la reprocharía como “exceso de personalidad”. Dos versos de Gabriel D’Annunzio, que Quiroga tiene presente en distintos momentos de su vida, condensan otro rasgo que va en sentido inverso: Lontano como un grande, passato dolore./ Grande como un passato, lontano amore. La cita es aproximada, pero lo importante es que en su recuerdo erróneo afirma el peso por algo perdido e irreparable, que lo acompaña en cada cimbronazo de su vida.

Las cartas fueron escritas en distintas épocas, remiten a circunstancias diversas de la vida de Quiroga y asumen tonos que oscilan entre la confianza sin reservas y el trato puramente formal. En uno y otro caso, refieren a los problemas y hechos de su vida y de su propio mundo, el mundo de un hombre que elegía la soledad porque allí quería sentir su fuerza. Los sucesos históricos aparecen en forma esporádica, apenas como una referencia al pasar: a propósito de la Semana Trágica de 1919, Quiroga registra fugazmente el paro de los transportes; declara su rechazo ante el ascenso de Hitler y Mussolini, pero no se extiende al respecto; si comenta la política uruguaya es más bien como un eco de las preocupaciones de sus amigos.

Fernández Saldaña parece haber sido el corresponsal más frecuente, y uno de los más íntimos. Hay 90 cartas, escritas en dos períodos determinados: el de su juventud, desde que se inserta en el ambiente editorial de Buenos Aires y comienza a publicar cuentos hasta su radicación en Misiones, y el de sus últimos años. Las confidencias amorosas son constantes en la primera etapa. Quiroga alterna períodos de soledad con otros de intensa actividad (llega a tener tres mujeres a la vez), y en particular se entusiasma con las alumnas de la escuela donde trabaja (“me rodean al concluir la clase, me aprietan”). No suele dar rodeos: “Aquí hay una sirvienta uruguaya a la cual cogemos por el culo uno después de otro, a plena luz”, cuenta. A veces se queja de su suerte (“siempre me tocan histéricas”) y otras alardea en detalle de sus conquistas. Este espectro es significativo porque no se conocen cartas de amor de Quiroga; sólo algunas de las esquelas que remite a las hermanas Cora y Emilia Bertolé (en el anexo de la correspondencia) parecen encaminarse en esa dirección.

La amistad con Fernández Saldaña —aparte eran primos— le permite además hacer juicios lapidarios sobre algunos colegas —en realidad Quiroga nunca fue discreto al opinar sobre literatura— y ventilar algunas rivalidades duraderas, por ejemplo con Julio Herrera y Reissig. Recién más de veinte años después, con Ezequiel Martínez Estrada, aparece otro interlocutor con el que puede dialogar en el mismo nivel: sólo a él le confiesa, por ejemplo, el trastorno que le provocó el suicidio de su primera mujer, Ana María Cirés (1915). Pero la relación que se entabla está lejos de la excitación juvenil: Quiroga descubre a un “hermano” a quien le puede contar todo lo que está pasando, desde la separación de su mujer hasta los problemas económicos que lo acorralan, y encuentra un poco de tranquilidad en las “confidencias extremas” que prodiga.

Con vida

En sus primeras cartas Quiroga acusa problemas de inspiración. No se le ocurren ideas para sus cuentos, pasa meses sin escribir. Un déficit que revertirá con el descubrimiento del paisaje, a partir del momento en que se radica en Misiones. Pero la formulación de su poética puede seguirse con anticipación en las reflexiones que intercambia con sus amigos.

La palabra clave en el proceso es sinceridad: ése es el valor de Dostoievski (“uno de mis dioses”), y también el término al que apela para definir la belleza: las cosas tal como son y los personajes así como hablan. No tiene ningún problema en pulverizar un poema de su amigo Delgado, “con la sinceridad que entiendo debe usarse en estas cosas”. A Fernández Saldaña le pide una referencia para un cuento y que se la transmita sin inventar y escribiéndola como si estuviera hablando. Cuando sabe de algún ataque de víbora, en San Ignacio, pide que le cuenten hasta los mínimos detalles. Precisamente la “sensación de vida” es para él uno de los logros de sus Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917), el primero de sus libros fundamentales. Atrás quedan los cuentos jugados al efecto final, que había admirado en Poe y Maupassant; y lo que asoma es la concepción del trabajo literario con los términos del trabajo agrario. Ya en una carta dirigida a Lugones, en 1912, había hablado de su “otra profesión” en alusión a su trabajo como agricultor (a falta de premio literario podía ostentar una medalla de oro del Ministerio de Agricultura, por su cosecha). Esa instancia no puede disociarse de su condición de escritor: la forma en que se entrega en uno y en otro caso es similar, y la siembra y el esfuerzo sobrehumano del trabajo rural son pronto las imágenes favoritas para hablar de la creación literaria.

En Misiones están también los personajes que llevan su sello. Las apariciones de Juan Brun, su socio en el proyecto frustrado de fabricar turrón y en la destilación de naranjas, León Denis, el belga que legó su fortuna a las prostitutas de Lieja, y un mecánico italiano en el que asoma Luisser, el manco que buscaba enriquecerse con algunos de los proyectos que intentó el propio Quiroga, conectan a las cartas con Los desterrados (1926), su obra central. Son los fronterizos, un título que él mismo asume y que le otorga a Martínez Estrada como demostración de la afinidad. Un tipo de personaje y de diálogo posible que, aunque a veces extraña la conversación más intelectual, contrapone a las zalamerías de los banquetes literarios que lee en las revistas.

La Bolsa de valores

Las cartas a Luis Pardo focalizan el proceso de inserción de Quiroga en la industria editorial. Se trata en general de textos breves, referidos al envío de cuentos, el monto y las alternativas de los cobros, las propuestas de trabajo. No obstante también se cuelan las referencias a los problemas económicos y la vida en la selva (al igual que a otros corresponsales, le obsequia cosas de su propia fabricación, como miel y vino de naranja).

Desde el primer momento Quiroga se muestra como un lúcido observador del funcionamiento del mercado. Advierte que el nombre del escritor, “los méritos adquiridos”, también se cotizan en el pago de un cuento, y cuando colabora en Fray Mocho se preocupa por seguir la cantidad de anunciantes en la revista y en Caras y Caretas, la competencia. Sus textos funcionan, son requeridos y bien pagados; puede vivir, al menos en forma transitoria, de lo que escribe.

Pero a mediados de los años ‘30, cuando una sucesión de traspiés lo hace tambalear, vuelve a ofrecer sus relatos y entonces comprueba que ya no hay una justa valoración de sus méritos. En 1933, con la dictadura de Gabriel Terra, pierde su puesto de secretario en el Consulado uruguayo, que había ocupado durante dieciséis años y suponía, parece, su entrada más segura de dinero. Comienza una serie de penosos reclamos para obtener el puesto, lo que logra por influencia de Amorim, que después continúan por la jubilación. Mientras tanto se pone a escribir. Pero ahora los cuentos se pagan mal, apenas cien pesos, “tarifa de puta un poco vieja”; la demanda es escasa; en La Nación no contestan sus ofrecimientos de colaboraciones y publican una reseña de Más allá (1935) escrita por “ratones envenenados que no me perdonan el que yo resulte autor interesante de leer”, y que para colmo da la pauta de las que siguen; revistas como El Hogar y Atlántida muestran la línea editorial en boga, de textos más bien livianos, dirigidos al público femenino; en Crítica pierden los originales, lo tratan con informalidad. Sólo el suplemento de La Prensa le abre sus páginas sin reservas, aunque no paga mejor que el resto.

El fastidio y el desgano final con que aborda la escritura no sólo se explican por las condiciones adversas del mercado y algunos dictámenes absurdos de la crítica literaria (las lecturas de Más allá, su exclusión de la literatura uruguaya por considerarlo “argentino”). En cartas enviadas a Tiempo, Payró y Martínez Estrada entre 1934 y 1936, Quiroga considera que ya ha realizado su obra. Contabiliza un total de ciento sesenta cuentos; “si en dicha cantidad de páginas no dije lo que quería, no es tiempo ya de decirlo”, concluye. Pero esas declaraciones no suponen una renuncia ni algún oscuro designio. Pese a todas las turbulencias (quedó muy afectado por la separación de su segunda esposa) y al progreso de una enfermedad que derivaría en su decisión de suicidarse, Quiroga parece haber vivido una de sus mejores etapas en los últimos años de su existencia. Las cartas a Martínez Estrada contienen pormenorizados raccontos de su rutina en la chacra, días en que no escribe una línea y a los que encuentra provechosos, activos, sanos. Entonces ordena las herramientas, machetea los yuyos del parque, arregla la canoa, compone la radio. Labores pequeñas, que no tenían las fabulosas proyecciones que lo deslumbraban en la fabricación de turrones o la destilación de naranja, pero eran sin dudas más reparadoras.

Es cierto que en sus últimas cartas se queja de su soledad y de la ausencia de amigos. Justamente a través de la correspondencia es que obtiene pruebas de las nuevas relaciones que forja: Amorim intercede ante el gobierno uruguayo por el cargo perdido, Martínez Estrada le manda un giro después de recibir un detallado informe de las penurias económicas que atraviesa, Tiempo le edita un libro. Quiroga se muestra demandante con sus corresponsales: les dice que necesita plata, reclama ayuda para los trámites que no puede hacer desde San Ignacio o pide, simplemente, que le escriban con más extensión y frecuencia. Pero se muestra capaz de entregarse en la misma medida: hace publicar a sus amigos uruguayos en Buenos Aires, aconseja a Martínez Estrada como un auténtico hermano y se revela siempre como un observador inteligente y apasionado hasta el extremo.

En medio de los contratiempos que lo asaltaban en el final de su vida también pudo redescubrirse a sí mismo. “Valdría la pena —dice, al pasar—- exponer un día esta peculiaridad mía (desorden) de no escribir sino incitado por la economía. Desde los 29 o 30 años soy así. Hay quien lo hace por natural descarga, quien por vanidad; yo escribo por motivos inferiores, bien se ve. Pero lo curioso es que escribiera yo por lo que fuere, mi prosa sería siempre la misma”.

Misterios de una obra que ahora vuelve a abrirse desde su centro más oculto.

Osvaldo Aguirre
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